No obstante, la ceremonia nupcial tuvo que celebrarse en la catedral vieja, que se mantenía en pie aunque cada vez más amenazada por el avance hacia el oeste de la cabecera del nuevo templo.
Aquel año de 1224 acababa la tregua que se había acordado diez años atrás entre castellanos y almohades. Don Fernando había aguardado pacientemente a que se agotara el plazo, pues quería transmitir la idea de que su legitimidad estaba fuera de duda y que por tanto mantenía los acuerdos firmados por su abuelo don Alfonso VIII como si los hubiera pactado él mismo.
En el mes de julio el rey de Castilla celebró curia en la villa de Carrión. Don Mauricio acudió a la cita no sin antes confesar a Luis de Rouen que tenía dudas sobre el futuro de las obras de su catedral, pues temía que en aquella curia se declarara la guerra a los almohades y el rey decidiera emplear todas las rentas del reino en la campaña militar que se avecinaba.
Previamente a la curia, los agentes que don Fernando había infiltrado en las principales ciudades de al-Andalus comenzaron a agitarlas contra los almohades. En muchas de ellas brotó la rebelión y sus dirigentes musulmanes se alzaron contra el califa almohade. Las aristocracias de Córdoba, Sevilla, Granada y Murcia encabezaron las revueltas.
Con los musulmanes disgregados y en plena guerra civil, muerto el gran califa almohade Yusuf, la curia reunida en Carrión decidió iniciar la guerra. Don Mauricio y don Rodrigo, que también veía peligrar la continuidad de las obras de su recién iniciada catedral en Toledo, pusieron algunos reparos, pero toda la nobleza del reino insistió en que era necesaria la guerra, apelando a la obligación de todo buen cristiano de imponer el triunfo del cristianismo sobre los infieles.
Don Mauricio sintió que un escalofrío le recorría la columna vertebral cuando el rey, aprobado el inicio de la guerra, proclamó que dedicaría a ella cuantos recursos fueran necesarios para llevarla a buen término y acabar con el dominio del Islam en la Península.
Cuando, finalizada la curia, regresó a Burgos, se mostró muy inquieto.
—Don Fernando ha declarado que no escatimará esfuerzos en esta guerra. Eso significa que, en caso de que las necesite, dedicará las rentas de la iglesia de Burgos a pagar guerreros y armaduras en vez de continuar con la construcción de esta catedral —comentó un desanimado don Mauricio a Luis en una visita a la obra.
—Tal vez no sea necesario —intentó consolarlo Luis.
—Ojalá, pero me temo que el rey va en serio. Es un soberano muy orgulloso y plenamente consciente de lo que dice. Está absolutamente empapado del espíritu de la Cruzada y se ha empeñado en conquistar todo al-Andalus; lo conozco bien, y creo que no cederá hasta que lo consiga. Va a convocar la hueste para el mes de septiembre en Toledo, y antes de que acabe el año lanzará el primer ataque contra los musulmanes. Si los sarracenos se resisten, la guerra durará muchos años, y en ese caso, tal vez… No quiero ni pensarlo.
—¿Tendremos que suspender las obras? ¿Os referís a eso, eminencia?
—Sí, claro que sí, pero mientras podamos continuar, lo haremos. ¿Y bien, cómo va el trabajo?
Luis le explicó que había iniciado el alzado de la cabecera siguiendo el modelo de Bourges, pero que la altura iba a ser menor al tener los tramos una anchura inferior.
—Los tramos de Burgos tienen dieciocho pies y medio, en tanto los de Bourges alcanzan los veintidós y medio. Pero he previsto que este alzado, al ser menor la altura y la distancia entre los pilares, sea mejor que el de Bourges, y así se compense la diferencia de tamaño.
—¿Y cómo lograréis eso…, si vuestra respuesta no supone romper uno de vuestros secretos? —preguntó don Mauricio.
—Los pilares de Bourges son demasiado complejos y eso ha planteado algunos inconvenientes. Estos de Burgos los he trazado de modo más simple, así que ganarán en esbeltez y gracilidad; por eso, aunque sean más bajos, parecerán más estilizados incluso.
Un canónigo llegó corriendo para anunciarle a don Mauricio que acababa de recibirse una bula del papa Honorio III por la cual el pontífice concedía catorce días de indulgencia a quienes contribuyeran con sus donativos a la obra de la catedral.
—¡Sólo catorce días! —exclamó Luis.
—Suficientes. Si concediéramos un año, o dos, sólo pagarían una vez, pero si quieren disfrutar de muchos meses de indulgencias tendrán que hacerlo varias veces —dijo don Mauricio.
Luis frunció el ceño.
—Dinero por el perdón de los pecados… —susurró el arquitecto.
—No, dinero para construir la casa de Dios. Miradlo de esta manera, don Luis, y comprenderéis mejor los designios del Señor.
