El número de Dios (15 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

—¡Dios bendito! —exclamó uno de los canónigos—, sois vos mismo, eminencia.

Don Mauricio se quedó boquiabierto, sin apenas poder articular palabra ante la contemplación de su imagen en piedra.

—¿Así…, así soy…, en verdad que soy así? —balbució el prelado.

Luis le hizo una indicación a su sobrino para que hablara.

—Así es como mis ojos os ven, eminencia.

—Os dije, don Mauricio, que mi sobrino era el mejor escultor de Francia. Tiene en sus venas la sangre de los Rouen, una saga de maestros tallistas y arquitectos.

Don Mauricio se acercó hasta colocarse apenas a un palmo de distancia de su estatua en piedra. Alargó la mano y tocó el rostro frío de la escultura; después se tocó el suyo.

—Es una talla para la eternidad —dijo Luis.

—Sólo Dios es eterno, maestro, no lo olvidéis —repuso de inmediato don Mauricio, con la aceptación de los canónigos.

—Me refería…

—Ya sé a qué os referíais, don Luis, pero ni siquiera esta catedral será eterna. Las obras de los hombres están destinadas a desaparecer: obras y cuerpos, todo viene del polvo y al polvo volverá; sólo Dios permanece, y con él, su luz. El hombre puede disfrutar de la grandeza de Dios, contemplarla y admirarla, y esta catedral es el ejemplo de lo que digo. Cuando Dios lo quiera, mis huesos y mi carne apenas serán polvo que alimentará la tierra; cuando el Creador lo decida, esta estatua volverá a la piedra amorfa y mineral de donde surgió; sólo permanece el alma que Dios nos ha dado, don Luis; sólo el alma es inmortal.

»En cuanto a ti, Enrique, has realizado un trabajo excelente. ¿Cuántos años tienes?

—He cumplido diecinueve hace muy poco —dijo Enrique.

—Ya eres un hombre, pero todavía eres joven. ¿Quién sabe hasta dónde podrás llegar?

—Mi sobrino es oficial, pero esta talla es digna del mejor de los maestros. Os aseguro, don Mauricio, que no he visto nunca a ningún aspirante que presentara una escultura de semejante calidad en el examen para obtener el grado de maestro —repuso Luis.

—En ese caso, ¿por qué no le concedéis ese grado ya? —demandó don Mauricio.

—Esa facultad debe otorgarla un tribunal compuesto por varios maestros; pero antes ha de completar el ciclo de estudios, y mi sobrino todavía no ha cumplido con todos los requisitos; tal vez en dos o tres años lo consiga. Nuestro oficio requiere de un aprendizaje que tiene que recorrer un camino determinado para el que no hay atajos.

—Y conocer unos secretos que muy pocos saben.

—Ya hemos hablado de eso en alguna ocasión, eminencia. Permitid que me reserve en este asunto.

—Y bien, señores, ¿qué les parece a vuestras mercedes mi escultura?

—Digna de vos, señor obispo —repuso un canónigo.

—Magnífica, magnífica —reiteró otro.

—¿Y la pintura? —preguntó entonces el obispo.

—No la pintaremos hasta que no quede colocada en su sitio. Ya sabéis que irá en el parteluz de la portada sur, bajo un dosel, justo debajo de san Pedro y san Pablo y del dintel con los doce apóstoles. Ocupará la mitad superior de la columna del parteluz; los pies estarán dispuestos a tal altura que sólo un hombre muy alto podría llegar a tocarlos alzando su brazo.

—¿Cuándo estará colocada en su sitio? —demandó el obispo.

—Dentro de unos cuantos meses, tal vez dos o tres años. Tenemos que esperar a que esté acabada la portada y talladas todas las figuras de la portada para comenzar a colocarlas en sus respectivas posiciones. Todo está medido para que ajuste perfectamente, pero siempre hay que hacer retoques —contestó Luis.

—¿Cuánto tiempo decís?

—Tres años.

