El número de Dios (5 page)

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Authors: José Luis Corral

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—Mi hijo, el soberano de Castilla, es ya un hombre. Y todo hombre necesita a su lado una esposa; así lo dice la ley de Dios. Y si ese hombre es, además, un rey, su obligación es procurar descendencia para que su linaje se perpetúe y proporcionar al reino un heredero.

»Vosotros, nobles ricos hombres de Castilla, habéis jurado fidelidad a don Fernando y lealtad a la corona que encarna. Ahora ha llegado el tiempo de que el rey de Castilla busque esposa con la que tener descendencia y proporcionar a Castilla ese anhelado sucesor.

Los ricos hombres congregados en la curia real de Burgos asistían callados y atentos a la prédica de doña Berenguela; de vez en cuando, algunos de ellos asentían con ligeros golpes de cabeza a las palabras de la reina madre.

—¿Ya habéis pensado en alguna candidata para futura reina de Castilla, señora? —preguntó don Mauricio, el obispo de Burgos.

—Creo haber encontrado la candidata ideal. Su majestad debe casarse con una princesa de sangre real, pero no puede tener relaciones de parentesco con ella, pues, y yo bien sé lo que digo, un matrimonio de este tipo podría ser anulado por el Papa. La candidata que he elegido es la princesa Beatriz de Suabia, la hija del emperador Felipe. Su primo y custodio, el actual emperador Federico, está de acuerdo con esta boda.

—Habrá que ir a buscar a la novia —supuso don Mauricio.

—En efecto, señor obispo. Y para ello ya he pensado en el hombre adecuado.

—¿De quién se trata?

—De vos, don Mauricio. Vos habéis estudiado en Francia y viajado por Francia y Alemania, y conocéis al emperador. Sois un hombre ecuánime y un ministro de Dios. Y además, como obispo de Burgos, os corresponderá el privilegio de celebrar la boda.

»¿No os parece así, señores?

Los nobles y ciudadanos asistentes a la curia asintieron de inmediato.

—Pero, señora, yo… bien, haré, cuanto ordenéis.

—En ese caso, don Mauricio, preparad vuestro viaje. En cuanto pase este crudo invierno saldréis hacia Alemania. Entre tanto, escribiremos cartas al emperador Federico para que disponga lo necesario y guarde a su prima con la diligencia que debe hacerlo el tutor de la futura reina de Castilla.

Capítulo IV

E
nrique de Rouen ingresó en la escuela catedralicia de Chartres al poco de cumplir los nueve años. Los obispos de Chartres habían conseguido que su escuela tuviera tanto prestigio como el que habían alcanzado las universidades que ya funcionaban en algunas ciudades europeas. A la escuela de Chartres acudían estudiantes ávidos de conocer disciplinas que sólo allí disponían de los maestros adecuados. En la escuela estaban orgullosos de sus maestros, sobre todo de Bernardo, uno de los fundadores, quien había acuñado una frase que los alumnos aprendían de memoria el primer día de su aprendizaje: «Los hombres modernos sólo somos enanos sobre los hombros de gigantes». Esa frase resumía mejor que ninguna otra el espíritu docente de la escuela. Significaba que para comprender al hombre y al mundo era necesario apoyarse en las enseñanzas de los grandes sabios, sobre todo de los antiguos. Y entre ellos, el más reconocido y estudiado era el filósofo griego Platón, y el texto oficial de la escuela catedralicia era su obra Timeo. En ese libro, el filósofo ateniense sostenía que el mundo había sido creado a partir de la geometría y del poder del número, y no por la luz. Los alumnos de Chartres aprendían que la última realidad, y por tanto la más perfecta, de la creación eran los números matemáticos y, en consecuencia, las formas geométricas que de ellos surgían; el hombre sólo veía las sombras de la verdadera realidad. Toda la naturaleza derivaba de combinaciones numéricas, y todo era, en suma, geometría.