Luis acudió puntual. Estaba citado para presentar los bocetos de la traza y de las esculturas de la portada sur del crucero tras la oración de la mañana. Luis de Rouen había planteado un programa muy atrevido en el que la Virgen adquiría un protagonismo casi absoluto, pero los canónigos de Burgos habían insistido en que las esculturas de las portadas tenían que seguir los viejos cánones, y que los apóstoles, los reyes y el Juicio Final debían estar presentes en esas portadas. Luis saludó con una reverencia a los miembros del cabildo, que presidía el obispo don Mauricio en la sala capitular del viejo claustro catedralicio, y ordenó a su ayudante que desplegara el pliego de papel en el que estaba dibujado el boceto de la portada sur. Era la primera vez que Luis utilizaba este nuevo material para hacer sus dibujos. El primer papel había llegado a Burgos ese mismo año; lo había traído un mercader musulmán valenciano y enseguida Luis se había dado cuenta de su enorme utilidad para dibujar sobre él. Mucho más barato que el pergamino, el papel podía ser doblado en varios pliegues y la homogeneidad de su textura lo convertía en un material muy versátil.
—Como han indicado vuestras mercedes, en el tímpano irá una escultura sedente de Cristo coronado en majestad y rodeado por los cuatro evangelistas a modo de escribientes sentados en sus pupitres al lado de sus cuatro símbolos: el águila de san Juan, el león de san Marcos, el toro alado de san Lucas y el ángel de san Mateo. Bajo la escena principal y a modo de dintel, se dispondrán los doce apóstoles, todos ellos sentados de frente, con san Pedro y san Pablo en el centro. Para ello me he basado en una de las portadas de la catedral de Amiens. En el parteluz de la puerta voy a colocar una escultura de vuestra eminencia.
Don Mauricio abrió los ojos exagerando una presunta sorpresa.
—Es un honor que no merezco —dijo el obispo.
—Por supuesto que sí —intervino uno de los canónigos—. Es un regalo de este cabildo. Vuestra eminencia reverendísima es el principal artífice de este nuevo templo; sin vos, la nueva catedral de Burgos jamás se hubiera construido. Todos nosotros apoyamos que vuestra figura en piedra quede plasmada para siempre en la portada sur.
El resto de los canónigos asintieron, aunque algunos de no muy buena gana.
—Yo no soy digno de semejante honor —insistió el obispo, aunque dejando entrever que en verdad estaba encantado con la propuesta.
—Nada mejor que vuestra imagen para ocupar ese lugar; insistimos en que el parteluz de la puerta sur sea una escultura que os represente.
—Bueno, si tanto insistís…
—Por supuesto, eminencia, es un derecho que habéis merecido sobradamente.
—En cuanto a las arquivoltas —continuó Luis—, serán tres, con figuras de ángeles músicos tocando todo tipo de instrumentos, alabando la gloria del Señor y…
—Bien, bien, esos detalles son ya cosa vuestra, maestro Luis. Lo esencial de la portada sur ya está visto y aprobado; podéis comenzar las esculturas enseguida.
—Antes necesito un buen equipo de escultores. Aquí, en Castilla, los hay excelentes, pero utilizan las viejas técnicas, que hacen que las esculturas parezcan rígidas. La nueva catedral requiere de tallistas que sepan plasmar la nueva imagen que requiere este nuevo estilo de la luz, que infiere a cada figura una señal de identidad propia.
—¿Necesitaréis tallistas franceses? ¿Os referís a eso?
—Bueno, ya he dicho que los castellanos son muy buenos en su trabajo, y además su imaginación es desbordante, pero aquí son necesarias nuevas imágenes. Si me lo permitís, eminencia, mandaría llamar a maestros franceses. Hay al menos media docena de tallistas en Bourges y en Amiens que…
—De acuerdo. Id por ellos y regresad enseguida.
—No es necesario, de momento, tal vez dentro de un par de años.
—¿Y entre tanto?
—Me gustaría emplear a algunos tallistas musulmanes —dijo Luis.
—¿¡En la catedral!? —se sorprendió don Mauricio.
—No podemos consentir que los sarracenos modelen la figura de Cristo o las de los santos de la Iglesia, de ninguna manera —intervino un canónigo.
—Los musulmanes no esculpirían una sola figura; su religión les impide representar el cuerpo humano, pero sí podrían trabajar en la decoración floral y geométrica de cenefas y capiteles. ¿Es eso malo? Son artesanos extraordinarios y no hay nadie como ellos para ese tipo de trabajo. En las últimas semanas he visitado algunos talleres de la morería y he quedado gratamente sorprendido por el nivel de perfección de sus trabajos con motivos geométricos y vegetales. Además, ganaríamos tiempo y ahorraríamos dinero.
—Bien, si no ponen su mano en las esculturas del Señor y de sus santos, yo no tengo ninguna objeción. ¿Y sus señorías? —preguntó el obispo a los canónigos.
Los canónigos se miraron entre ellos y consintieron. Casi todos habían encargado en alguna ocasión ciertas labores artesanales a los musulmanes que trabajaban en los talleres de la morería de Burgos.
—En ese caso, contrataré a tallistas de la morería para los elementos decorativos —asentó Luis.
—Antes de terminar esta reunión quiero anunciar algo importante —dijo don Mauricio—. Su majestad el rey don Fernando ha regresado victorioso y con un cuantioso botín de su incursión por tierras de Jaén.
