El día que su padre le reveló el secreto para preparar pintura dorada, sus ojos se encendieron de dicha al comprobar que ella misma también era capaz, siguiendo las indicaciones de Arnal, de hacerlo.
Nunca se cansaba de contemplar a su padre y a sus ayudantes trabajando sobre los muros encalados. Se seguía maravillando cada vez que de una pared de piedra gris, fría y descarnada surgía al cabo de un tiempo un maravilloso dibujo que, con la rapidez que requería la pintura al fresco, se llenaba de inmediato de colores, con figuras que parecían adquirir vida propia, con paisajes tan idílicos que semejaban estar copiados del mismísimo Paraíso. Pero sobre todo, sus ojos de niña se entusiasmaban con la luz, aquella luz que surgía de las pinturas y hacía posible diferenciar los colores y las formas.
Una calurosa tarde de julio la pequeña Teresa estaba preparando un cuenco con pintura azul. La abadesa de Las Huelgas urgía al maestro Arnal Rendol a que terminara el gran fresco con la escena de las bodas de Caná antes de que llegara el mal tiempo y, por supuesto, antes de que se celebrara la boda real, prevista para el mes de noviembre.
—Que quede fina y bien disuelta, Teresa, muy bien disuelta —le indicó su padre desde lo alto del andamio.
Teresa estaba sentada sobre una esterilla, con las piernas cruzadas y entre ellas el cuenco de pintura azul, a la que no cesaba de dar vueltas y vueltas con una espátula de madera.
—Ya está, padre —le dijo.
Arnal Rendol le indicó a uno de los aprendices que cogiera el cuenco y lo subiera al andamio. La cal estaba lista para recibir la pintura. El azul iba destinado a una túnica de la Virgen María. La escena representaba el momento del Evangelio de san Juan en el que Jesucristo ordena llenar de agua hasta el borde seis hidrias de piedra, para convertirla de inmediato en vino en presencia de su madre y de sus discípulos.
El color azul era el favorito de Teresa; le recordaba el cielo, ese cielo luminoso y limpio de Castilla, y siempre que su padre le encargaba preparar un cuenco de pintura azul intentaba obtener el mismo tono del cielo de Burgos al mediodía.
—El azul es el color más hermoso porque es el color del cielo —dijo Teresa de repente.
—Así es, hija, así es. Pero también es el color más frío, por eso es el más difícil de combinar. Mira este manto de la Virgen —Arnal comenzó a repartir las primeras pinceladas perfilando el dibujo—, en cuanto esté lleno de color azul, parecerá lejano.
Cuando acabó de perfilarlo entregó el cuenco y el pincel a uno de los oficiales para que siguiera rellenando el manto con aquel color.
—Por el contrario, observa la túnica de Cristo. La he pintado en rojo, y parece que está más cerca. Bueno, con este truco las figuras de la escena adquieren volumen a los ojos del observador, como si fueran esculturas. ¿Lo entiendes, hija?
Teresa asintió con la cabeza.
Arnal Rendol era un gran pintor; muchos lo consideraban el mejor, pues era capaz de dotar a sus figuras de una elegancia que las hacía extraordinariamente delicadas. Otros pintores dibujaban figuras demasiado rígidas, de un estatismo tal que parecían momias petrificadas. En cambio las del maestro Arnal resultaban gráciles, como si estuvieran a punto de comenzar a moverse en cualquier momento.
En alguna ocasión le había confesado a Teresa que para conseguir esa sensación de movimiento el pintor tenía que poner el alma en su pincel, y que además de por la mano, el pincel tenía que ser guiado por el espíritu.
—Es el alma, Teresa, el alma la que debe conducir la mano a la hora de pintar. Si alguna vez llegas a ejecutar tus propias obras, deja que tu alma guíe a tu mano. Siente lo que pintes, y déjate llevar por lo que sientas. Sólo así serás una gran pintora.
—Yo quiero pintar la luz, padre, la luz —le decía la pequeña.
—Eso es lo más difícil, hijita. Dios está hecho de luz y toda luz procede del Creador. Nosotros sólo podemos aproximarnos a su grandeza, pero nunca podremos reflejarla en toda su inmensidad.
El obispo Mauricio y la comitiva que lo acompañaba llegaron al Sacro Imperio a mediados de agosto. El emperador esperaba a los castellanos en uno de sus castillos del Rin, cerca de la ciudad de Colonia. Con él estaba la princesa Beatriz de Suabia, del poderoso linaje de los Hohenstaufen, la joven destinada a casarse con el rey de Castilla.
