—Sólo pretendo la gloria del Señor, de vuestra majestad y de Castilla.
—Jamás he entendido vuestros deseos de otra manera, don Mauricio —ironizó don Fernando.
—Y yo nunca he imaginado siquiera que pensarais lo contrario, majestad —replicó el obispo.
—Dentro de tres días partiré hacia Valladolid; un rey que se precie debe asegurar la lealtad de sus súbditos con su presencia en todos los rincones de su reino. Pero antes dictaré a mi canciller varias donaciones que os faciliten las rentas para la construcción de esa catedral que tanto anheláis.
—¿Eso quiere decir que ya podemos comenzar las gestiones para edificarla?
—Sí, exactamente eso es lo que significa. Mañana mismo firmaré la autorización para iniciar la nueva obra. Es lo menos que puedo hacer por vos en agradecimiento a que trajerais hasta mí a mi esposa.
Don Mauricio tuvo que contenerse para no dar saltos de alegría en presencia de toda la Corte. Esa noche apenas pudo dormir imaginando cómo sería el nuevo templo y cuánta gente podría admirar en esa obra la grandeza de Dios.
Antes de partir de Burgos, el rey Fernando asistió a una misa solemne en la catedral; durante el sermón, el obispo Mauricio anunció orgulloso que, gracias a la magnanimidad del rey de Castilla, Burgos tendría una nueva catedral, y que él procuraría que fuera la más hermosa de toda la Cristiandad.
Después de la misa, don Mauricio se retiró a orar en la capilla de Santo Tomás Becket, el arzobispo de Canterbury que medio siglo antes fuera asesinado en su propia catedral por instigación, según se rumoreaba, del rey Enrique II de Inglaterra. Pidió al Altísimo que hiciera posible su sueño de un nuevo templo y pidió perdón si en algún momento la soberbia había ocupado su corazón.
Dos canónigos, seis soldados contratados como escoltas y otra media docena de criados salieron por el Camino Francés con destino a Bourges. Eran portadores de una carta del obispo Mauricio, a la que se adjuntaba una certificación notarial de un privilegio del rey Fernando de Castilla, en la que se solicitaba la presencia en Burgos del maestro Luis de Rouen para llevar a cabo la obra de la nueva catedral de la ciudad.
Cuando llegaron a Bourges, la cabecera de la gran catedral allí en construcción ya estaba prácticamente terminada. Comenzada veinticinco años antes, hacía no menos de seis que se utilizaba como lugar de culto.
Los embajadores del cabildo burgalés quedaron muy impresionados por la magnitud de semejante obra, y algunos incluso dudaron de que fuera posible construir una iglesia de tamaña envergadura en su ciudad. Pudieron contemplar que el taller estaba en plena actividad; más de cincuenta personas trabajaban diariamente en su fábrica.
Luis recibió la visita de los dos canónigos. El maestro estaba revisando con uno de sus oficiales la verticalidad de dos pilares recién asentados. En cuanto vio acercarse a los canónigos castellanos caminando con paso decidido y firme entre las obras, comprendió que había llegado el momento de partir hacia Burgos.
Don Mauricio estaba tan ansioso que no quería esperar ni un solo momento. El maestro Luis de Rouen había llegado a Burgos a fines de junio y el obispo le había encargado que se pusiera de inmediato a trabajar en los planos de la nueva catedral. Las condiciones que Luis había demandado eran considerables, pero don Mauricio las había aceptado todas sin discutir. Una casa, dos criados, algunos muebles y ropas nuevas fueron entregados a Luis, además de una renta anual de seiscientos maravedís.
Luis de Rouen se instaló en su nueva casa de la calle Tenebregosa, apenas a cien pasos de la catedral. Esa calle era una de las más importantes de la ciudad y a lo largo de ella se disponían las tiendas de los mercaderes más ricos, la mayoría de ellos de origen francés. La casa tenía unos sólidos muros de mampostería enlucidos con cal. Lo más acogedor era una amplia estancia en el piso alto, con una enorme chimenea que vendría muy bien en los largos y fríos inviernos burgaleses.
Don Mauricio convocó a Luis a una primera reunión para tratar de definir cómo sería la nueva catedral. El propio obispo, tres canónigos y el maestro Arnal Rendol aguardaban al maestro de Rouen en una de las salas bajas del palacio episcopal. Luis no hablaba castellano, pero don Mauricio conocía bien el idioma francés porque lo había aprendido durante la época en la que estuvo estudiando en París, y Arnal, aunque su lengua materna era el occitano, también conocía el francés del norte. Así, la conversación discurrió en francés.
—El modelo de la catedral nueva de Burgos será el de la de Bourges, aunque con notables modificaciones. He pensado trazar una cabecera semicircular, con cinco capillas de absidiolos ultrasemicirculares destacados en planta, de modo que serán necesarios cuatro pilares para sostener las bóvedas de la girola. A partir de ahí arrancarán las tres naves, con tres tramos antes de llegar al crucero.