—¡Tres todavía!

—Quizás un poco más.

—¡Os comprometisteis a acabar la cabecera y el crucero en siete años! —dijo don Mauricio.

—Perdonad, eminencia, os dije diez, diez años —repuso Luis—. Y está escrito en…

—Bueno, bueno, diez, diez, es igual, pero colocad esa estatua en su lugar cuanto antes. No me gustaría morir dejando a mi imagen abandonada en este almacén.

»Has hecho un buen trabajo, Enrique; si de mí dependiera, ya serías maestro —continuó don Mauricio, dirigiéndose al joven Rouen—. Y ahora quedad con Dios, tengo que preparar una entrevista con su majestad don Fernando.

Don Mauricio salió del taller seguido por la comitiva de canónigos y criados.

—Todo un personaje, este obispo —comentó Enrique.

—Sí, lo es. Y tu obra le ha impresionado; no esperaba que esa escultura fuera tan extraordinaria. Y si he de confesarte la verdad, sobrino, yo tampoco.

Con la llegada de la primavera de 1229, Enrique le indicó a su tío que quería visitar Compostela.

—He recorrido casi todo el Camino de los peregrinos para llegar hasta Burgos. De aquí a la tumba del apóstol Santiago quedan muy pocas etapas. Además, algunos de los canteros del taller que han visitado la catedral de Compostela aseguran que las esculturas de su portada oeste son extraordinarias; me gustaría verlas, siempre se aprenden cosas.

—Me haces falta aquí; quiero acabar cuanto antes las figuras de la portada sur para empezar a montarlas en cuanto la fachada esté lista para ello. Don Mauricio se impacienta cada vez que visita las obras y no ve su escultura colocada en el parteluz. Además, está a punto de lograr nuevas rentas sobre Carranza, Miranda de Ebro y otros pueblos de esa comarca que se disputa con el obispo de Calahorra. Si los dos prelados llegan a un acuerdo, habrá más dinero para la obra.

—Sólo serán unas semanas. Puedo ir con alguno de los grupos de peregrinos franceses que partirán en los próximos días. Me han dicho que los puertos de los Pirineos ya están libres de nieve y que han comenzado a llegar los primeros viajeros hacia Compostela.

»Soy joven y fuerte; en quince días puedo estar en Compostela, y regresar en otros tantos; sólo me ausentaría de Burgos poco más de un mes.

—Bueno, eso si no llueve demasiado, no nieva en las montañas, no te roban, no caes enfermo o no te accidentas…

—Tendré sumo cuidado y siempre caminaré acompañado por un grupo nutrido de peregrinos.

—En ese caso emplearás más de quince días.

—Me uniré a los que vayan más deprisa o a los que salgan antes. Dame permiso para ir, tío; quiero ver ese pórtico.

Luis cogió a su sobrino por el hombro y al contacto con el muchacho pudo comprobar la dureza de su brazo y la fortaleza de sus músculos, modelados a fuerza de martillazos con el escoplo sobre la piedra.

—Ten mucho cuidado y no te fíes de nadie, ¿me oyes?, de nadie. Le diré a don Mauricio que te expida una carta para que seas bien acogido en todos los lugares por donde pases.

»¿Cuándo piensas partir?, porque imagino que ya tenías planeado todo eso.

—En las últimas semanas he estado informándome de la ruta hasta Compostela.

Enrique sacó un papel de un bolsillo de su chaqueta y lo desplegó ante su tío.

—Vaya, sí que lo tenías preparado.

En el papel estaba dibujado el itinerario desde Burgos a Compostela. Dividido en quince etapas, indicaba cada una de las paradas en el itinerario; desde Burgos, la ruta seguía el llamado Camino Francés o de Santiago y pasaba por Castrojeriz, Sahagún, León, Astorga, el puerto del Cebreiro y Villar de Donas, para finalizar en Compostela.