Los maestros de Chartres enseñaban que Dios padre era el primero y el más perfecto de los geómetras, y así lo representaban manejando un compás, a modo de un arquitecto que estuviera creando el mundo a partir de los números y de las figuras geométricas. De este modo, el misterio de la Trinidad se representaba con un triángulo y la relación del Padre con el Hijo, una relación entre iguales, con la figura de un cuadrado. Y de esa relación los arquitectos establecían el que llamaban «el número de Dios», la relación geométrica armónica y perfecta cuya aplicación permitía construir las nuevas catedrales de la luz.

En la biblioteca catedralicia había textos de Platón, Cicerón, Séneca, Boecio y Macrobio, todos ellos convenientemente anotados y comentados por el maestro Bernardo de Chartres, quien había descubierto a Platón leyendo a Séneca y sus preciosos comentarios sobre la teoría platónica de las ideas. Bernardo había cristianizado los planteamientos filosóficos de Platón, identificando las ideas con el pensamiento divino, y a partir de ahí explicaba la creación de la materia y la concepción del mundo.

El joven Enrique de Rouen fue educado en la teoría de las ideas de Platón. A los nueve años, nada más ingresar en la escuela, le enseñaron a leer y a escribir y comenzó a estudiar latín, necesario para leer los libros de la biblioteca. Después aprendería matemáticas, geometría, álgebra, filosofía, gramática, retórica y teología.

Su padre le había preparado un plan de estudios para hacer de él un gran maestro de obra. Hasta los trece años aprendería aquellas disciplinas imprescindibles para el conocimiento, después trabajaría en un taller como aprendiz, compaginando su trabajo con los estudios, para que cuando alcanzara el grado de oficial tuviera un bagaje que le permitiera acceder al grado de maestro cuanto antes.

Para ello tendría que ir a estudiar a París y visitar las obras de las principales catedrales que se estaban construyendo en el reino de Francia. Sólo así podría comparar diferentes tipos de trabajos, talleres, materiales y técnicas y dominar todos los aspectos de su compleja disciplina.

Enrique aprendía deprisa; algunas cuestiones no tenían secretos para él, pues desde muy niño su padre le había estado explicando los misterios del oficio.

—Los maestros de obra de las catedrales somos un grupo especial de hombres —le había dicho en una ocasión—. Dios ha puesto en nuestras manos una habilidad que muy pocos hombres son capaces de desarrollar. Nos ha sido concedido el don de crear una casa para morada de Dios, somos quienes construimos su templo, y ese privilegio es extraordinario.

Lo más crudo del invierno ya había pasado. A fines de febrero de 1219, el rey Fernando y su madre la reina Berenguela se reunieron en Burgos con el obispo don Mauricio. El prelado todavía estaba enojado porque semanas atrás se había visto obligado a excomulgar a los monjes del poderoso monasterio de Santo Domingo de Silos, que habían rechazado la reforma del cenobio por él propuesta. Don Mauricio no estaba dispuesto a hacer dejación de su autoridad como obispo de la sede burgalesa y había obrado con dureza contra los monjes del cenobio.

Pero a la reina Berenguela esas disputas entre clérigos le parecían cuestiones de escasa relevancia y apenas dedicaba tiempo a comentarlas con indiferencia. Ella estaba ahora ocupada en casar a su hijo el rey de Castilla con la princesa alemana Beatriz y no quería dejar que sus energías se desperdiciaran en asuntos que consideraba menores.

Don Mauricio acababa de recibir el encargo en firme de salir hacia el norte de Europa en busca de Beatriz y custodiarla en su viaje a Burgos.

El obispo paseaba entre la penumbra de las naves de la catedral. De vez en cuando levantaba la vista y contemplaba las pesadas bóvedas y las macizas paredes de piedra sillar. Aquel edificio siempre le había parecido denso, frío y oscuro, más propio de un templo del Maligno que de la casa de Dios.