Los canónigos aplaudieron y se felicitaron.
—Eso es estupendo.
—Mejor todavía, ya se encuentra en Toledo sano y salvo y nos ha prometido una importante donación para las obras de la catedral.
—Un gran monarca, digno de la santidad —proclamó un canónigo.
Mientras se retiraban de la sala capitular, el obispo se acercó hasta Luis.
—Maestro —le susurró al oído—, disponed de cuanto necesitéis para la obra. Nuestra diócesis y nuestro reino, y ello gracias a Dios y a nuestro rey, disfrutan de una prosperidad como jamás antes se había conocido. Y si la guerra contra los sarracenos continúa como hasta ahora, lejos de retraer rentas, nos proporcionará nuevos ingresos. Haced cuanto podáis antes de que lleguen tiempos peores, que de seguro aparecerán.
Siguiendo las indicaciones de don Mauricio, Luis contrató a algunos canteros, albañiles y carpinteros, además de a peones no especializados para los trabajos de acarreo de materiales y transporte. En las canteras se trabajaba a un ritmo excelente y cada día llegaban al pie de los muros, que ya comenzaban a elevarse hasta el arranque de las bóvedas, un par de carretas llenas de piedras desbastadas que los canteros especialistas se encargaban de retocar y afinar hasta convertirlas en sillares perfectamente escuadrados. Los mejores bloques, que el maestro de cantería seleccionaba personalmente, se destinaban a las esculturas y a los elementos decorativos.
A comienzos de 1225 la cabecera de la nueva catedral ya había tomado forma y sus cinco capillas semicirculares habían quedado cubiertas con sus correspondientes bóvedas y tejados.
Espoleado por el éxito de su primera campaña en el otoño de 1224, el joven rey don Fernando, animado por sus principales consejeros, se lanzó a la conquista del sur musulmán con todas sus fuerzas. Mientras Luis de Rouen y don Mauricio seguían paso a paso la construcción de la catedral de Burgos, don Fernando combatía a los musulmanes, logrando un éxito tras otro. Su fervor religioso era tal que algunos de sus caballeros decían que era el mismísimo don Rodrigo Díaz de Vivar, el famoso Cid Campeador, revivido y encarnado en el cuerpo del hijo de doña Berenguela. Otros comparaban su valor con el de su abuelo Alfonso VIII, el vencedor de las Navas, y todos aseguraban que no había rey más cristiano ni monarca más justo en sus prácticas de gobierno.
Los cronistas escribían elogiosas loas sobre su figura y los poetas destacaban sus valores caballerescos y sus virtudes épicas. Convencido de que era el monarca elegido por Dios para reintegrar toda la vieja Hispania de los romanos a la obediencia de Cristo, irrumpió con su ejército como un ciclón en el valle del Guadalquivir, y entre 1225 y 1227 conquistó Andújar, Baeza y su región. Jaén, defendida por el noble castellano Alvar Pérez de Castro, enemigo de Fernando III y mercenario al servicio de los musulmanes, resistió el asedio del rey de Castilla, pero la conquista de Jaén, y después las de Córdoba, Sevilla y Granada, parecía sólo cuestión de tiempo, de muy poco tiempo.
Entre tanto, el rey Alfonso de León tomó al fin Cáceres, cuyos muros se le resistían con tesón. Padre e hijo, reyes de León y de Castilla, competían ahora por quién lograba ganar más territorios a los musulmanes del sur, y todo ello mientras el imperio almohade se desmoronaba tan deprisa como había surgido.
En 1226 el rey Fernando III y el arzobispo don Rodrigo Ximénez de Rada colocaron la primera piedra de la catedral de Toledo. Hacía cuatro años que se habían iniciado los trabajos de cimentación y las paredes de la cabecera ya habían alcanzado una buena altura, pero el arzobispo no quiso dejar pasar la ocasión de que el rey hiciera lo mismo que había hecho en Burgos pocos años antes.
Don Rodrigo había contratado como arquitecto de las obras de la nueva catedral de Toledo al maestro Martín, que acababa de llegar de Francia recomendado por Luis de Rouen; ambos habían recibido el grado de maestro en el mismo examen y eran compañeros desde que estudiaran juntos en la Universidad de París. Antes de viajar a Toledo, el maestro Martín había pasado unos meses en Burgos, donde se había casado con María Gómez, una joven castellana hija de un rico comerciante en lanas.
Fue a comienzos de 1228 cuando Luis de Rouen pidió permiso a don Mauricio para viajar al fin a Francia.
Blanca de Castilla, nieta de Leonor de Aquitania, hija de Alfonso VIII de Castilla y tía de Fernando III, se había casado con Luis VIII de Francia, que murió en el cuarto año de su reinado. Como el hijo y heredero de ambos, Luis IX, era todavía un niño, la infanta castellana, que había sido madre recién cumplidos los doce años, se convirtió en regente de Francia. Luis aludió a esa circunstancia para destacar que ahora las relaciones entre Francia y Castilla serían extraordinarias y que había que aprovechar esa situación.