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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El número de Dios (11 page)

Aquella noche Arnal Rendol hizo el amor con su criada. La joven concubina sintió más que nunca la fuerza de su amante y se entregó a él con la pasión que Arnal solía generar en todo cuanto se proponía. El alba los sorprendió abrazados, como dos sabinas cuyos troncos se hubieran enlazado hasta confundirse en uno solo.

Capítulo VIII

E
l maestro Luis de Rouen empleó todo aquel verano en elaborar los planos de la nueva catedral, en seleccionar de entre los aspirantes a los que iban a formar su equipo de ayudantes y en visitar canteras y bosques cercanos a Burgos para elegir dónde obtener piedra y madera para la construcción. Entre tanto, el obispo Mauricio conseguía obtener del rey Fernando los privilegios y donaciones prometidos que proporcionaran las rentas necesarias para poder financiar las obras. A mediados de septiembre el cabildo se reunió en la sala capitular de la vieja catedral. Luis había sido llamado para que expusiera su proyecto. Tras varios meses en Burgos ya hablaba castellano con cierta soltura, pero para ser mucho más preciso en sus explicaciones optó por darlas en el latín que había aprendido en la escuela catedralicia de Chartres.

—Se trata, como ya acordé con don Mauricio, de una iglesia de tres naves, con ábside semicircular y cinco capillas también semicirculares, con un crucero de una sola nave pero de gran amplitud. El desarrollo de la cabecera será similar al de la catedral de Bourges, en la que he trabajado como primer ayudante de obras, en tanto las capillas del ábside serán semejantes a las de Chartres. La nueva catedral, siguiendo vuestras indicaciones, señores canónigos, tendrá trescientos pies de largo por doscientos de ancho en el crucero, setenta y cinco en la anchura de las tres naves y setenta y cinco de altura en la nave mayor.

»Todas las medidas, todas las proporciones estarán regidas por el número de Dios.

—¿El número de Dios? ¿Cuál es ese número, el uno, la unidad de la Divinidad, el tres, el de la Trinidad? —preguntó el obispo.

—Permitid que guarde ese secreto, don Mauricio.

Luis desplegó un enorme pergamino en el que había dibujado la planta de la futura catedral; era muy similar al proyecto que había presentado en París ante el tribunal que le había otorgado el título de maestro, aunque tenía el crucero mucho más desarrollado. Los canónigos jamás habían visto un dibujo semejante. Hasta entonces lo habitual era que el maestro de obra, siguiendo unos cálculos geométricos básicos y unas medidas a base de cuerdas, trazara con polvo de yeso blanco una serie de líneas que unían unas estacas previamente colocadas sobre el solar donde se iba a construir el templo. Mediante pasos, los que encargaban la obra podían hacerse una idea aproximada de sus futuras dimensiones. Pero Luis les presentaba un dibujo en el que con unas rayas se expresaba la forma de la planta en un tamaño cuyas medidas estaban proporcionalmente reducidas.

—Yo no entiendo qué representa ese dibujo —dijo uno de los canónigos.

—Esta línea curva es la cabecera, y estos puntos los pilares que sostendrán las bóvedas, y estas medias lunas son las capillas del ábside.

Luis señalaba con una varita sobre el plano cada uno de los elementos que iba describiendo.

—¿Y cuánto tiempo estimáis que será necesario para acabar la obra? —demandó don Mauricio.

—Si vuestras señorías conceden el permiso para iniciar los trabajos enseguida, si se dispone de las rentas suficientes para ello y si no sufrimos interrupciones, creo que desde la cabecera hasta el arranque del crucero podría estar listo en once años, tal vez diez, si el clima y las circunstancias son propicios.

—¿Estáis seguro?

—Sí, completamente. He visto construir, y he contribuido a ello, las catedrales de Chartres, París y Bourges, y os puedo asegurar que los plazos que os señalo son los adecuados.

—¿Y si consiguiéramos más recursos? —preguntó don Mauricio.

—No avanzaríamos mucho más. Una obra de estas características requiere de una mano de obra muy precisa. No se trata de tener más o menos trabajadores sino de disponer de los adecuados. Además, no podemos acelerar ciertos procesos. El fraguado de la argamasa lleva su tiempo, y no se puede seguir trabajando en una zona hasta que no se ha terminado por completo la precedente.

»Lo importante es que se disponga siempre del personal necesario y que no se interrumpan las obras por falta de recursos o por cualquier otra causa.

—Bueno, habrá que comenzar a excavar los cimientos y…

—Perdonad que os interrumpa, don Mauricio —dijo Luis—, pero no podemos excavar la cimentación hasta que no se haya decidido el plan definitivo de la obra.

El obispo estaba ansioso por comenzar cuanto antes.

—En ese caso, debatiremos de inmediato vuestro proyecto.

—Pues decidme de dónde podemos extraer la piedra y la madera.