—El único tramo difícil es éste —Enrique señaló el punto que indicaba el puerto del Cebreiro—. Pero me han dicho que las montañas de Galicia son mucho menos elevadas que los Pirineos y que, aunque abundan los lobos, en esta época del año lo único molesto son las lluvias constantes y las nieblas.

—No dejes de visitar León, creo que es una ciudad extraordinaria; toda ella está llena de iglesias construidas en el viejo estilo «al romano». Y cuídate mucho, si te pasara algo no me lo perdonaría nunca; ya sabes que para mí eres como un hijo, el que nunca he tenido.

—Por cierto, ¿puedo hacerte una pregunta, tío?

—Claro.

—¿Por qué no te has casado?

Luis titubeó.

—Dios no me ha hecho para el matrimonio; tal vez debiera de haber profesado órdenes religiosas. No sé… Desde muy joven, en la escuela de Chartres y luego en París… Bueno, sobrino, la vida nos conduce a veces por vericuetos que no podemos entender. Será la voluntad de Dios, o el destino.

—¿Nunca has tenido necesidad de… de una mujer? —preguntó Enrique.

—La mujer había sido considerada una encarnación de lo demoníaco desde que Eva le hizo comer la fruta del árbol prohibido a Adán, pero eso se acabó cuando Leonor de Aquitania cabalgó por Tierra Santa con los pechos desnudos. ¡Ah, qué mujer!

—¿¡Llegaste a conocerla!?

—Sí, en una ocasión. Fue en Fontevrault. Yo tenía catorce años. Iba con tu padre y con tu abuelo. El viejo Enrique de Rouen nos había llevado a sus dos hijos a esa abadía. Tu padre estaba preparando el examen de maestro y yo era un aventajado aprendiz que soñaba con alcanzar el grado de oficial. Y ella estaba allí; acababa de enterrar a su hijo Ricardo, Corazón de León, rey de Inglaterra. Doña Leonor tendría entonces más de ochenta años, pero su figura era tan luminosa y sus pasos tan firmes como los de una mujer de veinticinco.

»Iba vestida de luto y lloraba la muerte de su hijo más querido. La acompañaban numerosas damas de la corte de Aquitania y decenas de caballeros aquitanos, angevinos, normandos e ingleses. Entre las damas había algunas hermosísimas, jóvenes y esbeltas, lozanas como rosas a mediados de mayo. Ella podría ser la madre, la abuela incluso de aquellas bellezas, pero las superaba a todas en porte y distinción.

»¡Ah, sobrino, qué magnífica hembra debió de ser!: duquesa de Aquitania, reina de Francia y de Inglaterra, musa de juglares y trovadores, señora del mundo…

—Pareces entusiasmado con su recuerdo.

—No ha habido en la historia otra mujer igual, ni creo que la haya jamás. Siendo una adolescente, se enamoró de su tío, lo siguió hasta Tierra Santa, cabalgó con los pechos desnudos ante los soldados que defendían nuestra fe a las puertas de Jerusalén… Brilló en su tiempo como jamás lo hiciera ninguna estrella y dejó un recuerdo imborrable en los corazones de cuantos la conocieron.

»Si su segundo marido, el rey Enrique de Inglaterra, la hubiera amado hasta el fin, se hubieran convertido en una pareja de leyenda. Pero Enrique Plantagenet era un hombre demasiado orgulloso. Yo creo que no pudo resistir el brillo de Leonor, que hacía palidecer el suyo propio, y acabó encerrándola en una prisión de la que sólo salió a la muerte de su esposo, cuando su hijo Ricardo Corazón de León fue proclamado rey de Inglaterra.

—Una mujer digna de un reino —dijo Enrique.

—Ya lo creo. Pero ahora lo que importa es que tu peregrinación a Compostela se realice sin contratiempo. Hablaré con el obispo para que te facilite esos documentos que lo hagan más fácil. Y ten mucho cuidado, sobrino.