—La catedral de Bourges tiene cinco naves —intervino uno de los canónigos que había ido a Bourges a buscar a Luis.
—Será suficiente con tres —aseveró don Mauricio—. Las catedrales de cinco naves deberían de quedar reservadas para las sedes metropolitanas.
—Bien —continuó Luis—, vuestras mercedes desean que esta catedral tenga un gran crucero; pues para ello debemos actuar sobre el entorno de la actual catedral, y modificar plazas y calles de manera considerable.
—Eso no representa ningún problema —asentó don Mauricio—. Vos, don Luis, plantead cuanto necesitéis para construir el templo.
—El crucero será de una sola nave. Existen algunas catedrales que lo tienen de tres, pero eso le resta luminosidad. La luz que entre por los ventanales de los brazos del crucero debe ser la más nítida de toda la catedral, sobre todo la del rosetón de la puerta sur, el foco más importante de cuantos iluminan el templo.
—¿Habéis pensado en las pinturas? —preguntó Arnal.
Luis se quedó mirando al pintor cátaro, pero sin decir una sola palabra.
Enseguida intervino don Mauricio.
—Perdonad que no os haya presentado. Éste es don Arnal Rendol, nuestro maestro pintor. Acaba de terminar unos imponentes frescos en el monasterio de Las Huelgas.
Arnal saludó con una ligera inclinación de cabeza a Luis, quien le correspondió con el mismo gesto.
—En esta nueva catedral no habrá espacio para pinturas murales. La pintura se aplicará sobre las esculturas de las portadas y como decoración para perfilar algunas zonas del interior; no habrá frescos.
—Ningún cristiano de Castilla entenderá que se edifique una iglesia en la que no existan pinturas con escenas de la Historia Sagrada —replicó Arnal.
—Este es un arte nuevo, el arte de la luz. Las paredes de piedra son un estorbo para la luz, por eso intentamos que su superficie sea lo más reducida posible. En vez de pinturas sobre paredes macizas y oscuras, habrá grandes ventanales con vidrieras de colores que tamizarán la luz del sol al penetrar en el interior y la convertirán en la luz mística de Cristo.
Arnal miró a don Mauricio con cierto resquemor.
—Bueno, bueno, siempre hay lugar para la pintura, maestro Arnal, siempre. Ya ha dicho don Luis que será preciso pintar las esculturas de las portadas, perfilar el interior…
—Un pintor necesita grandes muros para reproducir escenas; y si esos muros no existen…
—Podréis dibujar los motivos de las vidrieras —dijo Luis.
—Yo nunca he trabajado con vidrio; desconozco esas técnicas —replicó Arnal.
—Os las puedo enseñar… Aquí apenas hay vidrieros, y necesitaremos mucho vidrio para cubrir todos los vanos del templo.
—No. Yo soy un pintor. Mi padre me enseñó que la pintura es la mejor y más noble de las artes, el mejor método para plasmar en los muros la grandeza de la Creación. Los pintores creamos figuras, paisajes, mezclamos los colores, somos capaces de dar vida a lo inanimado.
—Ahora lo más importante en un templo es la luz y la proporción —insistió Luis.
—Lo siento, don Mauricio, pero no puedo dedicarme a cubrir de pintura las estatuas que otros han labrado. Eso es cosa de aprendices y yo soy un maestro.
—La pintura no ha de hacerse necesariamente sobre un muro —dijo Luis.
—No os entiendo.
—Me refiero a que podéis pintar lo mismo pero sobre tabla, como ya se hace en Francia y en Italia.
—Ya lo he hecho. En mi tierra natal es costumbre pintar el frente de los altares con imágenes de Cristo.
—Un pintor tiene la oportunidad de que su obra pueda ser trasladada de un lugar a otro, pero un arquitecto no dispone de ese privilegio. Vuestros frescos desaparecerán cuando se derrumbe el muro sobre el que están pintados, pero si vuestras pinturas están hechas sobre tabla, podrán ser transportadas de un sitio a otro, y serán eternas. Pensadlo bien —dijo Luis.
—Las tablas arden y la pintura se deteriora; nada es eterno.
—Lo es la luz —asentó Luis.
—Ni siquiera la luz. ¿No recordáis el Génesis?: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra. Pero la tierra era informe y vacía, y las tinieblas cubrían la superficie del abismo, y el Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas…» —recitó Arnal.
—«Dios dijo: Haya luz. Y hubo luz. Y vio Dios que la luz era buena, y separó la luz de las tinieblas» —continuó Luis con los primeros versículos de la Biblia.
—Pues ya lo sabéis, don Luis, la oscuridad y las tinieblas eran lo eterno. Fue Dios quien creó la luz. Dios dibujó el mundo, como un pintor dibuja un gran fresco. Creó las distintas formas de las cosas del mundo, las imágenes, los colores… Dios fue el primer pintor del universo.
