»Noventa ventanales y tres rosetones…, ni siquiera la Santa Capilla tiene tanta superficie de luz. Me hubiera gustado enseñarle este templo al maestro Jacques; su obra fue la que me inspiró para construir esta catedral.
—Era un gran hombre —dijo Teresa.
—¿Era?, ¿murió…? Nunca me dijiste…
—No, no sé si ha muerto. Cuando me fui de París se encontraba bien. Un ayudante suyo había sido contratado para acabar unas obras del lado norte del transepto de Nuestra Señora; se llamaba Juan de Celles, ¿lo recuerdas?
—Sí, claro, coincidimos en alguna ocasión. Un gran maestro, sin duda.
—Era alumno de Jacques, no podía ser malo.
—Admiras mucho a ese hombre. ¿Tuviste… —Enrique titubeó—, tuviste alguna relación con él?
—¿A qué te refieres? —demandó Teresa un tanto sorprendida.
—Bueno, vosotras las mujeres cátaras creéis que el amor es algo hermoso y que el placer del sexo no es ningún pecado, sino incluso una fuente de virtud.
—Bueno, no es exactamente así; pero si lo que te interesa es saber si copulé con Jacques, pues no, no lo hice. Jacques era un hombre maravilloso y refinado, pero entre sus gustos no estaban precisamente las mujeres.
—Esas prácticas las condena la Iglesia. El amor entre dos hombres es contra natura —asentó Enrique.
—¿Eso crees?
—Eso nos enseña la Iglesia y eso manda la Ley. Ordenan las Partidas que los hombres que realicen un pecado en contra de la natura deben morir, salvo que sean menores de catorce años o que hayan sido forzados, como aseguran que ha sido el caso de algunos cautivos cristianos en prisiones de los sarracenos. Esa misma pena se establece para hombres y mujeres que forniquen con bestias. Y también ha de morir la bestia, «para amortiguar el recuerdo del hecho», dice nuestra ley.
—Una muestra más de la hipocresía de tu iglesia. ¿Sabes qué sucede dentro de los muros de algunos conventos?
»Es tu iglesia la que permite que ocurra todo eso mientras condena lo que sus miembros practican. Los burdeles están llenos de muchachas a las que unos desaprensivos bellacos les roban cuanto ganan ofreciendo su cuerpo a sebosos mercaderes o a clérigos libidinosos.
—Pero si un señor lleva a una sierva al burdel, ésta queda libre…
—¿Libre? Una mujer que entra en la putería jamás es libre. Siempre hay un malvado rufián que se aprovecha de ella. He leído que existen cinco tipos de alcahuetes: los que protegen a las putas en el burdel y se llevan lo que ellas ganan; los que andan como trujamanes alcahueteando por las calles buscando clientes para las putas que viven en sus propias casas, a cambio de un porcentaje; los que crían en su casa a cautivas, siervas o mozas utilizándolas cuando les aprieta el deseo de su entrepierna, incluso prostituyéndolas en ocasiones con otros hombres; los maridos viles que obligan a sus esposas a putear para quedarse con el dinero, y el correveidile que consiente que su esposa haga fornicio en su propia casa por lo que le den.
»Tu iglesia permite que muchas mujeres se hagan malas y que sus cuerpos se condenen por la maldad. Pero después, hipócrita, condena a todas las mujeres y nos convierte en la fuente de todo mal.
—Nosotros no vamos a cambiar esas cosas; tenemos que construir esta catedral, y para ello necesito tu ayuda.
Teresa dispuso que en las vidrieras del lado norte predominaran los colores fríos, sobre todo el azul que tanto le gustaba, mientras que las del lado sur las llenó de vidrios de tonos cálidos. Enrique le había dicho que los grandes maestros franceses creían que la vidriera era el lugar por el cual se tenía que manifestar el ritual de la teología de la luz que marcara san Dionisio, uno de los santos más venerados de Francia. El abad Suger había quedado arrebatado por la mística de la luz y desde entonces los constructores de catedrales se habían obsesionado con la luz, pero no una luz blanca y brillante, que para ello hubiera bastado con enormes ventanales sin más, sino una luz multicolor, como la del arco iris, de ahí la riquísima policromía que colocaban en sus vidrieras.
Con las nuevas técnicas de los vidrieros y con las nuevas catedrales, por primera vez en la historia los hombres podían sentir los efectos de la luz directa en color; una vidriera no era como un mural o un cuadro, que reflejaba la luz que recibía y sus colores, sino que convertía la luz intangible en color.
La catedral de León crecía hacia el cielo. Cuando se alcanzó la altura de las bóvedas y comenzaron a cubrirse los primeros tramos de la cabecera, a Teresa le pareció más esbelta y ligera que la de Burgos. Los ventanales eran mucho más abundantes y tan rasgados que casi llegaban hasta el suelo, y el triforio no era una galería de ventanas abiertas a la nave mayor, sino ventanales por los que entraba la luz directamente al interior del templo. En aquella catedral todo era abierto, todo era diáfano, todo estaba al servicio de la luz.