Los escasos y estrechos vanos, cerrados con finas láminas de alabastro, apenas dejaban pasar débiles haces de luz amarillenta que enseguida se difuminaban en el aire creando un mundo de penumbras. Recordaba con envidia su estancia en Chartres, cuando visitó las obras de la nueva catedral, cuyas paredes aparecían rasgadas por enormes vanos dispuestos para dejar entrar la luz a chorros, para inundar el templo de la luminosidad que sólo Dios era capaz de crear.

Una y otra vez el obispo Mauricio repetía en su cabeza lo que había leído en tantas ocasiones en las Escrituras Sagradas: que Dios era la luz, la luz del mundo.

«Necesitamos una nueva catedral, un templo de luz, una catedral en la que el poder creador de Nuestro Señor se manifieste en todo su esplendor y con toda su fuerza», pensó.

Al salir de la catedral se topó con el maestro Arnal Rendol, que regresaba con su hija Teresa de la abadía de Las Huelgas. El pintor y su hijita montaban una mula parda que caminaba cansina.

—Buenas tardes, don Arnal —saludó el obispo.

—Señor obispo —el maestro Rendol inclinó la cabeza y se despojó de su sombrero—, he oído que partís hacia Alemania en busca de la futura reina.

—Así es. Doña Berenguela me ha encomendado la custodia de la princesa Beatriz.

—Sois afortunado —Arnal bajó de la mula, a la que había ordenado detenerse tirando de las riendas.

—Lo soy por disfrutar de la confianza de sus majestades —dijo el obispo.

—¿Qué ruta vais a seguir?

—Iré por el Camino Francés. Quiero llegar a París y desde allí dirigirme hacia el este, hacia el Imperio. Es el camino más seguro. Occitania está revuelta todavía. A pesar de la cruzada que contra los cátaros ha predicado su santidad y de la energía que ha puesto el noble Simón de Monfort en acabar con la herejía, esos endemoniados herejes siguen empeñados en sostener su error y en mantenerse en el pecado. No merecen otra cosa que la hoguera.

Arnal tuvo que contenerse para no delatarse ante el obispo. Desde que saliera de Pamiers huyendo de la persecución de los cruzados de Simón de Monfort, no había tenido oportunidad de revivir su pasado cátaro. Una vez instalado en Burgos con su esposa, había tenido que comportarse y actuar como un fervoroso católico, pero en el fondo de su corazón sus sentimientos cátaros se conservaban muy arraigados.

Tuvo que hacer un esfuerzo para no responder al obispo y no revelar sus íntimas creencias.

—Por cierto, he estado meditando en el interior de la catedral y me he fijado en vuestro fresco de la Visitación de la Virgen. Es muy bueno.

—Gracias, don Mauricio —repuso Arnal.

—Pero es una pena que tenga que ser destruido.

—¿¡Cómo!?

—Quiero construir una nueva catedral en honor de Santa María, y deseo que sea edificada según el nuevo estilo francés. Ésta será derribada, y con ella, don Arnal, vuestros frescos.

Arnal Rendol se mordió la lengua; tras unos instantes de meditada pausa, repuso:

—Bueno, sólo las obras de Dios son eternas.

—En efecto, maestro. Y por eso debemos rendirnos ante la grandeza de su creación, y ante la luz.

—¿La luz?

—Sí, la luz. Fijaos en el cielo. Está atardeciendo y la luz se debilita por momentos. Lo que hace un instante era luminosidad, dentro de unos momentos será oscuridad. ¿Entendéis el mensaje de Dios? Vos, maese Arnal, sois un artista. En vuestras obras reflejáis una parte de la majestuosa plenitud de la creación divina: pintáis hombres, mujeres, animales, paisajes, y lo hacéis según os dicta vuestra imaginación. En cierto modo sois un imitador de la creación divina de las cosas.

—Nunca había pensado que mi trabajo fuese imitar a Dios.

—Pues lo es, lo es. Los artistas habéis sido dotados con un don extraordinario, una cualidad que os permite reflejar, aunque sea pálidamente, la grandeza de la Creación.

—Nuestro arte es tan sólo una habilidad.

—No, es más, mucho más que eso. Dios se manifiesta a través de vuestras manos, es Él quien las dirige.