—De eso no os preocupéis, el obispado tiene canteras y bosques suficientes para que no os falten los materiales necesarios.

Durante todo el otoño Luis se encargó de organizar al equipo de aprendices y oficiales, y envió cartas a Bourges y a Chartres a algunos de los compañeros con los que allí había trabajado, proponiéndoles un puesto a su lado. Media docena de oficiales franceses decidieron viajar a Burgos e incorporarse al taller recién creado por Luis de Rouen.

A las herrerías de Burgos les encomendó que fueran forjando todos los instrumentos que iban a ser necesarios para trabajar la piedra y la madera. Para una obra de tal magnitud hacían falta picos, mazas, palas, martillos, cinceles, taladros, sierras, hachas, palancas, cuñas, brocas y todo un sinfín de materiales diversos como clavos, bisagras, grapas y abrazaderas.

Todas las semanas el maestro Luis se reunía con el obispo y con el cabildo en interminables sesiones que solían acabar entrada la madrugada. Ninguno de los canónigos sabía nada de arquitectura, pero todos opinaban sobre el tamaño que debía de tener la futura catedral, sobre el plano que había presentado Luis, sobre los bocetos para las puertas, sobre las esculturas que decorarían portadas y gárgolas o sobre la necesidad de dotar al templo de edificios complementarios, como el claustro, un hospital, nuevas casas para el cabildo…

Don Mauricio no cejaba en su empeño de conseguir más y más rentas para la iglesia de Burgos. Del rey Fernando obtuvo importantísimas donaciones, además de ver ratificadas otras, como la que el obispado tenía sobre la percepción del diezmo real desde hacía casi cien años.

Fue durante las Navidades cuando el cabildo y don Mauricio acabaron aceptando de manera definitiva el proyecto que había presentado el maestro Luis de Rouen, aunque incorporaron algunas reformas propuestas por varios canónigos y por el propio obispo.

En la primavera del año 1221 se derribaron varias casas al este del ábside de la catedral vieja y se allanó el terreno en la zona de la futura cabecera. El solar de la catedral ocupaba la terraza más baja de la ladera del cerro donde se asentaba el caserío. Luis trazó la gran curva del ábside mediante un sistema de estacas fijas y cuerdas con nudos, a modo de un gigantesco compás, y después fue señalando con estacas de madera y con líneas hechas con polvo de yeso las zanjas que debían excavar. Los zapadores comenzaron su trabajo horadando el suelo; una vez preparado el terreno, se excavaron los cimientos, unas zanjas de la altura y la anchura de dos hombres, que se cavaron con picos de hierro recién forjados en el taller de la herrería. Entre tanto, los canteros extraían y desbastaban las primeras rocas de la cantera de Hontoria, varias millas al sur de la ciudad, que serían trasladadas en carretas a Burgos para ser talladas con su forma definitiva a pie de obra. El maestro carpintero se desplazó con sus ayudantes a un bosque de pinos al sureste de la ciudad para seleccionar los árboles más robustos y más rectos, a fin de tenerlos listos para cuando llegara el momento de realizar la techumbre; pero antes deberían preparar andamios para que pudieran trabajar los albañiles y fabricar las cimbras que darían forma a los enormes arcos de piedra.

La vieja catedral quedó en pie, pues mientras duraran las obras de la cabecera de la nueva no había otro remedio que emplear ese templo para el culto.

Todos los talleres estaban prácticamente completos a principios del verano. Los cimientos ya habían sido excavados y las profundas zanjas se habían rellenado de argamasa de cal y canto, creando así una solidísima base sobre la que apoyarían los muros. Durante la excavación habían aparecido una gran cantidad de tumbas; los huesos de los difuntos se guardaron en cajones de madera para ser enterrados de nuevo en una fosa común.

Entre tanto, don Mauricio logró obtener del rey Fernando y del papa Honorio III cuantiosos privilegios para la construcción de la nueva catedral. Por concesión real, varios pueblos con sus rentas pasaron a comienzos de verano a propiedad del obispado de Burgos, en tanto todos los pleitos que tenía planteados con los grandes monasterios y con las iglesias de Castilla fueron fallados a favor del prelado. El viento soplaba a favor de don Mauricio.

A principios de julio Luis de Rouen le comunicó al obispo que los trabajos de cimentación habían acabado y que podía procederse a colocar la primera piedra del edificio. Y fue el rey Fernando en persona quien presidió la ceremonia. A media mañana del día 21 de julio los reyes desfilaron acompañados por una solemne y nutrida comitiva, que avanzó en medio de una gran expectación desde el castillo hasta la zona donde se habían excavado los cimientos de la cabecera de la nueva catedral. Justo donde iba a alzarse la capilla central del ábside, unos operarios colocaron un sillar perfectamente labrado en una de cuyas caras se había tallado en latín la leyenda FERNANDO, REY DE CASTILLA, Y MAURICIO, OBISPO DE BURGOS, HICIERON ESTE TEMPLO EN EL AÑO DEL SEÑOR DE MCCXXI.

