Varias decenas de personas se estaban acomodando para dormir en la tribuna alta del templo que recorría la parte superior de las dos naves laterales. La catedral estaba en semipenumbra, apenas iluminada por unas cuantas lámparas de aceite que alumbraban con luz trémula el templo.
—¿Has cenado?
—No; bueno, he comido un poco de pan, queso y tocino…
—¿Y has evacuado? La puerta de la catedral se cierra enseguida y nadie puede entrar ni salir hasta el amanecer. Si tienes ganas de mear, procura no molestar a nadie y utiliza tu bacinilla.
—No tengo —dijo Enrique.
—Vaya, no tienes de nada. Bien, yo te daré una, por otras dos monedas, claro. ¡Ah, y no te preocupes por lo que veas u oigas esta noche! Limítate a dormir, despreocúpate de cuanto pase a tu alrededor y guarda bien tu bolsa; todos los peregrinos que duermen en la tribuna parecen gentes de fiar, pero nunca se sabe…
El lego regresó con una bacinilla de barro; con las dos monedas se hubieran podido comprar diez como aquélla en cualquier alfarero.
Apenas se había acomodado sobre el saco de heno cuando Enrique oyó cómo se corrían los cerrojos de las puertas de la catedral de Santiago.
El joven se cubrió con la manta e intentó conciliar el sueño. A su alrededor, tumbados sobre similares sacos de heno, dormitaban decenas de peregrinos. El rancio olor a aceite quemado de las lámparas pronto se perdió entre el hedor a sudor, orines y excrementos. Los ronquidos y las ventosidades se confundían con los jadeos amorosos de algunas parejas que aprovechaban los rincones más oscuros para fornicar. Apenas a cinco o seis pasos de su saco, Enrique observó en la penumbra el rostro de una muchacha joven que se contoneaba bajo las embestidas de un gordinflón que resoplaba como un ciervo en celo mientras entornaba los ojos y movía su trasero como si le estuvieran golpeando las nalgas con una correa. Tras un buen rato, el sueño fue venciendo a los peregrinos y todos cayeron rendidos ante el silencio sólo roto por los ronquidos y las flatulencias.
Un penetrante y continuo toque de campanas despertó a Enrique y al resto de los peregrinos.
—Vamos, arriba, arriba, enseguida va a comenzar la primera de las misas y el señor deán quiere que todo esto esté recogido —anunció un sacristán.
—Marca tu saco —le dijo un hombre bien vestido y con el pelo completamente blanco a Enrique—. Puedes dejarlo allí.
El hombre señaló una puerta al final de la tribuna. Enrique caminó hasta ella, desde la que se accedía a una especie de almacén en el que se guardaban sacos de dormir, mantas y bacinillas.
—¿Y la bacinilla? —preguntó el joven oficial.
—Guárdala en tu bolsa.
—Tiene orines.
—Pues vacíalos, idiota.
—¿Dónde?
—Ahí mismo.
Junto a una de las paredes había una canalización de piedra labrada que desembocaba en un orificio que desaparecía tras la pared.
Enrique buscó con su mirada a la joven que la noche anterior había sido montada por el gordinflón, y al fin la vio salir de la tribuna ajustándose un vestido de estameña marrón.
El hombre canoso observó a Enrique.
—¿Te gusta, eh? Es la mejor puta de Compostela. Por seis monedas de vellón puedes montarla. Duerme casi todas las noches aquí. Si te apetece la encontrarás a media tarde en la taberna del Duende, ahí mismo, en la plazuela de la portada este. Si te gustan las mujeres fogosas te la recomiendo; es de las pocas putas que he visto disfrutar con su trabajo. Hace dos noches me la ventilé tres veces seguidas. La muy zorra… Tenías que haber visto cómo gozaba. Tú eres joven, y a lo que veo bien parecido y sano, tal vez te haga un buen descuento. Esa ramera está acostumbrada a que la monten gordos comerciantes sebosos y viejos desdentados pero con una bolsa bien repleta en su cinturón. Podría ser la puta de un rey, la concubina de un obispo o la barragana de un rico canónigo, pero su lascivia no conoce límites y prefiere cambiar de hombre cada noche. Créeme, merece la pena que te gastes unas monedas en esa mujer. No hay una igual de aquí a Sevilla.
»Por cierto, ¿y tú, de dónde vienes? Por tu acento pareces francés, tal vez del norte. Pero bueno, eso no es nada raro, la mayoría de los peregrinos que vienen a Compostela proceden de Francia.
—Soy natural de Chartres y estoy estudiando para obtener el grado de maestro de obra. He viajado hasta Compostela para hacer el camino de la peregrinación, pero también para ver iglesias y catedrales, sobre todo el Pórtico de la Gloria.
—Vaya. Yo soy mercader de sedas. Mi nombre es Giacomo, Giacomo Marco, y soy genovés. Pero hace mucho tiempo que vivo en Málaga, donde poseo un par de tiendas en la alcaicería de la ciudad. ¿Sabes?, los musulmanes malagueños se vuelven locos por la seda, y yo les vendo paños de seda para que se hagan túnicas, capas, pañuelos e incluso alfombras. Con una buena túnica de seda hasta el más rudo de los labradores puede parecer un sultán.
