El número de Dios (7 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

—Vos sois clérigo, un ministro del Señor, bien debéis saber que si Dios es la luz, su casa ha de ser la casa de la luz.

—Y ésta lo es, señor obispo. No encontraréis en ningún otro lugar del mundo ninguna iglesia como ésta, eminencia. Ésta es la verdadera casa de la luz. Si tenéis a bien venir mañana a la catedral, lo comprobaréis.

—¿Mañana?

—Precisamente mañana. Si lo que buscabais era luz, habéis llegado en el mejor día del año para ello. Os espero poco antes de mediodía en la portada occidental. Seréis testigos de algo extraordinario, si no amanece cubierto.

A la mañana siguiente el obispo Mauricio y el abad de Arlanza se dirigieron hacia la catedral. El día era luminoso y claro y ni una sola nube amenazaba con cubrir el sol. Poco antes de mediodía, como le había indicado Jean de la Tour, los dos castellanos se presentaron en la fachada occidental. Allí esperaba el canónigo acompañado de un caballero que por su vestimenta parecía un individuo principal.

—Señor obispo, señor abad, os presento a Juan de Rouen, maestro de obra de la catedral de Chartres. Maese Juan, os presento a don Mauricio, obispo de Burgos, en el reino de Castilla, y al señor abad de Arlanza.

Los cuatro hombres se saludaron.

—Señor canónigo, ¿qué es eso tan extraordinario que nos espera? Habéis logrado despertar de tal modo mi curiosidad que esta noche apenas he podido pegar ojo.

—El maestro Juan de Rouen os lo explicará; seguidnos, por favor.

Los cuatro entraron en la catedral. Era poco antes del mediodía y la luz bañaba todo el templo penetrando a raudales por las vidrieras multicolores. El arquitecto los condujo hasta un lugar determinado en el centro de la nave mayor.

—Estamos en el solsticio de verano, casi a mediodía. Dentro de unos momentos el sol alcanzará su plenitud cenital aquí, en la latitud de Chartres; ése será el momento en el que la luz solar brillará con la mayor intensidad de todo el año.

—¿Y bien…? —preguntó don Mauricio, cada vez más extrañado.

—Observad aquella vidriera, es la que llamamos de San Apolinar, y ahora esa espiga dorada incrustada en la piedra blanca.

En medio del enlosado gris del crucero sur destacaba una piedra blanquecina en la que se había engastado una espiga de metal dorado.

—Sí, lo veo, pero qué significa…

—Un momento, eminencia, un momento.

Pasó un rato hasta que un rayo de luz penetró por una abertura en la vidriera de San Apolinar en la que se había colocado un cristal convexo. En el momento en el que el sol alcanzó el cénit, justo a mediodía, el rayo penetró por la apertura de la vidriera para ir a incidir precisamente sobre la espiga dorada, que pareció iluminarse como si estuviera dotada de luz propia. Y en ese preciso momento toda la catedral se iluminó con decenas de haces dorados que rebotaron por las paredes creando un espacio absolutamente mágico. Las paredes, los pilares, las bóvedas, todo parecía difuminarse entre los rayos dorados y el tremolar de los haces de luz.

—¡Dios santo! —exclamó el obispo de Burgos.

—Disfrutad de este momento, don Mauricio, sólo es posible hacerlo una vez al año —dijo De la Tour.

—¡La luz de Dios! —exclamó don Mauricio.

—Ya lo habéis visto, eminencia, hemos conseguido capturar los rayos del sol y que al menos durante unos instantes sean nuestros.

—Habéis logrado un efecto maravilloso, pero… ¿cómo…?

—Es un problema de óptica —intervino Juan de Rouen—; bueno, de óptica y de teología. Dios es la luz, la luz del universo que fecunda la tierra y que nos libra de la materia oscura. La piedra significa el mundo femenino, que al recibir la luz da la vida. Si os habéis fijado, la Virgen está esculpida en la portada en piedra negra.