Cuando el emperador Enrique les presentó a su prima, de la que era tutor y custodio, los embajadores castellanos quedaron sin habla. Beatriz era una joven hermosísima. Tenía dieciocho años, como su futuro esposo, y estaba dotada de un exquisito refinamiento natural. Desde su nacimiento la habían educado para ser la esposa de un rey. De una serena sabiduría, se mostraba extremadamente pudorosa y mantenía siempre costumbres y maneras honestas; su prudencia era alabada como proverbial y se decía que era una mujer dulcísima. Eso rezaba al menos el informe que la reina Berenguela había ordenado elaborar cuando comenzó a negociar el matrimonio de su hijo. El obispo Mauricio, que conocía este texto de boca de la propia Berenguela, ratificó a primera vista que lo de la belleza era cierto, y tras varios días de entrevistas con la joven princesa concluyó que todo cuanto se había dicho de ella se ajustaba a la verdad y que difícilmente se podría encontrar en toda Europa una mujer más adecuada, más virtuosa y más preparada para ser reina de Castilla que Beatriz de Suabia.
Cuando la reina Berenguela le encomendó a don Mauricio la jefatura de la embajada que iba a recoger a la princesa alemana, el obispo burgalés mostró cierto recelo. En los tiempos que corrían, en Occidente las mujeres habían alterado el papel tradicional que la sociedad de señores feudales y de clérigos intransigentes les había asignado. Desde que Leonor de Aquitania rompiera todos los moldes y desde que los trovadores ensalzaran a las damas como verdaderas dueñas de la voluntad de los hombres, la mujer había alcanzado un prestigio como jamás antes hubiera soñado siquiera.
Don Mauricio pidió formalmente y en nombre del rey don Fernando de Castilla la mano de la princesa Beatriz Hohenstaufen. El emperador Federico aceptó la petición y entregó a la princesa a la custodia del obispo castellano. Un escuadrón de caballeros de la guardia imperial escoltaría a la princesa hasta Castilla, sumándose a los soldados que habían venido a buscarla desde Burgos.
Don Mauricio informó al emperador de que regresarían por el Camino Francés, que era el más seguro y el mejor. Eso le permitiría volver a París y desde allí ir a Bourges, pues el maestro Luis de Rouen le había dicho que esa catedral podría ser el modelo de la que pensaba construir en Burgos.
La catedral que se estaba construyendo en Bourges sería realmente grandiosa. La cabecera dibujaba un perfecto semicírculo del que arrancaban cinco naves que se extenderían hasta más allá de cuatrocientos pies. Carecía de crucero y cada uno de los futuros doce tramos tendría las mismas dimensiones. Sólo se alargaría ligeramente el tramo decimotercero, el de la portada principal, destinado a ubicar además las torres. La enorme altura de la nave central destacaba todavía más merced a la gracilidad de las columnas y a la finura de los arcos.
Don Mauricio quedó impresionado al visitar el edificio acompañado por el maestro Luis.
—¿Podríais construir una catedral como ésta en Burgos? —le preguntó.
—Si vos me ofrecéis los recursos necesarios, por supuesto que sí.
—Sólo deseo que introduzcáis una reforma.
—Vos diréis, eminencia.
—El crucero. Esta iglesia no tiene crucero, y un templo cristiano debe plasmar el instrumento en el cual Cristo sufrió la pasión. La planta de la catedral debe ser la de una cruz. La forma de cruz es la mejor manera de diferenciar una iglesia cristiana de una mezquita musulmana o de una sinagoga hebrea.
»Aquí, al norte de los Pirineos, no hay musulmanes, pero en Castilla todavía viven sarracenos en nuestras ciudades, además de los judíos. En Burgos, los musulmanes disponen de dos mezquitas y los judíos de otras dos sinagogas; son edificios pequeños y modestos, aunque cambiando algunos detalles bien pudieran pasar por iglesias, pero un templo cruciforme sólo puede ser un lugar para el culto cristiano. Mi catedral tendrá forma de cruz.
—Como vos digáis, eminencia. Aquí, en Francia, se están construyendo catedrales en forma de cruz, aunque con los brazos poco acusados, como la de Chartres, pero la mayoría de los obispos prefiere una catedral sin crucero; ahorra gastos, permite una construcción más rápida y facilita una visión mucho más diáfana del interior.
—La nueva catedral de Burgos tendrá forma de cruz, y así la construiréis, maestro Luis.
—Como vos digáis, eminencia.
—Ahora debemos continuar nuestro viaje de regreso a Castilla. El rey Fernando estará ansioso esperando a su novia.
—Dicen que es muy hermosa.
—Lo es, pero todavía es más hermosa su alma. Será una gran reina para un gran rey. Y un rey cristianísimo como don Fernando requiere en su reino de una gran catedral. Y vos, maese Luis, vais a tener el privilegio de construirla.
—Puede que surja algún inconveniente —advirtió Luis de Rouen.
—¿A qué os referís?
—A lo que cuesta construir una catedral.
—Burgos es una ciudad floreciente, y además convenceré a nuestro rey para que destine a esa tarea cuantas rentas sean necesarias. Es un monarca muy joven, pero Dios lo ha dotado de un alma generosa y de un espíritu piadoso y cristianísimo.