O
currió a mediados del año 1265. El papa Clemente IV ordenó al arzobispo de Sevilla que todas las décimas procedentes de las rentas eclesiásticas del arzobispado, y por un plazo de tres años, se entregaran al rey Alfonso de Castilla y León para poder hacer frente a la guerra contra los musulmanes. Enrique se enteró de la noticia estando en Burgos. Lo primero que le vino a la cabeza fue que pronto llegaría la orden de paralizar las obras de la catedral de León y del claustro de Burgos, pero no fue así.
Enrique dividía su tiempo entre Burgos y León, aunque el viaje se le hacía cada vez más pesado. Los dolores en la espalda habían ido en aumento y su vista comenzaba a fallar, sobre todo a lo lejos. Ya no era capaz de distinguir ni siquiera la forma de las esculturas colocadas en lo más alto de la catedral. Sus manos todavía eran fuertes y el pulso firme, lo que le permitía seguir trabajando en la talla de esculturas, la disciplina en la que siempre había mostrado mayor habilidad.
A sus cincuenta y cinco años, su fama en Castilla y León era bien merecida, e incluso algunos viajeros y peregrinos la había llevado más allá de la Península. Aquel año un joven maestro de obra de Champaña se presentó en Burgos y luego en León, buscando a Enrique. Acababa de obtener su mandil y su compás en unos exámenes celebrados en Amiens, y había decidido viajar hasta Compostela porque un oficial del taller de escultura le había dicho que siendo todavía aprendiz había viajado con su cuadrilla hasta Burgos y allí había conocido al maestro Enrique, hijo del constructor de la catedral de Chartres, y que jamás había visto a nadie trabajar la piedra con la maceta y el escoplo con la perfección de ese hombre. Le dijo además que en la fábrica de la catedral trabajaban canteros y carpinteros sarracenos, y que algunos de ellos eran tan hábiles que labraban flores, lazos, hojas y figuras geométricas con tanta habilidad como jamás había vuelto a ver.
El joven maestro dijo llamarse Hervé y estuvo varias semanas con Enrique y Teresa en León. Cuando regresó a Francia, lo hizo con una carpeta de cuero repleta de dibujos en papel y en pergamino.
Enrique dibujó las dovelas del arco sobre una plancha de yeso con un compás y una escuadra.
—Así, así tiene que ser este arco. Fíjate en el doble centro, en la distancia entre las jambas, en la proporción.
Uno de los oficiales estaba atento a las explicaciones del maestro.
—Es así como lo hemos trazado, maestro —se disculpó el oficial.
—No, no. Tiene que ser más estilizado, y para ello tienes que bajar un pie el centro de los dos círculos que al cruzarse crean el arco ojival. Así, así —Enrique insistió sobre el dibujo.
Teresa se acercó a los dos hombres. La maestra de pintura acababa de terminar el montaje de una de las vidrieras y quería la aprobación de Enrique para colocarla en su lugar.
—Mañana es el día de San Nicolás. Los estudiantes de León y los aprendices de los talleres celebran una gran fiesta. Todo el poder establecido se invierte. ¿Irás a verla?
—Había pensado salir hacia Burgos enseguida; quiero llegar antes de Navidad. Hace cinco meses que no veo a mis hijos.
—Es una fiesta muy divertida. Por una vez se consiente que los estudiantes se mofen de la Iglesia. Uno de ellos es nombrado obispo y a partir de ahí todo es burla y alegría.
—Tengo entendido que entre los estudiantes se rifan los favores de algunas putas del burdel; eso no debería gustarte.
—Tienes razón, no me gusta. Preferiría que esas mujeres se entregaran por placer y libremente a esos muchachos, pero me alegro que esta fiesta pueda celebrarse porque pone de manifiesto la hipocresía de esos clérigos. Durante ese día todo puede ocurrir, incluso que la esposa de un noble o de un ricohombre acabe fornicando en cualquier taberna de la ciudad con el hijo de un carpintero. ¿Quién sabe?, hasta es posible que algún rico heredero ufano de su linaje sea hijo de algún porquerizo, fruto de cualquier noche de San Nicolás.
Enrique no se quedó a la fiesta, y Teresa se encerró en su casita de León. Por la noche se mantuvo despierta, atenta a los ruidos que llegaban de la calle. Los jóvenes estudiantes y los aprendices de los talleres desfilaban disfrazados por las calles de la ciudad tocando instrumentos musicales y cantando canciones de los antiguos goliardos que ya apenas se escuchaban. El tiempo de las canciones de taberna había pasado, la época de los trovadores estaba tocando a su fin, sólo unos pocos conocían ya las canciones de Guillermo de Aquitania, Jaufré Rudel o Marcabrú. Las nuevas canciones eran las del estilo del mester de clerecía, todas ellas según un mismo patrón métrico de cuatro versos de catorce sílabas.
Todo estaba cambiando demasiado deprisa, y Teresa supo entonces que aquel tiempo había dejado de ser el suyo.