En la ceremonia de bendición de esa primera piedra, el obispo don Mauricio abrió la Biblia por el Apocalipsis de san Juan, y antes de purificarla con el agua bendita y el hisopo leyó el capítulo veintiuno.

—«Con eso me llevó en espíritu a un monte grande y encumbrado, y mostróme la ciudad santa de Jerusalén, que descendía del cielo y venía de Dios. La cual tenía la claridad de Dios, cuya luz era semejante a una piedra preciosa, a piedra de jaspe, transparente como cristal.» Ésta es la nueva casa de Dios, y será la casa de su luz celestial.

Don Fernando asintió ante las palabras del obispo.

—Me ha dicho don Mauricio —comentó el rey dirigiéndose al arquitecto— que le habéis asegurado que en diez años estará concluida la obra hasta el crucero.

—Tal vez once; si no falta el dinero que hemos presupuestado, así será, majestad —repuso Luis.

—Contad con ello, maestro.

—Gracias.

—Debemos aprovechar los buenos tiempos que corren para las arcas del tesoro y la prosperidad de Castilla. Hemos ordenado acuñar una nueva moneda de oro, la dobla, para que sustituya a los viejos maravedís; con ello habrá más dinero y más riqueza para todos.

La nueva moneda de oro castellana imitaba al diñar de oro del imperio almohade, que aunque estaba inmerso en plena descomposición desde la derrota en las Navas de Tolosa aún conservaba su poderío económico gracias al control del comercio del oro africano.

—A la reina le sientan bien los aires de Castilla —comentó uno de los canónigos en voz baja—. Desde que está entre nosotros ha engordado; será a causa de nuestro cordero y de nuestro buen pan.

—Tal vez sea eso, pero creo que está encinta —comentó otro de los miembros del cabildo.

En efecto, la reina doña Beatriz estaba embarazada de cinco meses, y aunque iba vestida con un amplio sayal de seda, su cintura comenzaba a revelar el avanzado estado de su preñez.

Entre los asistentes a aquella ceremonia, muchos de los cuales habían podido observar el talle delicadísimo y la fina cintura de la reina durante la boda real celebrada meses atrás, enseguida se corrió el rumor del embarazo real, y varios de los asistentes comenzaron a gritar vivas al rey, a la reina y al futuro heredero de Castilla.

La reina madre Berenguela lo observaba todo en silencio. Orgullosa de su hijo, sabedora de que el pueblo de Castilla lo había aceptado de buen grado, contenta por haber acertado en la elección de esposa para don Fernando, mostraba su talante más complaciente y amable, pero sin perder el rictus de majestad que siempre dibujaba en su rostro.

—Sois afortunado, don Mauricio —le dijo doña Berenguela al obispo de Burgos, al acabar la bendición de la primera piedra—. Habéis tenido la suerte de coincidir en vuestro episcopado con quien será el mejor rey de Castilla, y sin duda el más cristiano.

—Y vos, mi reina, sois la principal responsable de que así sea.

—Procuraré que damas y caballeros principales del reino elijan sepultura en la nueva catedral; eso os reportará cuantiosos beneficios para pagar vuestro nuevo templo.

—No será el mío, señora, sino el de Castilla, la casa que Dios merece en este reino.

—Claro, claro, la casa de Dios —ironizó doña Berenguela.

Arnal Rendol había llegado a Toro mediada la primavera. Durante varios meses había aguardado respuesta a su ofrecimiento al cabildo de su iglesia para trabajar en la decoración pictórica que se estaba realizando en unas capillas del templo. La iglesia mayor de Toro era una magnífica obra en el viejo estilo «al romano», coronada por una airosa cúpula que parecía copiada de alguna iglesia de Oriente.

Al fin, tras una larga espera de varios meses, Arnal llegó a la casa que había alquilado, y venía contento porque acababan de ofrecerle su primer trabajo en el reino de León.

—Voy a pintar un muro de la sala capitular. Es una obra pequeña pero suficiente para empezar a trabajar aquí, en el reino de León. El rey Alfonso ha conquistado Valencia de Alcántara, y la iglesia de Toro desea conmemorar esta victoria con un fresco que represente las glorias guerreras de su rey.

»No dispongo de ayudantes y además la obra encargada es tan nimia y me han ofrecido tan poco dinero que no me permite contratar a nadie, de modo que, mi pequeña Teresa, tendrás que hacer de ayudante de tu padre. Necesitaré a alguien que me ayude a preparar la pintura y a aplicar algunos colores. Se trata de un fresco y ya sabes que hay que pintar antes de que se seque el encalado. Ahora ya no es tiempo de jugar con las pinturas, ni de practicar con los pinceles, ahora tendrás que trabajar de verdad. ¿Estás dispuesta a hacerlo?

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