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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El número de Dios (4 page)

Don Mauricio era un hombre de gran influencia en el reino. Amigo y asesor de la reina Berenguela, había viajado a Francia, y en París, donde había estudiado filosofía, teología y leyes, se había entusiasmado con las obras de la gran catedral de Nuestra Señora. Desde que fuera nombrado obispo de Burgos en el año 1213, ansiaba construir en su ciudad una catedral como aquella que crecía hacia el cielo en la isla llamada de la Cité, en el corazón de París, que el Sena rodeaba como los brazos de un amante.

El obispo don Mauricio había pensado que el maestro Ricardo podría ser el arquitecto adecuado para construir su nueva catedral, pero la repentina muerte del maestro francés había quebrado sus planes.

—Buenos días, maestro Arnal. Ha sido una gran pérdida —dijo el obispo Mauricio, saludando al pintor de frescos.

—Así es, señor obispo. Maese Ricardo era un buen hombre.

—Yo había pensado en él para dirigir las obras de la nueva catedral que llevo en mente, si Dios quiere, construir para mayor gloria del Redentor y de nuestra madre la Virgen María. Vos trabajabais con él, ¿acaso seríais capaz de…?

—No, don Mauricio, no. Yo sólo sé pintar; no tengo capacidad ni preparación para dirigir una obra de semejante magnitud —se apresuró a contestar Arnal.

—Bueno, en ese caso no quedará más remedio que buscar a un arquitecto en Francia; allí hay muchos y muy buenos.

—¿En verdad planeáis una nueva catedral?

—Hace tiempo que le doy vueltas a esa idea. Hasta ahora no ha sido posible por la minoría de edad del rey Enrique y por los problemas sucesorios, pero con don Fernando asentado en el trono y su madre Berenguela a su lado, creo que ha llegado el momento de plantearlo en serio.

—Eso sería un logro extraordinario, eminencia.

—Una nueva catedral, maestro Arnal. Una iglesia que glorifique el nombre de Dios y el de su madre, que sea el orgullo del reino de Castilla y de la villa de Burgos. ¡Ah, cuántas noches he soñado con ella! Una catedral a semejanza de las que se están construyendo en París o en Chartres. Hace ya cuatro años que estuve allí y todavía recuerdo impresionado cómo ascendían hacia el cielo sus muros, sus bóvedas y sus arcos ligeros y gráciles que, aunque construidos con piedras, parecían sostenidos por el viento.

—Yo me limito a pintar paredes, don Mauricio.

Capítulo III

E
l obispo de Chartres estaba furioso. Entró en la catedral, en cuyas bóvedas seguían trabajando varios obreros que estaban cubriéndolas con el tejado, gritando como un poseso. Llamaba a grandes voces al maestro Juan de Rouen, que había subido a lo alto de los andamios para dirigir la colocación de algunas piezas del tejado. Desde aquella altura apenas podían oírse los gritos del prelado, pero uno de los obreros trepó a lo alto en busca del maestro.

—Maese Juan, el obispo está abajo. Ha entrado en la catedral demandando vuestra inmediata presencia.

—¿Sabes qué desea?

—No, maestro; sólo me ha ordenado que subiera a buscaros enseguida; parece muy enfadado. Quiere hablar con vos sin demora.

Juan le dijo a su hermano Luis que continuara dirigiendo el trabajo y descendió por los andamios hasta el suelo.

En el centro de la catedral, justo bajo la clave de la bóveda del crucero, el obispo de Chartres esperaba a Juan.

—Eminencia —Juan se acercó hasta el prelado, se inclinó ante su presencia y le tomó la mano para besarle el anillo episcopal, un enorme aro de oro que lucía engastado un fabuloso rubí escarlata—, me han dicho que preguntáis por mí.

—Así es. Os imagino enterado de la noticia —dijo el obispo, dando por supuesto que Juan debía de saberlo.

—¿A qué noticia os referís, eminencia?

—A cuál va a ser, maestro, a la que todo el mundo comenta: que el obispo de Reims ha ordenado que su catedral sea la mayor del mundo.

Hacía siete años que habían comenzado las obras de ese templo, y su obispo había dado instrucciones al maestro director para que la de Reims fuera la mayor de las catedrales de Francia. No en vano, allí se coronaban sus reyes.

—Bueno, eminencia, la vuestra casi está acabada, ya no podemos hacerla más grande —se lamentó Juan.

—Primero París, luego Amiens, ahora Reims. Nos superarán todos, todos. Cualquier obispo querrá construir una catedral más grande que la nuestra…

—Pero, creedme, eminencia, que ninguna será tan bella; aquí han trabajado los mejores artistas de Francia. Y os aseguro que no sólo es cuestión de tamaño, sino también de proporción y armonía.

»Fijaos, eminencia. Vuestra catedral está construida siguiendo las pautas más bellas de las relaciones matemáticas. Esta catedral ha crecido conforme a la proporción de las medidas humanas, y ya sabe vuestra eminencia que el hombre fue creado por Dios a su imagen y semejanza.

