—Creo que sé quién es; compartimos una noche en la catedral del apóstol. Un tipo de poco fiar.
—Mi padre dijo que el tablero era de muy buena factura y que las piezas estaban talladas en marfil.
—A veces algunos mercaderes desaprensivos hacen pasar figuras talladas en huesos de vaca como si estuvieran hechas de verdadero marfil.
En el juego del ajedrez, que practicaban los dos amantes dos o tres veces por semana, Enrique era mucho más imaginativo y solía jugar arriesgando mucho sus piezas, con movimientos de gran genialidad, aunque a veces cometía errores muy graves debido a su excesiva impetuosidad. Por el contrario, Teresa era mucho más reflexiva y, aunque le costaba más tiempo tomar una decisión, cuando movía una pieza había analizado todas las combinaciones posibles y elegía la mejor para su juego.
Teresa siempre le ganaba a Enrique, quien, aunque a veces lograba posiciones muy ventajosas, las solía estropear con errores clamorosos.
Enrique colocó el rey en la casilla equivocada.
—Jaque mate —sentenció Teresa.
—Como siempre. Podrías dejarte ganar alguna vez.
—Tú jamás consentirías que lo hiciera.
—Bueno, tal vez si no me diera cuenta… —supuso Enrique.
—Seguro que sí.
El arquitecto se levantó y besó a su amante. Sus manos se deslizaron por el escote de Teresa hasta alcanzar su pecho.
—Eres la mujer más bella del mundo.
—El mundo es muy grande —replicó Teresa.
Enrique volvió a besarla, con tanta dulzura como deseo.
—Algún día serás mi esposa.
—Soy mucho más que eso.
—No te entiendo. Nunca entiendo qué quieres decir cuando hablas de este modo. ¿Por qué es tan difícil que nos casemos y podamos hacer una vida normal?
—Nada nos impide vivir juntos.
—No, hasta ahora, pero quién sabe qué puede ocurrir en el futuro. Hay clérigos que predican en sus púlpitos en contra de las parejas que viven amancebadas. Mientras las despensas estén llenas de pan, aceite, quesos, embutidos y conservas no ocurrirá nada, pero si alguna vez faltan esos bienes, entonces la gente se volverá contra aquellos que sean señalados por la Iglesia, y nosotros somos ese tipo de personas —añadió Enrique.
—Antes perseguirán a los judíos, a los sarracenos y a los herejes. Si la Iglesia condena a los amancebados, casi todos los curas, canónigos y obispos de estos reinos serán castigados, y no creo que sean tan idiotas como para condenarse a sí mismos —objetó Teresa.
—Los judíos están siendo acosados en mi país, los herejes en el Languedoc y los sarracenos sufren el ataque de los cruzados en Tierra Santa y aquí mismo, en al-Andalus. Esos tiempos ya han llegado.
—Pero nadie ha movido un dedo contra los amancebados.
—No creo que tarden demasiado en hacerlo —dijo Enrique.
Don Juan, obispo de Burgos y canciller de su majestad Fernando de Castilla y León, subió la escalinata que desde la plaza de Santa María ascendía hasta la portada del Sarmental; lo hizo apoyado en su báculo episcopal, rematado con una cruz de plata sobredorada. Junto al umbral aguardaban varias decenas de personas, todo el cabildo de canónigos y los maestros de los talleres de la fábrica.
El obispo cogió un hisopo, lo empapó en agua bendita y asperjó la portada, a la vez que pronunciaba una oración en latín.
—Don Mauricio estará muy contento —bisbisó Teresa al oído de Enrique.
Desde el parteluz, la figura en piedra de don Mauricio parecía contemplarlo todo con ojos serenos y reposados.
—Seguro que sí.
Una vez dentro del templo, se ofició una misa por el alma de don Mauricio y se dieron gracias al Altísimo por haber permitido culminar la obra de la portada del Sarmental, de la que don Juan dijo que se trataba de la puerta más hermosa de cuantas había en las catedrales del mundo.
Al oír esta frase, Teresa y Enrique se miraron y, moviendo apenas los labios, murmuraron a la par:
—El mundo es muy grande.
Acabada la misa, don Juan habló con Enrique. Le dijo que su oficio como canciller real le obligaba a viajar constantemente acompañando a don Fernando. Era uno de los hombres de confianza del rey y éste lo necesitaba a su lado tanto como canciller como, sobre todo, consejero y amigo.
—No obstante, deseo que sigáis al frente de esta obra, maese Enrique, y que lo hagáis con el mismo empeño y dedicación que habéis mostrado hasta ahora. Todos los canónigos me han hablado muy bien de vuestro trabajo, aunque alguno ha lamentado que viváis en pecado con esa pintora. Tenéis… ¿veintisiete, veintiocho años?
—He cumplido treinta, eminencia —dijo Enrique.
—A esa edad ya hay hombres que son abuelos o están a punto de serlo, y en cambio vos seguís soltero. Y por lo que conozco, no os atormenta el estado pecaminoso en el que estáis viviendo, de modo que no sé qué os puede impedir casaros con esa tal Teresa Rendol.
