Enrique se casó con Matea en la catedral de Burgos. El cabildo consintió en que lo hiciera en el altar mayor y que oficiara la ceremonia el nuevo obispo, a pesar de que su nombramiento no había sido ratificado todavía por el Papa.
La pareja de recién casados salió de la catedral por la puerta del Perdón, la principal, que ya lucía todo su esplendor, con la escena de la Ascensión de la Virgen a los cielos escoltada por hileras de ángeles y santos sobre la del centro, la Coronación sobre la de la derecha y la Anunciación sobre la de la izquierda. Por encima de las tres puertas destacaban toda una serie de figuras de reyes y profetas a modo de caballeros idealizados; entre ellas ocupaban un lugar de honor las de los reyes Alfonso VI y Fernando III y las de los obispos Arterio y Mauricio, monarcas y prelados impulsores respectivamente de la primera y segunda catedrales.
Nada más casarse, Enrique se instaló en una lujosa casa de la calle de las Armas, que el padre de Matea le había entregado como dote de boda, además de tres mil maravedís, una jarra, dos vasos, cuatro escudillas y cuatro cucharas de plata, dos bacines de latón, una mula, un borrico, una yegua y dos muletos. Maestro de obra, casado con una de las más ricas herederas de Burgos, Enrique ya podía entrar en la mejor de las cofradías de la ciudad. En esa calle vivían muchos caballeros e infanzones. Pero a las pocas semanas, Enrique de Rouen se trasladó con su joven esposa a León. Sobre los cimientos de la cabecera de la nueva catedral ya estaban comenzando a levantarse las cinco capillas de la girola.
Enrique celebró una reunión con todos los maestros y primeros oficiales de los talleres de León en un cobertizo de madera construido al lado de la obra; muchos de ellos ya habían trabajado a sus órdenes en Burgos, otros habían sido contratados por el propio Enrique y unos pocos procedían de Francia.
—Amigos. El señor obispo de León nos ha hecho un encargo sencillo pero claro: construir la catedral más hermosa del mundo. El maestro Simón dejó dibujado un plano y excavados unos cimientos que yo he respetado. Pero a partir de aquí vamos a levantar un templo nuevo. Sé que alguno de vosotros creerá que no es posible construir un edificio como el que propongo, pero os aseguro que se puede hacer. Mi intención es aprovechar nuestra experiencia en la construcción de la catedral de Burgos y la técnica que ha utilizado el maestro Jacques en la Santa Capilla de París para a partir de ahí crear un edificio audaz, como nunca antes se ha visto.
»Una catedral del nuevo estilo de la luz no sólo representa la casa de Dios, como cualquier otra iglesia, ha de ser la misma casa de Dios, es decir, una imagen del Cielo. Pero a la vez es la fortaleza donde se defiende la verdadera fe, el santuario de la ciudad y del pueblo. En este edificio tenemos que conseguir que se refleje todo esto y que se haga en perfecta armonía, la misma con la que el Creador construyó el universo. Dios fue el primer arquitecto. Nosotros no podemos reproducir su obra, pero podemos imitarla a escala humana.
»Esta catedral ha de ser como la música, y la música que en ella suene debe reflejar un universo en armonía.
»En cuanto a la manera de organizar el trabajo, debe quedar claro que no podemos repetir los errores que cometimos en Burgos. No permitiré que en ningún taller trabajen aprendices de menos de doce años. Antes de esa edad ni se tiene la fuerza suficiente ni el sentido común para realizar ciertos trabajos. Ningún aprendiz será promovido a la categoría de oficial antes de siete años de aprendizaje, por muy experto que aparezca o que demuestre ser en el manejo del escoplo, de la gubia o del pincel. Sólo podrán acceder al grado de maestro aquellos oficiales que alcancen la destreza suficiente en todos los oficios: arquitectura, escultura, pintura, carpintería y vidrio. Para ello deberán presentar una obra de su especialidad ante un jurado de tres maestros, y deberán responder durante toda una semana a las preguntas que ese tribunal les plantee.
»Cada taller se organizará en gremios y cada gremio deberá constituirse no sólo como lugar de trabajo sino también como un verdadero centro de educación. Los maestros deberán enseñar con eficacia a los oficiales y éstos a los aprendices.
»Espero que estas instrucciones queden claras para todos. El trabajo de cada uno de nosotros ha de ser el mejor que hayamos hecho nunca.
—¿Habrá dinero suficiente para construir esta catedral? —preguntó uno de los maestros de taller.
—El rey en persona y el obispo don Martín me lo han garantizado.
—He oído que las fianzas de su majestad no son precisamente muy boyantes. Mi hermano —continuó el maestro carpintero— trabaja en la Corte y me dijo hace unas semanas que han reducido a ciento cincuenta maravedís diarios el gasto para alimentación de los miembros de la casa real. El camarero del rey les dijo que todos los oficiales de la Corte debían de comer más mesuradamente.