—¿Y qué hacéis en Compostela?
—La peregrinación, claro, ¿qué otra cosa se puede hacer aquí? Aunque vivo entre sarracenos, soy cristiano y quiero que mi alma quede en paz con Dios antes de mi muerte. Y además, tengo algunos negocios que cerrar. He traído conmigo a tres ayudantes que han dormido en un establo, junto a las mulas y a varios fardos con piezas de seda. Estoy esperando a que el señor obispo me reciba para enseñarle mi mercancía. Seguro que querrá esas piezas para que le hagan alguna casulla.
—Parecéis un hombre rico, ¿por qué habéis dormido en la catedral?
—Pues porque hace seis días que llegué a esta ciudad y todavía no he encontrado ninguna posada decente en la que albergarme. Resulta que el emperador Federico II ha entrado en Jerusalén y ha tomado posesión de la Ciudad Santa; se ha coronado rey en la iglesia del Santo Sepulcro y lo ha hecho sin librar una sola batalla, tras llegar a un acuerdo con el sultán de Egipto. Creo que por ello el papa Gregorio lo excomulgará, si es que no lo ha hecho ya. Los musulmanes han pactado la entrega de la Ciudad Santa, pero me temo que esto no quedará así y que no tardarán en intentar recuperarla. El rumor de que se prepara una inminente cruzada para ir a defender Jerusalén, y que no vuelva a ser conquistada por un nuevo Saladino, ha provocado hacia Compostela una verdadera avalancha de gentes que ha llenado todas las posadas, albergues y hospitales. Centenares de caballeros, nobles, príncipes y soldados de fortuna han llegado hasta aquí en busca del jubileo. Esos idiotas están convencidos de que haciendo la peregrinación irán directamente al cielo si mueren en la guerra contra los musulmanes.
»Tal vez sea así, pero semejante fervor religioso me ha dejado sin una cama en condiciones.
»¿Y tú, has viajado solo desde Francia?
—No, no. He pasado varios meses en Burgos. Mi nombre es Enrique de Rouen; mi tío es Luis de Rouen, el arquitecto que está construyendo la nueva catedral de Burgos, y mi padre es Juan, el maestro de obra de Chartres.
—Vaya, vaya, así que eres un joven importante.
»Aguarda; ¿has dicho que vienes de Burgos?
—Sí, de allí es de donde procedo.
—Pues el maestro que está pintando los frescos del palacio episcopal también viene de esa ciudad. Lo vi ayer, cuando fui a palacio a pedir que me recibiera el obispo para enseñarle mis telas de seda. Tal vez lo conozcas.
—No, no creo. Sólo hace unos meses que llegué a Burgos.
—Pues parecía un tipo interesante. Y más lo era su hija, una joven hermosísima que estaba a su lado pintando las figuras más delicadas. Te convendría ir a verlos, tal vez… bueno, ¿quién sabe?
»Y ten cuidado; entre la muchedumbre de peregrinos no faltan ladrones, estafadores, timadores y todo tipo de individuos prestos a dejarte sin tu dinero en cuanto te descuides. Y no compres nada, y menos aún reliquias. Te ofrecerán todo género de ellas: pelos de la Virgen, huesos de santos, jirones de tela de la túnica de Jesús, espinas de la corona de la Pasión, astillas de la Santa Cruz… Ayer vi a un incauto pagar diez monedas de plata por una pluma que le aseguraban que había pertenecido a la paloma del Espíritu Santo, y alguna más a otro que compró una ampollita de cristal en la que el vendedor aseguraba que contenía unas gotas de la leche que María le dio de mamar a su hijo Jesucristo.
»Esta ciudad está llena de gentes que han venido hasta ella movidos por su fe, pero también de delincuentes sin escrúpulos dispuestos a dejarte sin un vellón en cuanto se les presente la primera oportunidad.
—Gracias por vuestros consejos, señor.
—Nos los olvides, o no sobrevivirás entero a esto, muchacho.
Enrique salió de la catedral. La mañana era brumosa pero no demasiado fría. No llovía, pero el ambiente era tan húmedo que sólo de caminar por las calles la ropa se empapaba de agua.
No podía quitarse de la cabeza la imagen de una joven pintando frescos en un mural. Paseó por las calles cercanas a la catedral de Santiago, todas ellas llenas de tiendas cuyos propietarios comenzaban a abrir para ofrecer sus productos a los peregrinos, y al fin decidió ir hasta el palacio episcopal, al lado de la catedral.
En la puerta de entrada había dos guardias equipados con cota de malla, coraza, grebas, lanza, espada al cinto y escudo rectangular y amplio. En cuanto se acercó hasta ellos, los soldados le cerraron el paso.
—¿Qué deseas? —le preguntó uno de ellos.
—Soy Enrique de Rouen, y vengo de Burgos. Me han informado que aquí trabaja un maestro en pintura que procede de mi ciudad. Me gustaría saludarlo.
—¿Te conoce? —le preguntó el soldado que había tomado la palabra.
