La reina Berenguela le había dicho que la boda debería celebrarse antes de que acabara aquel año de 1219, de modo que don Mauricio disponía de cierto margen para viajar hasta París y poder entrar en contacto con alguno de los grandes maestros, e incluso acordar ya el inicio de la nueva catedral que tanto ansiaba construir.
L
a comitiva castellana siguió el Camino de los peregrinos, pero en dirección hacia oriente, y atravesó el reino de Pamplona, donde gobernaba Sancho el Fuerte, un monarca belicoso y audaz, inmensamente rico gracias al tesoro real del califa almohade que capturara en la batalla de las Navas de Tolosa. Don Sancho había conseguido tantas riquezas que se decía de él que era el principal banquero de la Cristiandad, y que disponía de tal cantidad de dinero que podía prestar enormes cantidades a todos los reyes, nobles, eclesiásticos, comerciantes y campesinos de Europa, lo que suponía para su hacienda una nueva fuente de ingresos debido a los altos intereses de los préstamos.
Conforme iban atravesando Navarra, contemplaron que por todas partes se estaban edificando nuevas construcciones: castillos, palacios, abadías, monasterios, iglesias… La mayoría de esas obras estaban financiadas por el tesoro real de Pamplona, acrecentado con el extraordinario botín obtenido en la batalla de las Navas de Tolosa.
Tras pasar unos días en Pamplona y después en la abadía de Roncesvalles, donde un maestro de obra francés estaba dirigiendo la construcción de una gran basílica para acoger a los peregrinos, atravesaron los Pirineos por el puerto de Ibañeta, por la calzada donde, según se cantaba en algunos poemas épicos franceses, había sido derrotada la retaguardia del ejército de Carlomagno que mandaba Roldán, el sobrino del emperador de la barba florida.
Aquitania se abrió ante sus ojos cubierta por un manto verde esmeralda. Las tierras de Leonor estaban bañadas por una luz que refulgía bajo un cielo límpido y celeste. Don Mauricio cabalgaba casi al frente de la comitiva, inmediatamente detrás del capitán que encabezaba la escolta, siempre con la mirada atenta a los lados del camino, presto a desenvainar su espada en cuanto atisbara la menor situación de peligro.
Todo el Camino Francés a Compostela estaba lleno de alegorías a la batalla en la que Roldán perdió la vida. Los franceses lo consideraban el principal de sus héroes nacionales, el ejemplo del caballero arrojado y valiente de un tiempo lejano en el que todas las tierras entre los Pirineos y el mar del Norte estaban unidas bajo la gloriosa corona imperial de Carlomagno. No había iglesia, abadía o castillo en cuyas paredes no existiera un fresco con una representación del héroe legendario, o un capitel con la talla de una escena de alguna de sus aventuras; por todas partes los juglares y los trovadores cantaban canciones en las que Roldán abatía a un dragón, derrotaba a un gigante o resultaba vencedor en singular combate con terribles enemigos.
Y junto a las leyendas de Roldán y a sus hazañas coexistían las aventuras de los caballeros de la Tabla Redonda, los míticos compañeros del rey Arturo, el soberano de Bretaña, quienes habían jurado dedicar toda su vida y sus energías a la búsqueda del Santo Grial.
En una aldea del sur de Aquitania, el párroco de una iglesia que se preciaba de custodiar valiosas reliquias y de ser una de las más veneradas por los peregrinos jacobeos le contó a don Mauricio que el verdadero cáliz de la Ultima Cena estaba depositado en un templo fabuloso esculpido en una enorme roca en lo más profundo de los montes Pirineos. Le aseguró que algunos peregrinos lo habían visitado y que sus guardianes eran los miembros de una cofradía de monjes que custodiaban la más preciada reliquia de la Cristiandad en nombre de los reyes de Aragón, que se proclamaban sucesores de Arturo y protectores del Santo Grial.
Don Mauricio le preguntó al párroco por la distancia a la que se encontraba de allí ese fabuloso templo, y el cura le indicó que a unos siete u ocho días de viaje, pero que el templo estaba oculto en medio de sierras fragosas y ásperas, siempre cubiertas de pesada bruma y densa niebla, y que era imposible encontrar aquel recóndito lugar si no se disponía de un guía que conociera su ubicación exacta, pues estaba tan escondido que pasaba desapercibido para cualquiera.
Durante varias semanas viajaron hacia el norte, siempre por el Camino Francés; en cuanto perdieron de vista los Pirineos, el paisaje se tornó monótono: suavísimas colinas en medio de una llanura infinita cubierta de campos de trigo en los que de vez en cuando destacaba la torre de una iglesia o un castillo en lo alto de una suave loma. En las encrucijadas y en las orillas de los ríos se agrupaban numerosos caseríos de tamaños muy diversos; algunos eran apenas pequeñas aldeas de poco más de una docena de casas y otros configuraban aglomeraciones tan grandes como Burgos, e incluso más.