—Lo impide ella, eminencia; no desea casarse.
—Extraños seres son las hembras. Nadie es capaz siquiera de atisbar qué ideas pasan por sus cabezas. ¡Qué otra cosa se puede esperar de un ser sin alma!
»Procurad convencerla, don Enrique. Se avecinan tiempos convulsos. Hace unas décadas, el rey Enrique II de Inglaterra ordenó asesinar a Tomás Becket, el obispo de Canterbury. Los cobardes sicarios lo hicieron en la misma catedral; bien, entonces no pasó casi nada, y todo se saldó con una petición de perdón de Enrique al Papa. Ahora las cosas son distintas: el Papa es capaz de excomulgar al emperador y de arrasar el Languedoc en nombre de la fe. Si hubiera papa, claro; desde que murió Gregorio IX, hace más de un año, la sede pontificia sigue vacante, y eso suele ser una señal de que va a haber problemas. Hacedme caso, don Enrique, sólo una esposa os garantizará sosiego y cariño.
A
finales de 1240, la cabecera, el crucero y la portada del Sarmental estaban acabados por completo. Entre tanto, se seguía trabajando en la portada de la Coronería, en la fachada norte del crucero. Luis de Rouen, a instancias de don Mauricio, había planeado esa fachada a modo de bienvenida, pues era por esa puerta por donde entraban a la catedral los peregrinos que hacían el camino a Compostela.
Aun así, desde que el nuevo obispo don Juan se había hecho cargo de la diócesis, no parecía demasiado dispuesto a que la figura de don Mauricio presidiera la fachada del Sarmental y en cambio no estuviera la suya en ninguna parte del edificio.
En una conversación con Enrique, el nuevo obispo le había sugerido al arquitecto la idea de labrar una estatua con su figura y colocarla en el parteluz de la portada norte. Enrique le había contestado que eso no era cosa suya sino del cabildo y que además la portada norte no tenía en principio parteluz. La puerta de la Coronería era más estrecha que la del Sarmental y estaba muy elevada sobre el suelo de la catedral, por lo que había que salvar semejante desnivel mediante una ingeniosa escalera.
—El cabildo y sus canónigos nunca permitirán que yo tenga una estatua en esta catedral. Ya sabéis vos, don Enrique, que no he sido bien recibido por estos hermanos en Cristo y que si me han admitido aun a su pesar ha sido porque el rey don Fernando lo ha impuesto. Si por ellos fuera, yo no sería obispo de Burgos.
—Deberíais ganaros la confianza de los señores canónigos. Un enfrentamiento permanente entre vos y los miembros del cabildo sólo generaría inestabilidad, falta de rapidez en la toma de decisiones y demoras en la obra. Desde que murió don Mauricio hemos retrasado en varios meses los planes previstos. Ya deberíamos estar empezando a levantar los muros de la nave, desde el crucero a la fachada principal, y todavía no hemos acabado siquiera la de la Coronería.
—Esta catedral fue un empeño obsesivo de don Mauricio, su pasión vital. Para mí es un deber continuar su obra hasta acabarla según vuestros planes, pero no me obsesiona terminarla cuanto antes.
Enrique adivinó en las palabras de don Juan un cierto resquemor por no haber sido él quien iniciara la obra, por no poder añadir su imagen en piedra a la fachada de la Coronería, por no ser el obispo que pasara en su día a las grandes crónicas del reino como el prelado que inició la que los castellanos consideraban como su primera nueva gran catedral. Siempre estaría delante de él don Mauricio; en cierto modo, era como una especie de segundón, en tanto todos los honores, títulos y herencias se los quedaba el primogénito.
—Vos ya no podréis ser el prelado que inició esta obra, pero sí el que la acabe. Si su eminencia lo desea, planearemos una fachada occidental en la que vuestra figura pueda estar destacada por encima de las demás. «Don Mauricio la inició, don Juan la terminó», ésa podría ser una buena frase para concluir la catedral y grabarla en una lápida para colocarla junto a vuestra estatua en la portada principal, la última piedra, tal vez debajo del gran rosetón por el que penetre en el interior el último rayo de sol de cada día.
—Yo soy un hombre de Corte. Don Fernando me ha pedido que siga siendo su canciller, y en consecuencia deberé acompañarlo a Toledo, a Córdoba, a cada una de sus batallas y conquistas. Vestiré más tiempo la armadura del guerrero que la túnica episcopal. No creo que pase demasiado tiempo en Burgos, tal vez tan sólo los días que el rey permanezca en la ciudad. El próximo año va a poner todo su esfuerzo y a dedicar la mayor parte de su tiempo a la conquista de Jaén y de Sevilla. Tiene cuarenta años, una edad a partir de la cual la muerte acecha incluso a los reyes. Se ha propuesto legar a su hijo don Alfonso un dominio que se extienda desde el mar de Vizcaya hasta el estrecho de Gibraltar, unos reinos de Castilla y León que se bañen en los dos mares de esta Península.
»Venid conmigo.