Compostela apareció al fin a los ojos de Enrique, envuelta en una neblina plateada. El joven oficial del taller de Luis de Rouen había caminado durante toda la jornada para cubrir la última etapa del Camino. Desde lo alto del monte del Gozo contempló la colina sobre la que se asentaba el caserío de la ciudad sagrada, y en la ladera suroeste, su catedral, ante la cual se abría una enorme plaza para acoger a los centenares de peregrinos que año tras año se daban cita para visitar la que decían era la tumba del apóstol Santiago.

Enrique, cansado pero alegre, caminó los últimos pasos hacia la catedral del apóstol con decisión. La luz tamizada por un manto perlado de nubes esmaltaba las colinas verdes y brumosas. El joven Rouen no aguardó ni un solo instante y se dirigió sin tardanza hacia la catedral, anhelando contemplar cuanto antes el Pórtico de la Gloria.

La catedral se alzaba imponente sobre la ladera del suave cerro que coronaba la ciudad. Dos torres cuadradas y macizas enmarcaban una portada protegida por un pórtico abovedado al que se abrían tres puertas: el Pórtico de la Gloria.

Enrique levantó la cabeza hacia el tímpano central y contempló la figura solemne, rígida y poderosa del Creador. A su alrededor centenares de figuras multicolores se amontonaban en un ordenado batiburrillo de cuerpos y utensilios. Apóstoles, santos, ángeles y figuras de otros personajes rodeaban al Señor, unos tocando todo tipo de instrumentos, otros portando los símbolos de sus atributos. Las figuras estaban pintadas con una policromía fastuosa: azules vivísimos, verdes delicados, rojos intensos, ocres naturales y amarillos brillantes dotaban a figuras e instrumentos de una luminosidad extraordinaria.

Durante un buen rato el joven Enrique contempló extasiado aquel prodigio de piedra, tallado en granito gris, una de las rocas más duras para un cantero. Cuando la luz comenzó a desvanecerse con la caída del atardecer, Enrique se apercibió de que ni siquiera se había preocupado por buscar un aposento para pasar la noche.

El hospital de peregrinos de San Marcos estaba lleno de viajeros. Enrique enseñó la carta credencial firmada por el obispo Mauricio y un monje le indicó que se dirigiera al palacio episcopal. Allí fue recibido por un hermano lego que, atendiendo a las explicaciones del joven Rouen y a la vista del sello de cera rojo del obispo de Burgos, le aseguró que le buscaría acomodo en la catedral.

—Esta semana han llegado muchos peregrinos. Dicen que en Francia, Sajonia e Inglaterra están preparándose para una nueva cruzada y son centenares los caballeros que desean visitar la tumba del apóstol para encomendarle su alma antes de partir hacia Tierra Santa. Todos han hecho testamento antes de venir hasta aquí y la mayoría ha llegado con sus esposas, hijos, parientes y criados. Nos queda algún sitio libre en la tribuna alta de la catedral. Allí estarás bien. Es menos húmeda que las naves laterales y el hedor de los cuerpos es soportable.

»¿Tienes un saco de paja para dormir?

—No, sólo mi manta de viaje —repuso Enrique.

—Eso es poco. Tal vez te quite el frío, pero no te librará de la humedad y te levantarás con los huesos molidos. Por un par de monedas puedo proporcionarte un saco de heno.

—De acuerdo.

—Veamos esas monedas.

Enrique sacó dos monedas de vellón de una bolsa que guardaba entre su ropa, atada al cinturón de cuero, y se las entregó al lego.

—¿Es suficiente? —preguntó.

—Puede servir —el hermano lego alargó su mano y cogió las dos monedas—. Aguarda aquí que yo te traeré enseguida tu saco.

Al poco tiempo el lego apareció con un saco de heno bajo el brazo. Los dos caminaron hasta la puerta lateral de la fachada este del crucero. Entraron en el templo y por una escalera interior subieron hasta la tribuna ubicada sobre la nave lateral derecha. La catedral olía a una imprecisa mezcolanza de incienso, cera, humo, aceite quemado, sudor y orines.

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