»Pero eso no es todo, seguidme.

El maestro Juan los llevó hasta la nave mayor, casi a los pies del templo.

—Hemos construido esta catedral a imagen del mundo. Este templo es el símbolo del universo entero, aquí están juntas la luz y la oscuridad, la razón y la locura. Pero sin duda, es el templo del triunfo de la luz sobre las tinieblas. Las vidrieras dan forma a la divina luz solar. La luz es el elemento fecundador masculino y la piedra el receptor femenino, ambos nos hablan y nos recuerdan quiénes somos y de dónde venimos.

A don Mauricio le pareció que alguna de las cosas que decía el arquitecto de Chartres rayaban la herejía, o al menos semejaban creencias paganas condenadas por la Iglesia.

—Dios hizo la luz —dijo el obispo de Burgos.

—En efecto. Y para su mayor gloria hemos construido este templo, el mayor esfuerzo jamás hecho por el hombre para imitar la obra de Dios en la naturaleza. Nuestro Padre celestial construyó el mundo en siete días, y lo hizo a partir de la geometría, de la razón y del orden de los números. El Creador sometió el caos primigenio al número, a la lógica y a la inteligencia. Esta catedral es el compendio de la obra de Dios y de sus enseñanzas. Aquí está compendiado el número de Dios.

El obispo Mauricio y el abad de Arlanza seguían boquiabiertos las explicaciones del maestro Juan.

—Ojalá pudiéramos construir una catedral así en Burgos —dijo don Mauricio.

—¿Disponéis de rentas para ello? —preguntó Jean de la Tour.

—Ahora tal vez no, pero podríamos conseguirlas.

—Construir un templo de esta magnitud es muy costoso. Hacen falta canteros, transportistas, carpinteros, albañiles, herreros, techadores, vidrieros, escultores, pintores… Y aunque estos tiempos que corren son venturosos, podrían sucederse unos años de malas cosechas, o estallar alguna guerra inoportuna y dar al traste con el plan.

»Nosotros mismos, a pesar de la bonanza de rentas de que disfruta esta diócesis y de las abundantes donaciones de los fieles, hemos tenido que reducir el tamaño que inicialmente habíamos previsto para la catedral. No sé si os habéis dado cuenta, pero desde la cabecera y hasta el crucero el templo tiene cinco naves; en cambio, desde el crucero hasta los pies se reducen a tres. En el plan original la catedral tenía cinco naves en toda su longitud, y era unos cien pies más larga. Pero hace unos años, cuando las obras estaban a la altura del crucero, se decidió reducir el proyecto inicial. Cuestión de dinero y de tiempo, ya veis. Desafortunadamente, las obras para glorificar al Creador en la tierra las construimos los hombres, y es necesario pagarlas.

—Si en Burgos decidiéramos edificar una catedral como ésta, ¿estaríais dispuesto a ayudarnos? —le preguntó don Mauricio al maestro Juan.

—Tal vez, eminencia, tal vez. Pero antes debo acabar ésta de Chartres. Como veis, todavía falta cerrar la fachada principal y rematar las torres. No obstante, hay muy buenos maestros de obras en Francia. Mi hermano acaba de obtener su título en París y lo ha hecho de manera muy brillante. Durante mucho tiempo ha trabajado a mi lado y conoce todos los secretos del oficio; tal vez él aceptara vuestro encargo, si fuera en firme, aunque ha recibido una oferta para trabajar como primer ayudante en la catedral de Bourges, una ciudad al sur de París.

—¿Bourges? El nombre de esa ciudad es casi el mismo que el de Burgos. Parece una premonición.

Don Mauricio elevó la vista hacia los ventanales multicolores. La luz solar del mediodía era tamizada, descompuesta y reflejada por toda la catedral en una verdadera cascada de haces multicolores. El obispo burgalés se imaginaba cantando misa en una catedral así, con el pueblo de Burgos obnubilado por la luz y su palabra, postrado de rodillas ante la magnificencia de la obra en honor del Creador.