»Mirad el ábside —dijo Juan señalando hacia la cabecera—. Ahí está la cabeza del hombre, aquí, en el centro del crucero, está el corazón, en el transepto los brazos y en la nave las piernas. El hombre como medida de todas las cosas, a imagen y semejanza de Dios.

»Y además, eminencia, está la luz. Hemos construido la representación del universo, pero no un universo opaco, sino transparente, lleno de luz. Dios es luz, y Dios se hace presente en este templo a partir de esa misma luz. Esta iglesia hace patente el esplendor de Dios, su verdad, con todo aquello que hace hermosa a la naturaleza pero que da firmeza a la razón. Esta catedral representa la fe en la naturaleza y en el hombre, una fe en Dios, al que coloca en el centro del universo, mientras el hombre ocupa el centro de la naturaleza, el lugar que le corresponde por voluntad divina.

—Todo eso ya lo sé, maestro Juan, pero las catedrales de nuestros rivales serán más grandes, más altas…

—En ese caso, también ésa será la voluntad de Dios, eminencia.

El obispo se marchó algo más calmado.

—¿Qué quería ese fatuo presuntuoso? —le preguntó Luis, que acababa de bajar del tejado, a su hermano Juan.

—Está molesto porque en otras diócesis del reino de Francia se están construyendo catedrales mayores que ésta.

—Bueno, eso es inevitable. Siempre habrá alguien dispuesto a superar lo ya hecho; las cosas suelen suceder así.

»Por cierto, hermano, ayer recibí una visita. Era un enviado del obispo de Bourges. Allí también están construyendo una catedral. Uno de los maestros del tribunal que me examinó le dio mi nombre. Al parecer le gustó mucho la idea de una cabecera con capillas destacadas al exterior, de planta semicircular, y quiere que vaya allí como primer ayudante del maestro de la obra. ¿No te importa…?

—Por supuesto que no, hermano. Eres un maestro arquitecto, uno de los mejores que conozco. De mí ya no puedes aprender nada. Ahora eres tú quien debe enseñar, aunque sin dejar de aprender jamás.

La primera nevada del invierno cubrió Burgos de un manto blanco de más de un palmo de altura. La pequeña Teresa salió a la calle excitada por el anuncio de su criada. Al abrir la puerta, un estallido de luminosa claridad le inundó los ojos. El sol brillaba amarillo en medio de un cielo límpido, de un azul intenso y puro, mientras la nieve blanquísima reflejaba sus rayos con tanta fuerza y fulgor que hacía daño a la vista. Entre el azul celeste y el blanco de la nieve, las casas ocres de la ciudad parecían como dibujadas por la mano experta de un delicado miniaturista.

Teresa había cogido entre sus manitas de niña un buen puñado de nieve cuando oyó el sonido inconfundible de la trompeta del sayón del concejo burgalés que anunciaba un pregón.

En la esquina de la calle, el pregonero avisó a gritos que los reyes de Castilla y de León, don Fernando y don Alfonso, habían acordado una tregua que duraría hasta la Pascua de la siguiente primavera.

La criada, que había salido tras Teresa, suspiró aliviada.

—Gracias a la Virgen y a su hijo Jesucristo, nuestro rey don Fernando ha firmado la paz con su padre el rey de León. Este invierno será menos crudo.

Doña Berenguela lo había conseguido. Tras varias semanas de intensas conversaciones, la madre del rey Fernando había logrado de su antiguo esposo, el rey Alfonso de León, una tregua. A cambio había tenido que ceder al leonés la posesión de varias plazas fronterizas, le había garantizado que no iría en contra de las propiedades y derechos de los Lara y le había entregado una considerable cantidad de dinero. Pero en contraprestación se había asegurado la tranquilidad y la paz necesaria para asentar definitivamente a su hijo Fernando en el trono de Castilla y ganar tiempo para atraerse a algunos grandes del reino, todavía recelosos de que un hijo del rey de León habido de un matrimonio anulado por la Iglesia fuera quien reinara en Castilla.

El reino de Castilla, tras la euforia que contagió todo por la decisiva victoria conseguida en 1212 en la batalla de las Navas de Tolosa contra el imperio almohade, atravesaba unos momentos muy delicados debido a la ambición de Alfonso de León. Aquella victoria, lograda gracias a la coalición de castellanos, aragoneses y navarros, había sorprendido al rey de León en la comarca de Babia, adonde solía retirarse para practicar la caza con halcón. Cinco años después de la victoria, aún había nobles leoneses que recriminaban a su monarca que no hubiera estado presente con sus tropas en aquella crucial batalla, cuya campaña previa había sido predicada por el papa Inocencio III como una cruzada.

—Vamos, Teresa, entra en casa. Hace mucho frío —le ordenó la criada.

—No; quiero quedarme aquí y jugar con la nieve.

—Vamos adentro, tu padre se enfadará mucho si te resfrías y enfermas.

—No tengo frío.

—Vamos, adentro he dicho.

