En la Edad Media, el siglo XIII fue el siglo de la mujer y de las catedrales, una época de culto a la poesía, al amor y a la inteligencia que encuentra una de sus expresiones más acabadas en el arte gótico, que permite el maridaje entre la belleza artística y el homenaje a la deidad cristiana. Sin embargo, es también una época de persecuciones religiosas que obligan a la clandestinidad y al silencio a personajes como la protagonista de El número de Dios, Teresa Rendol. Hija de un maestro pintor y pintora ella misma desde muy joven, su azarosa historia la lleva a ser protagonista de la construcción de las catedrales de Burgos y León, y a entrar en contacto con uno de los secretos mejor guardados, transmitidos de generación en generación entre el gremio de arquitectos, el número de Dios, el secreto sobre el que se sustentan las catedrales del nuevo estilo importado de Francia.
En su regreso al Medievo, José Luis Corral nos ofrece un detallado paisaje histórico de un momento clave en la evolución artística e ideológica de Europa, al tiempo que nos sumerge en un misterio de primera magnitud. Probablemente, la novela más brillante hasta la fecha de José Luis Corral.
José Luis Corral
El número de Dios
ePUB v1.0
libra_86101007.09.12
Título original:
El número de Dios
José Luis Corral, 2004
Editor original: libra_861010 (v1.0)
La cifra y el número
E
l enlucido de cal todavía estaba fresco. Con extraordinaria habilidad, Arnal Rendol acababa de trazar las líneas maestras del dibujo que el cabildo de la catedral le había encargado para decorar la bóveda del ábside lateral izquierdo. Encaramado sobre un andamio de madera, con varias lámparas de aceite encendidas a su alrededor, el maestro pintor inspeccionaba el revestimiento de cal con el que sus ayudantes habían cubierto los sillares de piedra. Había elegido la zona central de la bóveda, en el punto más alto, para comenzar a pintar la escena de la Virgen en el momento de la Visitación.
Al pie del andamio, ensimismada ante la bóveda parcialmente cubierta de un blanco reluciente y bruñido, la pequeña Teresa contemplaba a su padre sin perder un solo detalle del movimiento seguro y firme de su experta mano, que iba y venía de izquierda a derecha y de arriba abajo llenando de color un dibujo perfilado en negro.
Teresa Rendol tenía cinco años. Había nacido en Burgos en el año del Señor de 1212, el de la victoria cristiana en la batalla de las Navas de Tolosa, justo tres años después de que sus padres se instalaran en la ciudad que era considerada cabeza del reino de Castilla, huyendo de la persecución que el papa Inocencio III había decretado contra los herejes del sur de Francia. Sus padres eran originarios de la villa occitana de Pamiers y en su tierra habían profesado las creencias y los ideales de «los hermanos perfectos», los cátaros, a quienes la Iglesia romana consideraba como herejes irreductibles a los que había que combatir hasta la muerte. Convencidos de la fuerza de su fe, de la razón de sus creencias, de la bondad de sus sentimientos y de que eran los verdaderos imitadores de Cristo, los cátaros habían logrado atraer a su lado a un gran número de gentes de todo el país del Languedoc, hasta que Roma consideró que se habían convertido en un movimiento demasiado peligroso y que ante su contumacia no quedaba otro remedio que iniciar contra ellos una cruzada que los guiara por la correcta senda trazada por la Iglesia o los eliminara de la faz de la tierra.
Arnal Rendol se había ganado una buena reputación en Languedoc como pintor de frescos de escenas religiosas. Miembro de un prestigioso linaje de maestros pintores, había aprendido el oficio en el taller de su padre y a él le debía también sus creencias religiosas, que intentaba plasmar en todas sus obras. Los cátaros se consideraban a sí mismos como «los perfectos», «los puros», «los hijos de la luz», y Arnal entendía que no existía nada mejor para iluminar sus ideales religiosos que la pintura al fresco.
Su vida en Pamiers había transcurrido feliz y con cierto bienestar, el que le procuraban los ingresos que recibía al realizar los encargos de murales al fresco, que no cesaban de llegar a su taller. En aquel tiempo, Europa entera florecía y prosperaba; los campos recién roturados proporcionaban cosechas copiosas, los ganados engordaban en los abundantes y ricos pastos, los mercaderes ganaban verdaderas fortunas comerciando con lana, trigo, sal y especias, y los artesanos encontraban con facilidad mercados donde acudían adinerados clientes ansiosos de adquirir sus productos; las malas cosechas, el hambre, la peste y las enfermedades eran un triste recuerdo de un pasado remoto.
Arnal había unido su vida a la de una mujer también cátara, y vivía dichoso en su casa del burgo nuevo de Pamiers; y una vez conseguido el grado de maestro, había logrado fundar su propio taller en el que llegaron a trabajar tres oficiales y siete aprendices.
Pero aquel nefasto día de fines de primavera de 1209 el mundo de sueños que había comenzado a construir se vino abajo de manera estrepitosa. El belicoso Simón de Monfort, hombre decidido e impetuoso, irrumpió en Languedoc al frente de un ejército de soldados mercenarios bendecido por el Papa y asoló villas y aldeas, dejando a su paso un sangriento reguero de muerte y dolor sin cuento. Los cátaros fueron perseguidos y masacrados por millares.
Incapaz de empuñar un arma para defenderse, tal como le obligaban sus creencias, y antes de que la justicia pontificia cayera sobre su alma cátara, Arnal Rendol y su compañera Felipa huyeron hacia occidente siguiendo el Camino Francés que bajo el nocturno cielo lechoso de la Vía Láctea acaba en Compostela, allá donde la leyenda señala que había sido enterrado el apóstol Santiago.