Sí, lo haría, construiría una catedral como aquélla aunque tuviera que dedicar a ello todos los años que le restaban de vida. Antes habría que convencer al joven rey don Fernando y a su madre la reina Berenguela para que le concedieran rentas y donaciones suficientes para poder afrontar los gastos. Pero no sería difícil. Castilla era un reino dinámico y en expansión que necesitaba de una catedral que simbolizara el triunfo de la Cristiandad sobre el Islam. Éste era el momento propicio para conseguirlo.

—¿Podríamos visitar a vuestro hermano en Bourges? —le preguntó don Mauricio a Juan de Rouen.

—Mucho más fácil, eminencia, podéis hablar con él aquí mismo. Mi hermano Luis está en Chartres; llegó hace dos días.

»Si me lo permitís, señores, os ofrezco mi humilde casa; es hora de almorzar. Ahí podréis conversar con mi hermano. ¿Aceptáis?

El obispo Mauricio y el abad de Arlanza asintieron. El maestro Juan ordenó a uno de los aprendices que trabajaban en la fachada de la catedral que corriera a su casa a avisar a su esposa para que preparara comida para tres comensales más.

La casa del maestro Juan de Rouen estaba situada en la ladera sur de la colina donde se amontonaba el caserío de Chartres. En la puerta esperaban Isabel, la esposa del maestro, su hijo Enrique y su hermano Luis.

Isabel tenía treinta años; todavía era una mujer hermosa. Su rostro sereno y bello denotaba un aire de nobleza. Sus cabellos rubios comenzaban a lucir algunos destellos plateados, pero su cuello firme y sin arrugas mantenía la tersura de la juventud. Junto a Isabel estaba el pequeño Enrique y tras ellos el maestro Luis de Rouen.

Juan hizo las presentaciones. Isabel se inclinó con gracia ante la presencia del obispo de Burgos, que parecía disfrutar con aquella acogida, saludó al abad de Arlanza y al canónigo De la Tour y los invitó a pasar.

La casa era una de las mejores de la ciudad. En la planta baja había un salón con paredes de piedra tallada, de diez pasos de longitud por ocho de anchura, al que se accedía a través de una delicada arquería triple en la que el arco central de doble centro se cerraba con una puerta de madera labrada y los dos laterales con sendas vidrieras de colores. Una gran mesa de madera ocupaba el centro; en uno de los lados, frente a la arquería, una refinada chimenea permanecía apagada, en tanto en una de las paredes laterales había colgada una tabla con una pintura que representaba a la Virgen con el Niño y en la otra un gran arcón de madera.

Una vez sentados en torno a la mesa, el obispo Mauricio se dirigió a Luis.

—Me ha dicho vuestro hermano Juan que hace poco tiempo que habéis conseguido el grado de maestro de obra; os felicito por ello.

—En efecto, eminencia, lo obtuve en París. Ahora he sido contratado para trabajar en Bourges, en la nueva catedral que allí están levantando.

—¿Vos dirigís la obra?

—No. Soy maestro ayudante, pero me siento capacitado para dirigir la fábrica de una catedral por mi cuenta.

—¿En verdad seríais capaz de construir una nueva catedral vos solo?

—Por supuesto. Tengo plena capacidad para hacerlo. Durante años he trabajado con mi hermano Juan, de quien he aprendido cuanto sé. El tribunal que me examinó alabó mi preparación y mi destreza, y en Bourges me contrataron de inmediato.

—¿Y por qué no habéis continuado aquí en Chartres al lado de vuestro hermano?

—Quiero buscar mi propio camino; además, aquí en Chartres queda poco por hacer. Mi hermano sabe cuánto lo admiro, pero deseo seguir avanzando por mí mismo, no me asustan los retos.

—¿Ninguno?

Luis titubeó un poco antes de contestar.

—Ninguno.

—¿Y si yo os propusiera uno realmente difícil?