—No, señor obispo, no me refiero a una posible carencia de recursos, sino a las nuevas teorías de elogio de la pobreza y de la sencillez y humildad de la Iglesia que llegan desde Italia y que se están extendiendo por toda la Cristiandad.
»Hace unos días estuve en París y pude oír a unos frailes que predicaban las virtudes de la pobreza. En principio creí estar en presencia de gentes heréticas, pero me aseguraron que se trataba de una nueva… digamos sensibilidad, no sólo admitida, sino incluso difundida por la propia jerarquía de la Iglesia. Esos frailes a los que me refiero vestían el hábito más humilde y decían ser devotos de un italiano llamado Francisco de Asís, a quien sus seguidores consideran un santo. No cesaban de insistir en que la riqueza es el peor de los males y que es la ambición que ésta despierta entre los hombres la principal causa de la corrupción del mundo.
»Fueron muchos los que, como yo mismo, los consideraron herejes; por eso, para demostrar que lo que decían estaba ratificado por el Papa, tuvieron que enseñar las cartas selladas en las que su santidad les autorizaba a predicar esa doctrina en toda la Cristiandad.
—¿Francisco de Asís…? ¡Claro!, en París estuvimos hospedados en el convento que han fundado sus seguidores.
—Pues pronto tendréis también a sus seguidores presentes en Castilla; se están extendiendo con una gran celeridad.
—Cristo predicó las virtudes de la pobreza, y en el Sermón de la Montaña dijo: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios»; pero también dijo: «¿Quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no echa primero despacio sus cuentas para ver si tiene el caudal necesario con que acabarla?».
—La catedral que vos construiréis en Burgos no será la casa del rico, sino la de Dios. ¿Quién podría negarse a eso?
—Estad preparado, maese Luis, pues espero llamaros muy pronto a Burgos.
—Allí estaré.
—En ese caso… —don Mauricio le tendió la mano.
—Podéis contar conmigo para construir vuestra catedral —aseveró Luis de Rouen, alargando su mano hasta estrechar la del obispo y después besar su anillo.
La comitiva de castellanos y alemanes se dirigió a Burgos por el Camino Francés. Conformaban un grupo imponente. En cabeza siempre figuraba el prior del Hospital, a cuyo lado cabalgaba un soldado que enarbolaba el estandarte de Castilla. Después marchaban los soldados de la guardia real castellana, equipados con uniformes en los que destacaba el emblema del reino, un castillo almenado sobre fondo rojizo. En el centro iba la carroza de la princesa de Suabia y sus damas, un enorme carretón de madera labrada y pintada en azul con ribetes dorados, estrechamente vigilado por seis fornidos caballeros alemanes, y tras él se alineaba una hilera de carros con los bagajes, la impedimenta y el ajuar de la novia, y finalmente el resto de los soldados imperiales.
El otoño los sorprendió cerca de los Pirineos, y a la vista de que el clima empezaba a empeorar, don Mauricio ordenó que se acelerara la marcha para ganar todo el tiempo posible. Al atravesar el paso de Roncesvalles, en el reino de Navarra, algunos soldados alemanes murmuraron entre ellos. Don Mauricio fue alertado por uno de sus hombres, pero el obispo se tranquilizó cuando supo por uno de los germanos que la mayoría de esos soldados procedía del ducado de Sajonia, en el norte del Imperio, y que allí todavía se recordaban las sangrientas campañas militares del emperador Carlomagno, en una de las cuales había cortado la mano derecha a cinco mil varones sajones.
—Maldicen a Carlomagno. Saben que en estas montañas fue derrotada la retaguardia del ejército franco que mandaba el conde Roldan, y, aunque eso sucedió hace siglos, todavía se alegran por ello —le dijo un sargento de la guardia imperial alemana a don Mauricio.
—Carlomagno fue un gran emperador, toda la Cristiandad debe estar agradecida. Lo que hizo con aquellos sajones estuvo bien, pues los sometió a la ley de Cristo. Eran paganos contumaces empeñados a no ceder ante la luz de la verdad del Evangelio. Carlomagno cumplió con su deber de buen cristiano.
—Quizás aquellos sajones no lo entendieron así.
—Los paganos y los herejes están poseídos por el diablo; si no aceptan la verdad de Cristo no queda otra salida que aplicarles un castigo que los redima.
Atravesaron los Pirineos sin contratiempo, pues, aunque en aquellos parajes siempre había algunos bandidos que aprovechaban cualquier circunstancia para asaltar a viajeros descuidados y robarles, nadie que no dispusiera de un poderoso ejército se hubiera atrevido siquiera a acercarse a semejante comitiva, entre la que destacaban más de cuarenta lanzas enarboladas con sus gallardetes.
En cuanto llegaron a Roncesvalles, don Mauricio dispuso que los dos mejores jinetes eligieran los cuatro caballos más rápidos y más resistentes y que salieran de inmediato y a todo galope hacia Burgos para anunciar a la Corte la inminente llegada de la princesa Beatriz.