Muchas disponían de fortalezas imponentes construidas con piedras bien escuadradas, cuajadas de torreones poderosísimos labrados en sillares tan blancos que reflejaban los rayos del sol como si de un espejo de azogue se tratara. Esas ciudades poseían magníficas iglesias y catedrales, todas ellas construidas en el viejo estilo «al romano», pero todos los obispos de esas diócesis anhelaban construir pronto nuevas catedrales tal cual estaban siendo levantadas al norte del río Loira.
Aquitania había sido un gran estado autónomo, rico y poderoso, donde la riqueza y el bienestar habían florecido por doquier. Muchas de sus gentes todavía recordaban los tiempos en los que Leonor, su excelsa duquesa, reunía en su refinada Corte a decenas de trovadores que rivalizaban en la belleza de sus composiciones. Hacía apenas medio siglo que la mujer que ostentara sucesivamente las coronas reales de Francia y de Inglaterra había hecho de Aquitania la tierra del amor, del lujo y del estilo de vida más refinado que había conocido Occidente.
Los trovadores todavía poetizaban las hazañas de aquella mujer portentosa que, siguiendo a su primer esposo el rey de Francia hasta Tierra Santa, había levantado el ánimo de los alicaídos cruzados mostrando su pecho desnudo y su maravillosa cabellera al viento, cabalgando a lomos de su caballo al frente de los soldados de Cristo. Los últimos juglares cantaban en las esquinas de las plazas de las ciudades y en los patios de los palacios y castillos la pasión amorosa de Leonor de Aquitania y Enrique de Inglaterra, cuyo amor venció al mundo, y la energía que mantuvo, ya anciana, para sustentar sobre sus delicados y envejecidos hombros los derechos al trono de su hijo el rey Ricardo Corazón de León.
La gran dama de las cortes de amor y de los caballeros galantes, la mujer que había asombrado a Europa, yacía ahora durmiendo su sueño eterno en la abadía de Fontevrault, en un sarcófago de piedra policromada al lado de las tumbas de dos de sus pasiones en vida, su esposo el rey Enrique II de Inglaterra y su hijo Ricardo, el Corazón de León.
Al norte del Loira el cielo era menos luminoso. El intenso azul celeste de las tierras del Mediodía se tornaba en un desvaído azul blanquecino. Pero los campos de cereales y el paisaje monótono y ondulado seguían dominándolo todo.
Una mañana de principios de junio, bajo un sol ardiente y amarillo, divisaron el valle del Sena, y en el corazón de la extensa llanada, abrazada al río como una amante dormida, apareció el caserío gris y ocre de la ciudad de París.
Cinco soldados se habían adelantado una jornada para mostrar el documento rodado en el que el rey don Fernando de Castilla nombraba al portador del salvoconducto, don Mauricio, obispo de Burgos, embajador real y le otorgaba su representación en toda tierra de fieles y de infieles.
—Señor obispo, hemos avisado al preboste de París de vuestra inminente llegada; se ha mostrado muy amable y nos ha recomendado que nos alojemos en las dependencias de un convento que unos monjes italianos están construyendo en las afueras de la ciudad.
—¿Habéis hablado con el señor obispo?
—Hemos ido hasta su palacio, que está situado en una isla en el centro del río, pero allí nos han dicho que está fuera, visitando algunos lugares de la diócesis, pero que regresará pronto.
—Pues hagamos caso al preboste y vayamos a instalarnos donde nos ha aconsejado.
En cuanto dejaron sus pertrechos a resguardo fueron a visitar la catedral de Nuestra Señora. El templo, en pleno corazón de la isla llamada de la Cité, estaba ya muy avanzado. El plan de la obra era grandioso; cinco naves escalonadas en altura se extendían a lo largo de cuatrocientos pies de largo, con un crucero sólo acusado en alzado, que no en la planta.
—Cuando estuve estudiando aquí, hace diez años, la nave todavía estaba al aire libre, pues faltaba colocar casi toda la techumbre. Pero ahora, ¡Dios Santo!, es extraordinario. Fijaos en esas bóvedas, las tribunas, los ventanales, observad la luz, que lo inunda todo, todo… la luz, la luz…
Don Mauricio contemplaba extasiado la gran iglesia catedral de Nuestra Señora, tan grande que hubiera podido contener dentro de ella a tres catedrales como la de Burgos.
El obispo Mauricio había vivido en París algunos años antes. En esta ciudad, destino de cuantos eclesiásticos quisieran aprender todo lo que el mundo era capaz de enseñar hasta entonces, había estudiado con su amigo y compañero Rodrigo Jiménez de Rada. Cuando éste fue nombrado arzobispo de Toledo, en 1209, Mauricio regresó a Castilla, pues don Rodrigo lo llamó a su lado como arcediano. Cuatro años después y debido a su prestigio, fue nombrado obispo de Burgos, sin que hubiera cumplido aún los treinta años.
