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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El número de Dios (14 page)

En la nueva catedral de Burgos ya se había construido el triforio de los tramos de la cabecera. Frente a la sencillez y simplicidad de formas del de Bourges, el triforio de la catedral castellana se había labrado con mayor riqueza decorativa. Los canteros musulmanes habían aportado su buen hacer y su refinada tradición en la ornamentación de edificios elaborando unas celosías de piedras en las que los calados daban al conjunto una variedad magnífica.

A partir del modelo de la catedral de Bourges, Luis de Rouen había logrado crear en Burgos un edificio de características singulares, cuya mayor riqueza decorativa paliaba el mayor tamaño y la amplitud que le proporcionaba a la de Bourges la espaciosidad de sus cinco naves y la ausencia de crucero.

El cubrimiento de la cabecera estaba ultimado. Luis había decidido utilizar la bóveda de crucería simple, con nervios longitudinales, más sencilla pero en su opinión más ligera y grácil que las bóvedas sexpartitas con las que se habían cubierto las naves de Bourges.

Resueltos los problemas arquitectónicos de la catedral de Burgos con las soluciones aportadas por Luis y con los trabajos arquitectónicos a pleno ritmo, era preciso resolver las dos portadas del crucero, donde se iban a colocar los dos grandes conjuntos escultóricos. Para ello, Luis de Rouen creyó que era imprescindible contratar a los más reputados especialistas, y éstos se encontraban en Francia.

Durante varios meses recorrió los talleres de las principales catedrales del reino de Francia, y finalmente la de Chartres, cuya fábrica ya había sido casi concluida. Pasó parte del verano en Chartres, descansando del agotador viaje que lo había llevado por todo el norte de Francia. Su hermano, el maestro Juan de Rouen, lo recibió alborozado.

—¿Es el sur tan cálido como dicen? —le preguntó Juan a su hermano menor al finalizar la cena y con sendas copas de licor de ciruelas en las manos.

—La tierra bajo dominio de los sarracenos tal vez, pero la región de Burgos es muy fría en invierno, más si cabe que la nuestra. Claro que no llueve tanto y hay mucha menos humedad, pero el sol, hermano, y la luz, ¡ah!, la límpida luz de Castilla… Si la vieras… El cielo es de un azul tan intenso que hace daño a los ojos y el sol brilla todo el año con la luminosidad de un millón de estrellas.

—En ese caso, tu catedral tendrá una luz maravillosa.

—Te lo diré cuando lo pueda ver con mis propios ojos. Ya hemos colocado el tejado de la cabecera. Mi viaje aquí se debe precisamente a que necesito escultores que tengan experiencia en tallar las figuras más importantes de las portadas para colocar las piezas escultóricas de las fachadas del crucero. Antes de venir a Chartres he visitado las obras de las catedrales de Bourges, París, Reims y Amiens, y he logrado que el maestro del taller de Amiens vaya a Burgos para esculpir las figuras principales del tímpano de la portada sur.

—Llévate contigo a Enrique —dijo Juan.

—¿A tu hijo, a mi sobrino?, pero si me has dicho que está en París.

—Regresa dentro de dos o tres días. Ya han acabado las clases en París, y había pensado que pasara el verano aquí, en Chartres; todavía tengo que enseñarle muchas cosas, pero creo que aprenderá más yendo a Burgos contigo.

Cuando llegó el joven Enrique, su tío apenas lo reconoció. El joven tenía dieciocho años, y la última vez que Luis lo había visto apenas había cumplido los doce.

—¡Cómo has crecido, sobrino! Seguro que las mozas de París te acosan sin descanso. Por cierto, recuerdo una taberna en el barrio de…, bueno, es igual, siempre estaba lleno de mujeres hermosas dispuestas a todo por un puñado de monedas.

—Enrique no es de ese tipo de muchachos —afirmó su padre.

—¿No? ¿Un estudiante, solo en París, con todas esas tabernas llenas de mujeres ardientes esperando ansiosas a que un joven y fogoso estudiante las monte? Vamos, hermano, tu hijo es ya todo un hombre. Tal vez tú no te hayas dado cuenta, pues lo ves a menudo, pero fíjate bien en él.

»Sobrino, tu padre me ha pedido que te lleve conmigo a Burgos. Estamos trabajando en la cabecera y el crucero de la nueva catedral, y necesito gente que sepa… Bueno, tú eres todavía demasiado joven, pero necesitarás acumular experiencia para obtener en su momento el grado de maestro de obra. Castilla es una buena tierra para eso. Burgos y Toledo están construyendo dos nuevas catedrales y hay proyectos para hacer lo mismo en el vecino reino de León, en las ciudades de León y Compostela. Al parecer, todos los obispos de los reinos hispanos se han empeñado en emular a sus homólogos franceses e ingleses.

—Te sorprenderá la habilidad de Enrique para tallar la piedra; pese a su juventud, es uno de los mejores escultores que conozco —dijo Juan.