—Con ciento cincuenta maravedís se pueden comprar cinco casas. No me parece que esa reducción sea demasiado grave. Además, algunos oficiales de la Corte estaban demasiado gordos. En cualquier caso, el rey puede recurrir al préstamo, no en vano ha impuesto a los prestamistas judíos una reducción del interés anual al treinta y tres por ciento —dijo Enrique.
—Parecéis muy seguro de que no faltará dinero para esta catedral. Mi experiencia en Burgos me dice que, cuando se necesitan fondos para la guerra, éstos suelen detraerse de tales obras —insistió el maestro carpintero.
—El obispo don Martín es un hombre inmensamente rico. En Burgos me prometió que si faltaban las rentas reales o las de la propia diócesis, garantizaba la continuación de la fábrica con su propio peculio.
»Don Alfonso necesita su propia catedral. Su padre impulsó las de Burgos y Toledo, y ahí están para su mayor gloria; la de León ha de ser la gran obra de don Alfonso.
Las palabras contundentes de Enrique convencieron a los asistentes.
L
a nieve caía sobre Burgos. Desde la ventana de su casa del barrio de San Esteban, Teresa Rendol contemplaba cómo los copos enormes pero ligeros se posaban con suavidad sobre el suelo totalmente cubierto de blanco.
La maestra de pintura había cumplido cuarenta y seis años. Sus ojos melados mantenían el brillo dorado de su juventud, pero varias arrugas y algunas pequeñas manchas denotaban que el paso del tiempo estaba dejando sus inevitables huellas.
El maestro de obra de las catedrales de Burgos y de León, pensó Teresa, estaría con su joven esposa acostada en el lugar del lecho que durante tantos años había ocupado ella. Teresa sintió un escalofrío e instintivamente se acomodó la manta de lana que había colocado sobre sus rodillas. En la estancia donde se encontraba crepitaban varios troncos en la chimenea y el fuego que desprendían producía un calor agradable. Supo entonces que aquella extraña sensación de frío procedía de su interior.
Por primera vez, Teresa dudó. Durante toda su vida había sido fiel a sus creencias cátaras. Por ellas había sacrificado el amor por Enrique, por ellas había sufrido el dolor de su amante, por ellas había rechazado una y otra vez las propuestas de matrimonio del hombre al que amaba con todo su corazón, por ellas se encontraba sola…
Su criada, una jovencita de doce años a la que acababa de recoger en su casa a cambio de cama y comida, entró en la estancia con una escudilla de caldo de gallina y un plato con pescado en salazón. Teresa había pasado toda la mañana pintando y no había tomado nada desde el desayuno. La maestra agradeció a la muchacha el caldo, pero dejó la escudilla sobre la mesa sin beber un solo sorbo.
—Deberíais beberlo antes de que se enfríe, señora —dijo la criada.
—Lo haré, Juana, lo haré.
Cuando Juana salió de la estancia, los ojos de Teresa se inundaron de lágrimas. Entonces tomó la escudilla entre sus manos, sintió el calor del líquido y se la llevó a los labios. Una lágrima cayó sobre el caldo caliente y humeante.
Enrique regresó a Burgos mediada la primavera de 1259 y lo hizo con su esposa Matea, a la que durante dos meses le había faltado el flujo menstrual. Una partera de Burgos le confirmó que estaba preñada. Con dos obras tan importantes a la vez, Enrique sabía que tendría que viajar una o dos veces al año y repartir su tiempo entre Burgos y León. De vuelta a Castilla, Enrique pensó en visitar a Teresa. No estaba seguro de cómo respondería su antigua amante. Desde que se separaran con un simple adiós, no se habían vuelto a ver y ahora la situación era bien distinta a la del momento de la despedida. Enrique estaba casado con una muchacha que bien podría ser su hija y que además estaba embarazada del vástago que siempre quiso tener con Teresa.
En varias ocasiones, Enrique se acercó hasta la casa de Teresa, en el barrio de San Esteban, y en alguna de ellas a punto estuvo de llamar a la puerta, pero no pudo hacerlo. Por fin, una mañana se atrevió.
Juana, la joven criada, fue quien abrió la puerta. Enrique se identificó como el maestro de obra de la catedral y preguntó por doña Teresa Rendol. Instantes después, Teresa apareció en el zaguán. Los dos viejos amantes se quedaron uno frente al otro, en silencio, observándose mutuamente. Enrique supo que seguía amando a aquella mujer, y Teresa sintió de nuevo que su corazón cobraba la vida que había perdido en los últimos meses.
—Te creía en León, con tu esposa —mintió Teresa, que sabía que Enrique había regresado a Burgos.
—Tengo que dirigir dos obras y debo repartir mi tiempo entre estas dos ciudades. Ahora le toca a Burgos.
—¿Qué tal se encuentra tu joven esposa?
—Está embarazada.
Teresa sintió como si un latigazo invisible le hubiera azotado el corazón, pero no dejó entrever el menor gesto de dolor.