Durante varios días, y en tanto el obispo parisino no regresaba de su visita pastoral por la diócesis y lo recibía en su palacio, don Mauricio se interesó por todos los aspectos relacionados con la construcción de la catedral de Nuestra Señora. Le preocupaban los costes de la obra, el tiempo de ejecución, la manera de realizar las bóvedas, la cantidad de obreros y de oficios necesarios para semejante trabajo y la manera de coordinar a todos ellos.
Todos los días se acercaba hasta la catedral, donde una cuadrilla de escultores estaba comenzando a labrar las esculturas de la fachada principal, que en su estado final dispondría de dos enormes torres enmarcando un grandioso pórtico en el que las cinco naves se manifestaban al exterior en cinco puertas.
—Tenemos que ir a Chartres. No está muy lejos, apenas a dos días de camino hacia el oeste. Cuando estuve aquí no visité esa ciudad, pero todo el mundo hablaba de la catedral que se estaba construyendo allí. Uno de los oficiales de esta obra me ha recomendado visitarla.
Don Mauricio y el abad de Arlanza partieron hacia Chartres con una pequeña escolta de cuatro soldados mandados por el prior del Hospital. El resto de la comitiva castellana se quedó en París aguardando el regreso del obispo, en tanto el abad de Río Seco viajaba hacia Alemania para preparar el encuentro con la princesa Beatriz.
La catedral de Chartres surgió de entre los campos de trigo, ya amarillentos por el estío, como el esqueleto de una enorme ballena varada en una playa de dunas doradas. Desde la lejanía, el templo parecía totalmente acabado. Los arbotantes destacaban como las cuadernas de un navío o el gigantesco costillar descarnado de un animal fabuloso. Conforme don Mauricio y sus acompañantes se acercaban, la catedral de Chartres, ubicada en lo alto de una colina, parecía crecer hacia el cielo, agudizando su perfil estriado y difuso.
Aquel día era el último de la primavera, una jornada muy señalada, pues la nueva catedral de Chartres se había construido como un verdadero monumento a la luz, y el sol alcanzaría al día siguiente su punto más álgido de todo el año.
—¿Obispo de Burgos, decís? —le preguntó el posadero al que don Mauricio, el abad de Arlanza y los cuatro soldados de la escolta solicitaron posada.
—Sí, Burgos, en Castilla.
—He oído hablar de esa ciudad; algunos de mis clientes han hecho la peregrinación hasta la tumba del apóstol Santiago en Compostela. Parecéis un señor principal, pero perdonadme si os pido que me paguéis por adelantado.
Don Mauricio le indicó al abad de Arlanza que así lo hiciera; al posadero se le iluminó la cara cuando vio el brillo plateado de las monedas.
De inmediato se dirigieron a la catedral, que, tal como les había parecido desde lejos, estaba prácticamente terminada.
—Al fin, una catedral casi acabada. ¿Creéis, señor abad, que algún día tendremos en Burgos una como ésta?
—Si os lo proponéis, eminencia, seguro que sí.
Los dos clérigos entraron en la catedral. La tarde comenzaba a declinar y el sol rasante inundaba el espacio de una luz irisada. A través de los ventanales los haces luminosos se desplegaban por todo el interior del templo en una catarata de colores tornasolados.
Don Mauricio no pudo reprimir la emoción. Unió sus manos, alzó los brazos al cielo y cayó de rodillas en medio de la nave mayor. Sus ojos pasmados contemplaban la sinfonía de colores filtrados por los vidrios de los ventanales como si estuvieran presenciando el primer amanecer del universo.
Un personaje vestido con ropas talares se acercó a los dos castellanos.
—¿Sois extranjeros? —les preguntó en latín.
—Somos castellanos —respondió el abad de Arlanza, mientras don Mauricio seguía de rodillas, los brazos alzados, los ojos asombrados y la boca abierta—. Su eminencia, el obispo Mauricio de Burgos, y quien os habla, el abad de San Pedro de Arlanza.
—Yo soy Jean de la Tour, canónigo de la catedral de Chartres. Sed bienvenidos a la casa de Dios y de su Madre Santísima.
Pero don Mauricio no oía nada, todos sus sentidos estaban en esos momentos absortos en la luz de la catedral.
—¿Y qué os trae por aquí, señor obispo? —el canónigo De la Tour había acompañado a don Mauricio y al abad de regreso a la posada, y éstos le habían invitado a cenar con ellos.
—Vamos en busca de la futura esposa del rey de Castilla, la princesa Beatriz de Suabia.
—Pues os habéis desviado bastante de vuestro destino.
—Antes hemos decidido visitar París y Chartres para contemplar sus catedrales. Tengo la intención de construir una iglesia en Burgos, en este nuevo estilo.
—Ésa es ahora la idea de la mayoría de los obispos cristianos. Desde que el abad Suger encargara la construcción de su nueva iglesia en honor de San Dionisio y le indicara a su maestro de obra que el templo debía ser la casa de la luz, todos desean imitar a Suger.