Teresa echó a correr sobre la calle nevada perseguida por la criada. La hija del maestro Arnal Rendol reía y reía ante la torpeza de la criada, incapaz de darle alcance entre la nieve.

Unas manos poderosas atraparon a Teresa con fuerza y la alzaron en vilo.

—Vaya, conque querías escapar, ¿eh?

Arnal Rendol había sorprendido a Teresa.

—Padre, padre —la niña se abrazó a su progenitor—. ¿Has visto cuánta luz?

—Sí, claro que la veo, mi niña. Pero además de mucha luz, hoy también hace mucho frío. Vamos a casa, no quiero que caigas enferma.

Arnal bajó a su hija al suelo y ambos regresaron a casa de la mano, mientras la criada los seguía jadeando bocanadas de aliento que dibujaban vaporadas de vaho caliente en la gélida mañana burgalesa.

—El color azul del cielo es como el que tú pintas en las bóvedas de las iglesias. ¿Por qué el cielo es azul, padre? —le preguntó Teresa, mientras Arnal avivaba el fuego de la chimenea de la cocina aplicando a las brasas del hogar unos leños.

—Porque es el color más hermoso, hija mía, por eso es también el más difícil de conseguir.

—Entonces, ¿Dios es azul? —demandó Teresa.

—No, Dios es como el hombre. Él quiso que fuéramos perfectos y nos dio la libertad de obrar, y ese libre albedrío ha propiciado que algunos hombres se hayan extraviado del buen camino.

—¿Y las mujeres también son como Dios?

—El sabio Aristóteles, un filósofo que vivió en el país de Grecia hace muchos años, decía que la mujer es un hombre imperfecto… Bueno, yo no lo creo, pero hay muchos hombres que dicen que es así. En la tierra de donde vinimos tu madre y yo, los hombres y las mujeres creíamos que éramos buenos e iguales, «los perfectos» nos llamábamos, pero otros hombres consideraron que eso estaba mal y nos persiguieron por ello.

—¿Eran hombres malos?

—Sí, muy malos. Decían que la muerte era lo único que merecíamos, y por eso tuvimos que marcharnos de allí.

—¿Pero Dios no os defendió?

—Sí, lo hizo; nos protegió y consiguió que tu madre y yo escapáramos de allí. Luego naciste tú…

—¿Y mi madre?

—Murió al darte la vida, por eso debes quererla siempre.

—¿Mamá era azul?

—Sí, mi niña, sí, tu madre era azul.

Alfonso IX de León fracasó al intentar conquistar la ciudad de Cáceres, una fortaleza musulmana en la frontera sur de su reino que estaba protegida por unas sólidas murallas que fueron asediadas inútilmente durante varios meses. Herido en su orgullo, el aguerrido monarca leonés tornó su ira contra Castilla, y aprovechando el final de la tregua pactada a finales del año anterior atacó al reino de su hijo.

Pero de nuevo los castellanos respondieron con la misma contundencia que en la última ocasión y al rey de León no le cupo otro remedio que acordar una paz honrosa.

Durante el invierno, doña Berenguela había tramado toda una red de adhesiones en torno a la figura de su hijo. El joven pero decidido rey Fernando era un apuesto soberano de carácter enérgico y valiente, temeroso de Dios y de voluntad firme. Había heredado el coraje y la resolución de ánimo de su padre el rey Alfonso de León, con quien había vivido hasta poco antes de ser coronado rey de Castilla, y el ánimo y la inteligencia de su madre Berenguela, y a través de ella la energía desbordada de Enrique II de Inglaterra y de Leonor de Aquitania, sus afamados bisabuelos.

Consciente de que Castilla no claudicaría ante el ejército leonés, de que Fernando se había asentado como soberano de Castilla y de que contaba con el apoyo de la inmensa mayoría de los concejos, universidades y nobles del reino, Alfonso de León optó por acordar una paz definitiva con su hijo y su antigua esposa. El tratado de paz se firmó en la villa de Toro, en la colegiata construida según el viejo estilo «al romano», el día 26 de agosto de 1218. Berenguela y Fernando tuvieron que entregar al leonés once mil maravedís. La paz estaba resultando cara, pero la bonanza económica del reino permitía a los castellanos comprar la estabilidad necesaria para crecer como nación en aquellos tiempos tan inciertos.

Doña Berenguela no se había separado un solo instante de su hijo Fernando desde que lograra convertirlo en soberano de Castilla. La reina madre tenía el firme carácter de su abuela Leonor de Aquitania y se había hecho tan necesaria para su hijo que participaba en todas las curias en las que el rey convocaba a los más notables hombres del reino para asesorarle en los asuntos relativos al gobierno de sus Estados. Berenguela ocupaba un lugar principal en la curia regia y sus opiniones siempre eran respetadas y tenidas en cuenta por todos.

Cuando el rey Fernando cumplió dieciocho años, la reina Berenguela creyó llegado el momento de buscarle esposa. En una asamblea de consejeros celebrada en el palacio real de Burgos, la reina anunció sus planes.

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