—Os equivocáis; Dios fue el arquitecto del universo. Y creó el sol para separar la luz de las tinieblas. Eso es lo que hace un arquitecto: separar la luz de la oscuridad, ordenar la proporción según el número divino y hacer que esa luz inunde la casa de Dios.
—También creó la Luna y las estrellas, para que existieran diversos matices de luz, y para que la oscuridad de la noche no fuera absoluta.
—Esta discusión es inútil, don Arnal. El nuevo arte de la luz se está imponiendo en toda la Cristiandad, y vos deberíais aceptarlo. Sé que sois un gran maestro, y por eso podréis seguir trabajando en la nueva catedral. Necesitaré mucha ayuda y para ello cuento con vos.
—Eso es razonable —intervino don Mauricio.
—No, no puedo traicionar aquello en lo que siempre he creído. La luz está en la pintura, en saber combinar los colores, en la destreza necesaria para dotar a una escena de luminosidad propia. Así me lo enseñó mi padre, y así deseo seguir. Señor obispo, señores canónigos, don Luis… —Arnal les saludó con la cabeza, dio media vuelta y salió de allí con paso resuelto.
—Ese hombre es un gran artista —dijo don Mauricio.
—Vos queréis un templo de luz; en él, señor obispo, no hay sitio para una gran pintura mural, lo siento —apostilló Luis.
Don Mauricio miró a los canónigos y asintió ante lo que decía el arquitecto.
—Nos vamos al reino de León; aquí nada tenemos que hacer —dijo Arnal Rendol a su hija Teresa y a su criada, en cuanto regresó a casa tras su agitada entrevista en el palacio episcopal.
A sus nueve años, Teresa podía comprender algunas de las cosas que pasaban a su alrededor. En cuanto vio el rostro de su padre entendió que algo grave había sucedido y que aquella ciudad se había vuelto de repente hostil.
—Recoge nuestras cosas más imprescindibles en los dos arcones de madera de mi alcoba y vende el resto. En cuanto eso esté solucionado, nos marcharemos al reino de León; tal vez allí acojan a un pintor con experiencia —le dijo a la criada.
Arnal explicó a su hija y a su criada, que era a la vez su concubina, lo que le había pasado con don Mauricio y con Luis, y que, por dignidad del rango en su oficio, no podía pasar el resto de su vida pintando las esculturas de otros en los colores que esos otros le indicaran.
La criada se llamaba Coloma y tenía veinticinco años. Había entrado al servicio del maestro Arnal al poco tiempo de morir su esposa. Era una joven soltera que había quedado embarazada y que había dado a luz a un niño muerto. Las monjas de Las Huelgas se la presentaron al maestro Rendol, pues éste les había pedido que le proporcionaran alguna mujer que tuviera abundante leche para amamantar a su hijita. Coloma había sido recogida en el convento, pues sus padres, avergonzados por el embarazo de su hija, la habían echado de casa. Era una joven robusta, hermosa y con abundante leche, y fueron sus pechos los que criaron a Teresa en sus primeros tres años. Pasado algún tiempo, Arnal, que solía visitar el burdel del Puente de vez en cuando, le propuso a Coloma que, además de en condición de criada, cohabitara con él como esposa, pero sin llegar a contraer matrimonio. La joven aceptó su papel de barragana y desde entonces Arnal y Coloma contemplaron todos los amaneceres juntos.
—Iremos a Toro, a Zamora y a Salamanca. Allí han construido templos con enormes muros de amplias superficies que alguien tendrá que pintar.
—¿Y los oficiales y aprendices del taller? —preguntó Teresa.
—Hasta que no consiga un contrato en el reino de León no puedo hacerme cargo de ellos. Les dejaré algo de dinero y recomendaré a don Mauricio que los contrate para que trabajen en la nueva catedral. Si lo desean, no les faltará trabajo, aunque tengan que limitarse a pintar las esculturas que otros han tallado. Cuando consiga un buen encargo, los llamaré y podrán venir a trabajar conmigo de nuevo los que así lo deseen.
»Sentiré vender esta casa. En ella nos instalamos tu madre y yo cuando vinimos de Languedoc, y aquí naciste tú, Teresa. Y aunque sólo la compartimos tres años, fueron los más felices de nuestras vidas. Pero el tiempo es mudable, hija mía, y Dios suele ponernos a prueba disponiendo de nuestras vidas de manera que a veces no entendemos.
Teresa se acercó a su padre y lo tomó de la mano.
—Yo quiero pintar como tú.
—Que nos vayamos de Burgos no cambia todas las cosas. Te seguiré enseñando a pintar, lograré que seas una gran artista. Otras muchas mujeres lo han sido; nadie mejor que ellas ha sabido captar la luz y la belleza de la creación. Al fin y al cabo, la mujer es la que «da a luz» a los recién nacidos, la que trae a los seres humanos a la luz del mundo. Sí, Teresa, serás una gran pintora.
La pequeña contempló a su padre ensimismada. Lo admiraba hasta tal punto que en su cabecita de niña sólo aspiraba a pintar algún día como él.