Don Juan condujo a Enrique junto a un armario con cajones. Abrió uno de ellos y sacó un pergamino en el que había dibujado un mapa.
—Vaya, tenéis un mapa del mundo.
—Era de don Mauricio, ¿nunca os lo enseñó? —le preguntó el obispo.
—No, ni siquiera mencionó su existencia.
—Fijaos en esta inscripción, está en árabe.
—Lo siento, eminencia, no sé leer esa lengua.
—Yo sí; la aprendí en el transcurso de las campañas de don Fernando en Córdoba.
El mapa de las tierras conocidas tenía los caracteres en árabe. Las tierras emergidas ocupaban el centro, una especie de círculo abierto a la derecha a través de una hendidura que penetraba hasta el centro del círculo y que estaba pintada en azul.
—El sur está arriba —dijo Enrique.
—Así es como lo representan los sarracenos. Éste es el mundo, don Enrique. La mancha azul es el mar Mediterráneo, esta ciudad de tejados rojos es Jerusalén, al-Quds, la llaman los seguidores de Mahoma, esta mancha es el mar Negro, el Ponto Euxino de los romanos, y aquí, debajo de la «Tierra desconocida», estamos nosotros; esta punta del mapa, en el confín de las tierras emergidas, es la península que los griegos llamaron Iberia y los romanos Hispania, y más de la mitad de ella forma parte de los dominios del rey de Castilla y de León, y quién sabe si alguna vez toda ella.
—Olvidáis al rey de Portugal, y al de Navarra, y al poderoso y ambicioso Jaime de Aragón, y a los reyezuelos sarracenos del sur, que todavía mantienen en su poder buena parte del Guadalquivir y de las sierras meridionales…
—A esos infieles les queda muy poco tiempo —aseguró don Juan—. Y en cuanto a Portugal y Aragón… bueno, nada que no se pueda arreglar con un par de matrimonios adecuados y un poco de tiempo, y Navarra caerá entonces como fruta madura.
»Y ahora deberéis excusarme. Don Fernando me reclama en el sur. Está en Córdoba y desea que vaya junto a él cuanto antes.
—Eminencia, los nuevos planos, la nave, la portada principal… Hay que decidir la continuación de las obras, seguir adelante con el proyecto, acabar la casa de Dios —repuso Enrique.
»Hace tiempo que tengo pensada la manera de continuar. La elevación de la hostia en la eucaristía hace patente a todos los fieles la presencia de Dios en carne viva en el templo. Eso significa una nueva percepción del rito y del hecho religioso. La nave tiene que reflejar esa nueva presencia. Y la fachada principal… es la puerta de la casa de Dios, así la he pensado. Y para los nuevos pilares he añadido en las basas una escotadura más con respecto a los de la cabecera para otorgarles una mayor elegancia. Quiero elevar los arbotantes para ganar en altura y reducir el macizo de los muros cuanto sea posible.
—Hacedlo, hacedlo, por mi parte no hay inconveniente, confío en vuestra experiencia.
—Pero, eminencia, vos sois quien ha de decidir, con el apoyo del cabildo.
—Olvidaos de eso, don Enrique; yo jamás tendré el apoyo de esa banda de engolados canónigos, que sólo anhelan engordar sus ya cuantiosas haciendas con nuevos beneficios y prebendas.
—Hay algunos muy generosos. Don Aparicio, el arcediano de Treviño, fundó el año pasado dos capellanías en el altar de san Juan Evangelista dejando para su dotación varias casas de su propiedad.
—Este hombre anhela ser el próximo obispo. Lo hizo por puro egoísmo, para que se diga una misa diaria para remedio de su alma. Creen esos ilusos que pueden comprar su eternidad tan fácilmente como compran un queso en el mercado. Ese Aparicio ambiciona ser obispo, y tal vez lo consiga.
Don Juan guardó el mapa del mundo y despidió a Enrique sin dejar fijada ninguna instrucción sobre cómo continuar las obras.
Teresa Rendol se había cubierto la cabeza con un velo y esperaba en su casa a que Enrique regresara tras su conversación con el obispo. Cuando el arquitecto la vio con el velo, tuvo un presentimiento.
—¿Te has casado, o deseas casarte? —le preguntó.
—¿Por qué lo dices?
—Por el velo, claro. Aquí es costumbre que sólo lo usen las mujeres casadas. La solteras llevan el pelo suelto; todo lo más, sujeto con un pasador o una redecilla.
—Las prostitutas también —aseguró Teresa.
—¿Cómo dices? —se sorprendió Enrique.
—Lo que has oído, que las prostitutas también llevan el pelo suelto. Las habrás visto en más de una ocasión en los alrededores del burdel.
—¿A qué viene esto?
—A nada, sólo quería demostrarte cuánta importancia otorgáis los hombres a la apariencia.
Enrique besó a su amante.
Teresa tenía una belleza tan radiante como jamás había visto en mujer alguna. Sus ojos melados parecían emitir su propia luz, como si su interior estuviera iluminado. El iris de Teresa semejaba a una pequeña vidriera que dejara pasar la luz procedente del interior.