—Si mi padre así lo quiere… —asintió Enrique.

—Será bueno para tu formación, hijo. Puedes ir a Burgos con tu tío y regresar a Francia el año que viene. Allí tienes la oportunidad de ver cómo se construye una catedral desde el principio.

—Bueno, la cabecera ya está casi terminada —intervino Luis.

—Pero has dicho que hay proyectos nuevos para León y Compostela. Todos los arquitectos ambicionamos poder iniciar las obras de una catedral. Y en los reinos cristianos de León y de Castilla eso todavía es posible.

—¿Sabes, hermano? Yo aún era un crío cuando aquello ocurrió, pero ahora, con el paso de los años… Siempre he tenido una duda: ¿las viejas catedrales de Chartres, Reims y Amiens ardieron de manera accidental o fueron sus obispos quienes provocaron intencionadamente los incendios?

—¿Por qué dices eso? —preguntó Juan.

—He visto en los ojos del obispo de Burgos la ambición que provoca ser el fundador de una nueva catedral. Hace algún tiempo me propuso tallar su imagen en el parteluz de la portada sur, y aunque se mostró en público aparentemente reacio y dijo que no lo merecía, se trabajó a los canónigos más fieles para que me presentaran su propuesta como si fuera una iniciativa espontánea del propio cabildo.

»Por eso creo que algunos de estos obispos matarían a su propia madre si con ello pudieran construir su sueño: la catedral más bella, más larga, más alta y más luminosa de la Cristiandad.

El joven Enrique y su tío el maestro Luis de Rouen partieron hacia Castilla una calurosa mañana de verano. Los extensos campos de cereales de Chartres estaban siendo segados por centenares de campesinos que cantaban dulces melodías de amor mientras las hoces cercenaban los tallos repletos de espigas. Las cosechas seguían siendo excelentes, la prosperidad inundaba de dones las casas de ricos y pobres, todo parecía estar santificado por la mano divina, que al fin, tras siglos de sufrimientos, pestes y hambrunas parecía reconciliada con el género humano.

Capítulo X

—¡Burgos, Enrique, ahí está Burgos!

Luis señaló a su sobrino el caserío que se extendía perezoso por la ladera sur del cerro coronado por el imponente castillo. Habían viajado durante todo el mes de agosto bajo un sol inclemente siguiendo el Camino de los Franceses, a lo largo del cual habían visitado los santuarios más importantes de la que ya se había convertido en la ruta de peregrinación más frecuentada de toda la Cristiandad.

—No es muy grande —comentó Enrique, mientras la mula que montaba se acercaba a paso cansino hacia las murallas.

—Apenas seis mil almas, tal vez siete mil si contamos también a los sarracenos y a los judíos. Todos los habitantes de Burgos cabrían en uno de los barrios de París, pero está creciendo deprisa, ya lo creo, y mucho.

»¡Mira, mira allí! —Luis señaló con el dedo hacia la catedral—. Ahí lo tienes, sobrino, el nuevo templo de la luz.

Los tejados rojos de la nueva catedral destacaban por encima del caserío como un gigante en medio de un grupo de enanos.

Ya bajo las bóvedas de la cabecera, Luis le explicó a su sobrino sus planes.

—Lo que me importa es la luz, Enrique, la luz y la armonía. Y para ello estoy aplicando las proporciones ideales, las que los grandes matemáticos y geómetras han descubierto durante siglos. Busco reflejar en este templo la armonía de los números que regulan la naturaleza y cada una de las obras del Creador. En la escuela de Chartres aprendí las proporciones que según los maestros matemáticos rigen la armonía celestial. Allí aprendí también que la luz es el principio que ordena la multiplicidad y la materialidad de las criaturas del Señor.

»En la catedral, la luz es como la palabra de Dios, que es la luz de la vida cuyo fulgor alumbra el mundo y a los hombres. Dios nos ha dado a los arquitectos un don superior: podemos lograr que todo el mundo pueda ver la luz de Dios reflejada en la casa del Señor que es el templo de Cristo. A través de nuestra obra, la luz de Dios alumbra el mundo; la podemos ver, sentir, casi tocar.

»Esta obra no es sólo un edificio de piedra y argamasa, es un homenaje a la belleza, el símbolo más sabio y más sagrado de la hermosura de la luz de Dios. Por eso, querido sobrino, es tan importante saber determinar la armonía en las proporciones de nuestras obras, porque a través de ellas vamos a mostrar la armonía de Dios, su número divino. Ése es el secreto de esta catedral: está construida siguiendo las proporciones del número áureo, el que Dios eligió para construir el universo. Sólo nosotros, los maestros de obra, lo conocemos, y no debemos confiarlo a nadie que no sea capaz de guardar la confianza que en cada uno de nosotros deposita nuestra hermandad.

»Escucha bien: ese número es la unidad y su relación constante con dos tercios de la unidad más la unidad misma. Así ha construido Dios el mundo, y así nos ha encargado que construyamos sus templos. Somos la mano de Dios.