—Me alegro por ti. Creo que nunca hablamos de ello, pero sé que deseabas tener un hijo.
—Soy el último de los Rouen; conmigo se hubiera acabado un linaje de maestros de obra que viene de varias generaciones atrás, por eso tenía la obligación de perpetuarlo.
—¿Tú también crees en esa nueva moda de la continuidad del apellido? Ya no se trata tan sólo de la obsesión de reyes y nobles, ahora se ha instalado esa ansiedad entre los caballeros de Burgos. Esa obsesión es tan grande que en Las Siete Partidas incluso se ha aceptado que los hijos bastardos tengan reconocidos legalmente derechos semejantes a los legítimos.
—Son los nuevos tiempos.
—Nunca fueron tan viejos.
—Debí decirte lo de mi boda.
—No; fue mejor así. Entre nosotros ya no había nada; bueno, tal vez lo peor que puede ocurrirle a dos amantes: tedio y rutina. Ahora ya conoces carnalmente a otra mujer, más joven que yo y supongo que más bella. En apenas un año las cosas han cambiado demasiado, pero tal vez debió de ser así hace mucho tiempo. ¿Sabes?, hay quien dice que el amor adulterino está dotado de un alto contenido espiritual.
—¿Quién dice eso? —preguntó Enrique.
—Lo he leído en un libro de la biblioteca del monasterio de Las Huelgas. Ya sabes que sus abadesas siempre me han permitido consultar su biblioteca, incluso aquellos libros que guardan en secreto a causa de su contenido. Te asombrarías si supieras los libros que esconden en su fondo reservado. Decía ese libro que una buena «cabalgada» entre amantes desata una violencia pasional y desbocada en la que se pierde todo control y toda capacidad de raciocinio.
—La Iglesia condena esos actos.
—Pero los ha consentido siempre; decenas de clérigos viven amancebados sin ocultarlo. Claro que ahora el concejo ha entrado de lleno a regular estos asuntos. Desde que se renovó el concejo, los caballeros que han copado los principales oficios de la ciudad están empeñados en convertirse en garantes de la moralidad pública. ¿Sabes que han dictado un estatuto por el cual se imponen duras penas por emplear palabras obscenas o por blasfemar? También quieren que se persiga a los que viven amancebados y que se les condene por lo que llaman «fama pública», es decir, por vivir con una mujer o con un hombre sin estar casados. ¿Cuánto tiempo hemos vivido nosotros así?, ¿veinticinco, veintiséis años? Hace tanto de ello que ni siquiera soy capaz de recordarlo. Menos mal que lo dejamos a tiempo, justo a tiempo.
»Hipócritas. Esos mismos caballeros que condenan el amancebamiento son los principales clientes de los burdeles. Le llaman «poner la pierna encima» a apropiarse de la mujer de otro o a fornicar con una soltera, pero son capaces de permitir que en los burdeles se comercie con niñas de doce años.
—Los prostíbulos son un mal necesario, siempre ha sido así. Sirven para que los jóvenes se desfoguen allí y no causen peores males dejando correr su impulso.
—Pero son ellos, esos caballeros pretenciosos, los que permiten que exista ese mal y los que incluyen el alquiler de los burdeles entre las rentas que recibe la ciudad. Condenan el amancebamiento, pero cuando son ellos los que lo practican, pueden legalizarlo mediante un contrato de barraganería. Y la Iglesia, aunque dice que no lo acepta, lo consiente y admite que cuando dos que viven amancebados se quieren separar, basta para ello con que declaren que no desean seguir viviendo en pecado. Burgos está lleno de mancebas, mujeres solteras que viven con un hombre a cambio de servirle de placer y consuelo todas las noches.
»Recuerdo aquellos tiempos en los que en esta ciudad se podía pasear por sus calles y sentir el aire fresco en el rostro, aquella sensación de libertad de la que tanto me hablaba mi padre, aquella época en la que nadie preguntaba quién eras, qué hacías ni de dónde venías.
—Tal vez las cosas nunca fueran en verdad así, y ahora las estés idealizando, Teresa.
—Es posible pero ahora un marido cornudo tiene derecho a matar a su esposa y a su amante, y así lo reconoce el Fuero Real. ¿Te das cuenta?; eso significa que la muerte y la venganza han triunfado sobre el amor y sobre la vida. Violar a una mujer, que ahora llaman «conocer carnalmente por fuerza», apenas tiene castigo, pero prostituir a una jovencita de doce años es legal en el burdel. ¿Dónde quedaron aquellos tiempos en los que las damas eran idealizadas por los caballeros y los poetas? ¿Qué sería ahora de Leonor de Aquitania? Un hombre casado puede tener cuantas amantes soporte su bolsa, y a su esposa no le queda otro remedio que consentirlo; pero si una mujer casada tiene un amante, puede morir por ello.
»Dios, ¡cuánto te echo de menos! —dijo Teresa de repente.
Teresa extendió sus manos hacia Enrique, que se acercó a la maestra y la abrazó.