—Vos diréis.

—Construir una catedral en la ciudad de Burgos, en Castilla.

Luis miró a su hermano Juan, que se encogió de hombros en un gesto con el que parecía declinar cualquier responsabilidad en el asunto.

—¿Cuándo empezamos? —demandó Luis.

—En cuanto sea posible. El año que viene, tal vez. Antes tengo que casar a un rey y conseguir las rentas necesarias para afrontar el inicio de la obra. Entre tanto, ya podéis ir pensando cómo será nuestra nueva catedral. Y no olvidéis que Burgos es una importantísima etapa en el camino de los peregrinos a Compostela y que habrá que tener en cuenta el constante flujo de peregrinos que pasarán por la catedral.

Isabel y una criada aparecieron en la sala con dos humeantes ollas.

—Eso huele muy bien —dijo don Mauricio.

—Es sopa de cebolla con queso fundido y pan.

Isabel le sirvió un buen plato al obispo, quien, tras bendecir la mesa y rezar una oración, la sorbió con fruición.

En una esquina de la mesa el jovencito Enrique no quitaba ojo de su tío Luis.

«Algún día —pensó—, yo también construiré una catedral.»

Entre tanto, don Mauricio no se cansaba de exclamar tras cada cucharada de sopa:

—Exquisita, señora, realmente exquisita.

Capítulo VI

L
os campos de trigo de las parameras burgalesas lucían espléndidos aquel verano. Si no se desencadenaba alguna tormenta de granizo que arruinara la cosecha antes de la siega, la de esa temporada iba a ser una de las mejores que se recordaban en Castilla, en donde todo parecía ir bien.

El joven rey Fernando mostraba, asesorado por su madre Berenguela, una voluntad y una firmeza extraordinarias, y con su carácter enérgico y decidido pero justo y ecuánime se había granjeado la simpatía de la inmensa mayoría de sus súbditos.

La pequeña Teresa Rendol acababa de cumplir siete años y ya no se separaba un momento de su padre. Todos los días lo acompañaba hasta el convento de Las Huelgas a lomos de su mula, y mientras su padre y los oficiales del taller pintaban el fresco de las bodas de Caná, ella ayudaba a los aprendices en la preparación de las pinturas. De vez en cuando, y si el trabajo lo permitía, Arnal le dejaba utilizar los pinceles, y si la labor no era demasiado delicada, la muchachita se encargaba de pintar algunos fondos, y lo hacía con extraordinaria destreza para su edad.

Por las tardes, cuando regresaban a casa, Arnal le explicaba a su hija cuanto él había aprendido en el taller de Pamiers y cuanto la experiencia le había revelado. Y de vez en cuando, aunque evitando cuestiones comprometidas, le hablaba de su añorada tierra occitana, de las suaves y verdes colinas del Languedoc, del aire fresco y limpio de los Pirineos, del cielo celeste y luminoso y de la brisa cálida del sur que en algunos días de primavera acariciaba la piel como si el viento arrastrara un paño de terciopelo. A veces, Teresa le preguntaba por su madre, y Arnal le contestaba que había sido una mujer hermosa y llena de dulzura, y que aunque ella no la viera, su madre siempre estaba a su lado, protegiéndola desde el cielo.

Teresa no era una niña como las demás. Le gustaba jugar y corretear por las calles de Burgos y subir hasta el castillo persiguiendo a sus compañeras de juegos. Le complacía tumbarse sobre los verdes prados esmaltados de flores rojas, amarillas y violetas y contemplar las nubes algodonosas recortadas sobre el hermoso cielo azul de Castilla. Pero sobre todo le entusiasmaba pintar y descubrir los colores y sus mezclas. Cada vez que su padre le enseñaba a elaborar alguna preparación o a mezclar pigmentos y óxidos para conseguir novedosas texturas o nuevos matices de color, se sentía tan feliz como si hubiera descubierto un maravilloso tesoro.

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