—Sólo somos hombres, sólo hombres —asentó el joven Enrique.

—Hombres hechos a imagen y semejanza de Dios, no olvides jamás esto.

—No podemos imitar a Dios.

—¿Eso crees? Has visto con tus propios ojos lo que ha construido el maestro Juan de Orbais en Reims, o Roberto de Luzarches en Amiens, o tu propio padre en Chartres. ¿No es acaso eso imitar la creación de Dios? ¿Has visto en la naturaleza algo más bello que Nuestra Señora de París o de Chartres?

»Nosotros tenemos la facultad de crear belleza, de continuar la obra de Dios, para eso estamos aquí. Me gustaría que vieras la catedral de Bourges, donde trabajé como segundo maestro antes de venir a Burgos. Allí hemos logrado tal grado de ilusionismo a partir de la luz, que cuando los rayos del sol bañan el interior de sus cinco naves parece que se está en presencia de varias iglesias fundidas mágicamente en una sola. Eso es imitar a Dios.

—Lo que dices suena casi a herético.

—La herejía es sucumbir a los temores y a los miedos.

»Bueno, y ahora vayamos a casa. Tienes que instalarte. Mañana habrá tiempo para trabajar.

El maestro Luis destinó a su sobrino Enrique a las obras de la portada sur del crucero. Los Rouen eran afamados maestros en el arte de tallar figuras y Enrique no desmerecía de su padre y de su hermano, incluso era superior a ellos a la hora de plasmar cierta naturalidad en los rostros de las esculturas.

—En el parteluz vamos a colocar una imagen del obispo Mauricio; tu padre me dijo que eras un gran escultor, el mejor; ¿te sientes capacitado para tallarla?

—Sí, pero no lo conozco.

—Lo harás enseguida; mañana regresa a Burgos tras un viaje rutinario en visita episcopal por la diócesis. Bueno, en realidad ha recorrido los monasterios e iglesias más ricos para recaudar rentas para esta catedral, ya verás que está obsesionado con esta obra.

—Bueno, tío, creo que tú también.

Luis sonrió.

—Tienes razón; esta catedral se ha convertido en toda mi vida, en mi principal razón para vivir. No puedo evitarlo; debe de estar en la sangre de los Rouen. Mi padre y mi hermano me enseñaron cuanto sé, y tú vas a ser el continuador de la tradición familiar. El arte de construir catedrales se transmite de padres a hijos, o a otros parientes, de generación en generación. No se trata de un secreto que haya que guardar celosamente porque sí, sino de un don de Dios que no nos es permitido compartir con cualquiera.

Durante varios meses Enrique trabajó sin descanso en las esculturas destinadas a la portada sur del crucero. Pese a su juventud, era un consumado tallista, y tras esculpir varias figuras para las arquivoltas, a comienzos del invierno y aprovechando que a causa del frío se habían suspendido los trabajos en el exterior de la catedral, comenzó a preparar la estatua del obispo Mauricio destinada al parteluz de la portada sur.

En un mes terminó la escultura. De tamaño natural, la estatua del obispo Mauricio presentaba un realismo asombroso. Había tallado al prelado vestido con un amplio hábito, con la mano derecha ligeramente destacada del cuerpo, doblado el brazo por el codo y en posición de bendecir. En la mano izquierda portaba el báculo episcopal forjado en hierro en el taller de la propia catedral. Vestido con una amplia toga, Enrique había dedicado sumo cuidado al tallado de los pliegues. Siguiendo la técnica que había aprendido de su padre, había esculpido los paños del hábito a base de varios pliegues generados a partir de la flexión del brazo derecho, lo que dotaba a la figura de una veracidad extraordinaria y daba la impresión de que la piedra se había convertido en un verdadero lienzo de tela. La mitra episcopal cubría una cabeza en cuyo rostro destacaba la mirada tranquila, de rasgos tan serenos que despertaban en el espectador una confianza poco habitual, a lo que contribuían unas mejillas limpias y delicadas, desprovistas de barba.

La réplica de don Mauricio parecía a punto de cobrar vida, con su rostro casi humano pese a ser de piedra, hasta tal punto que cuando Luis examinó la obra de su sobrino sólo pudo decir que no le extrañaría que aquella figura se pusiera a hablar de un momento a otro.

Luis invitó a don Mauricio para que visitara el taller de escultura y observara su figura en piedra. Enrique había dibujado en papel algunos rasgos del obispo en tres sesiones en las que don Mauricio posó con mucho agrado para el joven escultor.

Cuando el obispo entró en el taller, un barracón de madera instalado en el exterior de la zona de la cabecera de la nueva catedral, su escultura estaba cubierta por un paño.

—Eminencia —dijo Luis—, he aquí la figura que recibirá a cuantos fieles entren en la catedral por la puerta sur.

El maestro tiró de una punta del paño y la figura de piedra quedó a la vista del obispo y de la media docena de canónigos y criados que lo acompañaban.

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