Durante varias semanas, ocultando su verdadera identidad bajo la inocente apariencia de un matrimonio de peregrinos en camino hacia Compostela en busca del perdón de sus pecados, fueron ganando etapas en la ruta y alejándose de la matanza que las tropas pontificias estaban perpetrando en su tierra. A fines del verano, confundidos entre la marea de peregrinos, llegaron a Burgos.
La ciudad castellana, casi a mitad de camino entre los Pirineos y Compostela, hervía de bullicio y de oportunidades para quien se decidiera a establecer una tienda o un taller. Nacida al abrigo de una recia fortaleza, Burgos estaba creciendo gracias a las donaciones reales y a los negocios que surgían por doquier en torno al caudal de peregrinos que hacían el Camino. Cuando Arnal y Felipa llegaron a esa ciudad, la catedral fundada por el rey Alfonso VI, el conquistador de Toledo, estaba terminada y varios pintores habían recibido diversos encargos para decorar con escenas bíblicas todo el interior.
Arnal, que llevaba varias semanas sin pintar, no lo pensó dos veces, y al enterarse de que el cabildo y el obispo demandaban artistas que fueran capaces de plasmar las escenas de la Biblia en una pared, se presentó para hacer una prueba.
El canónigo encargado de la obra de la catedral, un adusto y casi etéreo individuo de perfil aguileño y vivaces ojos pequeños y hundidos, lo sometió a examen. Arnal dibujó con delicada precisión un pantocrátor, el Cristo en figura mayestática rodeado de los símbolos de los cuatro evangelistas, la misma escena que había realizado en Pamiers para obtener el grado de maestro; ante la perfección del dibujo, fue contratado de inmediato.
Teresa nació tres años después de que la pareja se instalara en Burgos.
La muchachita tenía el iris del color dorado de la arena. Su madre había muerto en el momento del parto y desde entonces Arnal la había cuidado con esmero, dedicándole tanta atención que apenas se separaba un instante de su lado. Desde el momento en que comenzó a dar sus primeros pasos, Teresa solía acompañar a su padre en el trabajo. Mientras el maestro de Pamiers dibujaba o pintaba sobre la pared encalada de alguna iglesia, la niña se sentaba frente a su progenitor y observaba cómo iban surgiendo de su prodigiosa mano ángeles y demonios, santos y pecadores, mártires y verdugos. Pero lo que más le fascinaba eran los colores. Cuando Arnal preparaba los intensos pigmentos con los que más tarde colorearía sus precisos dibujos sobre la cal fresca, Teresa contemplaba extasiada los rojos sangre, los ocres dorados, los verdes esmeraldas y los azules cobalto; sus ojos curiosos de niña parecían querer atrapar todos y cada uno de los matices de todos y cada uno de los tonos que su padre creaba mezclando esencias vegetales, óxidos metálicos y pigmentos minerales.
Arnal acababa de trazar el perfil del manto de la Virgen y estaba a punto de comenzar a aplicar las primeras pinceladas de azul cobalto cuando volvió la mirada hacia abajo. Apostado desde lo alto del andamio, contempló a su hijita, que recostada sobre una de las paredes miraba hacia arriba absolutamente fascinada.
—Teresa —le dijo—, ¿te gustaría pintar?
La muchachita hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Sí, padre, pero no sé.
—No te preocupes, yo te enseñaré.
Arnal bajó con precaución del andamio y le pidió a uno de sus aprendices que le ayudara a subir a su hija.
—¿No tendrás miedo, verdad?
—No, padre.
—Ten mucho cuidado y haz cuanto te ordene.
Con la ayuda del aprendiz, Arnal y su hija ganaron la plataforma del andamio sobre la que el maestro occitano estaba pintando los últimos frescos de la catedral. Una docena de candiles de aceite colocados en un círculo en la plataforma del andamio iluminaba la pared recién enjalbegada de cal, sobre la cual Arnal había trazado unas líneas negras que perfilaban los dibujos que había que colorear de inmediato, antes de que se secara el enlucido. La técnica de la pintura al fresco requería de una habilidad extraordinaria. Los colores tenían que aplicarse necesariamente sobre la cal todavía húmeda, de modo que los pigmentos penetraran y se fijaran de manera que, cuando se secara, la pintura no se desprendiera y acabara desapareciendo, o con los colores tan rebajados que no quedaran con el aspecto luminoso y brillante que se requería.
—Coge ese pincel, empapa la mitad de la longitud de las cerdas en el cuenco de pintura azul y rellena el espacio que hay entre esas dos líneas negras; hazlo despacio, con movimientos seguros, sin miedo, pero antes de dar cada una de las pinceladas piensa bien lo que vas a hacer, y no dudes nunca. Si te equivocas, no habrá lugar para rectificaciones.
Teresa cogió el pincel, lo untó en la pintura tal como le había dicho su padre y lo aplicó en el lugar que le había señalado. El pincel, guiado por la mano de la niña, se desplazó sobre la superficie encalada con tal seguridad que a Arnal le dio la impresión de estar dirigido por un buen oficial.
Lentamente pero con firmeza y serenidad, Teresa rellenó el espacio de pared que le había delimitado su padre.
—¡Hija mía! —exclamó Arnal emocionado—, jamás había visto a ningún aprendiz manejar el pincel con tanta seguridad.
—Es muy divertido, padre, me gusta.
—Bien, en ese caso te incluiré entre los aprendices del taller. Aún eres demasiado pequeña para hacer ciertas cosas, pero puedes ayudar a preparar las pinturas e incluso a rellenar de color los dibujos que no presenten demasiada dificultad. Si tu madre pudiera verte ahora estaría orgullosa de ti.