—Creo que no, pero…
—En ese caso, largo de aquí. Su eminencia no quiere que nadie moleste al maestro Arnal Rendol cuando está trabajando. Pierde demasiado tiempo atendiendo a curiosos desocupados, y los frescos de palacio deben estar acabados cuanto antes.
—¿Os basta con esto para cambiar de opinión?
Enrique mostró el documento del obispo Mauricio de Burgos. Los dos soldados, impresionados por el sello de lacre rojo, se miraron por un momento y uno de ellos dio media vuelta y penetró en el interior del edificio tras decirle que aguardara allí.
Instantes después regresó y le indicó que lo siguiera.
El maestro Arnal y su hija Teresa estaban subidos en un andamio de madera para poder alcanzar con comodidad la bóveda de la cabecera de una pequeña capilla en la que el obispo de Compostela celebraba sus oficios religiosos privados. Al pie del andamio dos aprendices trabajaban con varias vasijas de barro que contenían pintura de diversos colores.
—Me han dicho que vienes de Burgos —dijo el maestro Arnal sin dejar de pintar y sin siquiera mirar hacia abajo para observar cómo era el visitante.
—Sí, maestro, bueno, no…
—Bien, aclárate, ¿vienes o no vienes de Burgos?
—Vengo de Burgos, señor, pero no soy burgalés. Hace varios meses que vivo en esa ciudad, pero nací en Francia. Me llamo Enrique de Rouen, y estoy aprendiendo el oficio de maestro de obra con mi tío Luis de Rouen, maestro de la nueva catedral de Burgos; no sé si vos lo llegasteis a conocer.
Cuando oyó el nombre de Luis, Arnal Rendol dejó de pintar. Lentamente se volvió hacia Enrique y lo miró con ojos airados.
—¿Sobrino de Luis de Rouen? ¿Sabes qué hizo tu tío conmigo?: consiguió que tuviera que salir de Burgos. Allí dejé el cadáver de mi esposa y buena parte de los mejores años de mi vida.
Enrique se sobresaltó.
—Yo no sé…, no sabía…
—¿No lo sabías?, ¿no sabías que tu tío fue el culpable de mi marcha de Castilla? ¿Qué haces aquí, entonces?
—He venido yo solo a hacer la peregrinación, y voy viendo los edificios que los maestros constructores han ido levantando a lo largo del camino. Quiero ser algún día maestro de obra y…
—¿Maestro de obra, dices? Y claro, imagino que estarás aprendiendo con tu tío, y sus métodos: esa tontería de la luz, de que la luz inunde todo el edificio, toda la catedral, de ir ganando espacio para los ventanales suprimiendo la superficie de los muros. Es el nuevo estilo, el estilo de la luz, la luz contra la piedra…
»¡Esto —gritó Arnal señalando las pinturas inacabadas—, esto es la luz! Si dejamos que los maestros constructores del nuevo estilo del arco ojival se impongan y continúen derribando las viejas catedrales para edificar esos desdichados «templos de la luz», no quedará libre ni un palmo de muro para poder pintar un fresco.
»Tu tío me invitó a trabajar con él, pero tenía que limitarme a pintar sus esculturas y sus capiteles. ¡Sus esculturas! Un pintor necesita muros, amplios muros en los que plasmar la naturaleza. No hay mejor manera que la pintura para rendir homenaje a la obra del Redentor.
—Padre, este joven parece sincero —intervino Teresa Rendol, que también había dejado de pintar.
Enrique contempló el rostro de la muchacha, que hasta entonces había permanecido de espaldas al joven oficial. Y ante la luz que parecía emanar de sus pupilas, quedó fascinado. Sus ojos color de miel parecían brillar con luz propia, como si desde el interior surgiera una delicada y suave luminosidad que los convertía en unos órganos especialmente brillantes. Jamás había visto unos ojos así, nunca había contemplado a una mujer de cuyas pupilas emanara semejante fulgor. Aquella mirada le turbó de un modo especial y sintió cómo se encendía un singular calor en cada uno de los poros de su piel.
La voz aterciopelada de Teresa, suave como un arrullo pero enérgica, actuó sobre el airado Arnal Rendol como un bálsamo relajante.
—Tal vez tengas razón, hija; sí, parece que no sabía nada de…, digamos mi incidente con su tío.
»Y bien, si no sabías nada de eso, ¿qué te ha llevado a preguntar por mí?
—Maestro, ya os he dicho que estoy estudiando para alcanzar algún día el título de maestro de obra. Llegué ayer a Santiago y he pasado mi primera noche en la catedral, y gracias a que llevo conmigo una carta del obispo Mauricio, pues no había ninguna posada libre, porque de lo contrario hubiera tenido que dormir en algún establo entre mulas y piojos. Un comerciante de Málaga me dijo que un pintor de Burgos estaba trabajando aquí, y quise ver qué es lo que estabais haciendo.
—¿Sabes pintar? —le preguntó Arnal.
—Prefiero esculpir la piedra, pero claro que sé hacerlo.
—En ese caso, y si así lo deseas, puedes quedarte unos días en mi casa; pero pagarás la manutención y el alojamiento con tu trabajo.