—Tal vez, señor obispo, tal vez.

—No lo dudéis, don Arnal, no lo dudéis.

Arnal Rendol se despidió de don Mauricio. Cogió las riendas de la mula y continuó hacia su casa.

—Padre —le dijo Teresa—, ¿tú eres como Dios?

—No, hija, claro que no.

—Pero el señor obispo ha dicho que…

—Don Mauricio sólo ha dicho que los artistas intentamos imitar la obra de Dios.

Al llegar a casa, Arnal encerró la acémila en la cuadra y ordenó a uno de los dos aprendices que vivían con él que le quitara los arreos al animal y llenara el pesebre de paja fresca y el abrevadero de agua.

El día había sido muy duro. Las monjas de Las Huelgas le habían encargado una pintura mural que representara las bodas de Caná, y querían tenerla lista pronto, antes de que el rey Fernando se casara con la princesa alemana.

La recua de acémilas estaba preparada para salir de Burgos. La comitiva la encabezaba el obispo don Mauricio, a quien la reina Berenguela había encomendado que fuera en busca de la princesa Beatriz, la novia del rey Fernando.

Varias mulas cargadas con fardos y dos docenas de soldados bien pertrechados aguardaban al obispo en la puerta del palacio episcopal, al lado mismo de la catedral. Don Mauricio salió de palacio calándose un sombrero de viaje de ala ancha. Subió a lomos de una mula con ayuda de un criado y con un gesto de su cabeza indicó al capitán de la guardia que podían partir. El jefe de la guardia levantó el brazo derecho y con energía ordenó la partida.

Junto al obispo cabalgaban los abades de San Pedro de Arlanza y de Río Seco, el camerario de San Zoilo de Carrión, el maestre de la Orden de Santiago y el prior de la Orden del Hospital en Castilla.

Decenas de burgaleses se habían concentrado a lo largo de la calle de los peregrinos, que desde la puerta de San Esteban llegaba hasta la catedral y cuyo trazado correspondía a una parte del Camino Francés a Compostela.

Teresa y Arnal Rendol habían acudido a presenciar la marcha de la comitiva. La niña miró a su padre, le tiró de la manga y le preguntó:

—¿Adónde van todos esos soldados?

—A buscar a una princesa. Dentro de unos meses nuestro rey don Fernando se casará con ella, y será la nueva reina de Castilla.

—¿Las reinas se eligen?

—Sí, claro. Las eligen los reyes, o las madres y los padres de los reyes.

—¿Y cómo se elige a una reina?

—Pues depende, pero es preciso que su rango se ajuste al de su futuro esposo el rey, y por tanto que sea de sangre real, que posea tierras y riquezas, que disponga de siervos y vasallos…

—Entonces, ¿yo nunca podré ser reina?

—Claro que sí, pequeña, tú ya eres mi princesa, mi reina.

Don Mauricio, desde su mula, bendecía solemnemente a los burgaleses, que se santiguaban a su paso. En sus ojos vivaces se intuía un cierto orgullo por haber sido designado para custodiar a la futura reina de Castilla y conducirla hasta Burgos. Le quedaban por delante muchas semanas de camino y anhelaba el momento de regresar, pero a la vez ardía en deseos de volver a ver París, Chartres y Reims, las ciudades del norte de Francia que ya visitara varios años atrás y en cuyas escuelas aprendiera el valor de la retórica y la utilidad de la filosofía. Pero sobre todo ansiaba contemplar las portentosas catedrales que estaban construyendo sus colegas obispos y ansiaba ser el primer obispo hispano que pusiera en marcha la construcción de una de aquellas fabulosas construcciones siguiendo el nuevo estilo del arco ojival. Al dejar atrás su catedral, ésta le pareció una iglesia pesada y antigua. Era un edificio grande, el mayor de la ciudad, pero su aspecto resultaba demasiado macizo, oscuro, bien distinto a las catedrales llenas de luz que había visto construir en las florecientes ciudades del norte de Francia.

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