Enrique regresó a León en la primavera. La maestra lo vio acercarse a la catedral cubierto con su pelliza de piel marrón y su gorra de marta. Corrían los primeros días del mes de abril y el sol brillaba en lo alto, sobre un cielo azul y límpido, pero el viento del norte azotaba los páramos leoneses con tal fuerza que de vez en cuando llegaban, no se sabe de dónde, unos copos de nieve que parecían de cristal, de tan helados.
—Hemos perdido la batalla —le dijo Teresa nada más ver a Enrique.
—¿La batalla?
—Esos malditos clérigos han triunfado. El viejo Aristóteles se ha impuesto a Platón y en las aulas de las universidades y de las escuelas se enseña que las mujeres somos seres perversos. La culpa la tienen esos clérigos, empeñados en condenar el placer del sexo pero ávidos de jóvenes doncellas que calmen su pasión insana.
—Tal vez esté llegando la Tercera Edad de la humanidad —dijo Enrique.
—¿Qué? —se extrañó Teresa.
—La Tercera Edad. Lo ha predicho un clérigo italiano; se llama Joaquín de Fiore, y predica que esa Tercera Edad del hombre ya está aquí. Dice este iluminado que la Primera Edad fue la del Padre, la Segunda la del Hijo y que ahora ha comenzado la Tercera, la del Espíritu Santo.
—Pues creo que no ha acertado con su profecía. Si algo ha comenzado ahora es la época del triunfo del dinero y de los negocios; nada más alejado del Espíritu.
—El dinero es imprescindible para nuestro trabajo, ni tú podrías pintar ni yo construir catedrales sin oro y plata, sin las limosnas y las rentas que los obispos nos proporcionan. ¿Qué tal te encuentras? —le preguntó Enrique.
—Sobrevivo a los inviernos, soporto mi soledad y espero a que aparezcas en primavera. ¿Y tú?
—Bien. Las obras del claustro de Burgos van muy deprisa. Ya está construida más de la mitad. El taller de escultura funciona de maravilla y Juan Pérez ha sido un buen sucesor.
—¿Tu familia?
—Matea ha perdido un tercer hijo, pero los dos pequeños siguen creciendo. La niña llora a veces, sin que aparentemente le ocurra nada.
—«Los niños sólo saben llorar cuando les sucede algo» —dijo Teresa.
—
Tristán e Isolda
. ¿Dónde has encontrado ese libro?
—En la biblioteca de San Isidoro. Me hice amiga del bibliotecario y me ha prestado algunos libros. El invierno es demasiado largo aquí.
—Esa historia acaba mal.
—Nunca me hablaste de ella.
—Tal vez porque su final es trágico; los dos amantes mueren.
—Todo el mundo tiene que morir —sentenció Teresa.
Quizá fuera que las cosechas eran peores, o que los inviernos eran más fríos y húmedos, o que los clérigos se inmiscuían en todos los asuntos de la vida de la gente, o que los nobles exigían más rentas a sus campesinos, o tal vez que las enfermedades eran más comunes que antes, pero existía la sensación de que las cosas iban a peor.
—Treinta años atrás todo parecía más fácil —comentó Teresa.
—Éramos jóvenes. Entonces todo era sencillo, y teníamos toda la vida por delante. La vida. Ahora recuerdo aquellos días en que viajar por el Camino Francés era un continuo aprender. El viaje suponía para mí una sensación de hacer algo nuevo, pero estos últimos viajes de León a Burgos me cansan. El camino ya no es una aventura, sino una carga —le dijo Enrique.
Los maestros paseaban por el entorno de la catedral de León, cuya cabecera estaba acabada y los vidrieros comenzaban a instalar las vidrieras de los ventanales del ábside.
—En verdad es hermosa —observó Teresa.
—Será la catedral de la luz, de líneas puras y perfectas. En Burgos tuve que retomar las obras que había iniciado mi tío Luis, y me encontré con una catedral prácticamente planeada desde el principio. Allí, además, los canteros sarracenos introdujeron ciertos elementos que a mi tío le gustaron, como los triforios tan recargados y algunos elementos decorativos en capiteles y columnas. Aquí he optado por líneas simples, por una mayor pureza, por perfiles más nítidos. Luz y piedra, sólo luz y piedra.
—Pues aquellos trabajos de los canteros sarracenos de Burgos me parecen magníficos —dijo Teresa.
—Sí, son excelentes y producen un efecto estético de gran riqueza, pero no para esta catedral. Si pudiera, limitaría la escultura sólo a las fachadas…
—Pero tú eres un gran escultor, tal vez el mejor.
Enrique bajó la cabeza.
—Era…
—¿Qué te ocurre? —le preguntó Teresa.
—No estoy seguro. La primera vez que me sucedió fue hace un año; estaba tallando el rostro de una escultura para el claustro de Burgos y mi mano izquierda comenzó a temblar. No podía lograr que se mantuviera quieta; es como si tuviera vida propia y no obedeciera a mi cabeza. En ese momento no le di demasiada importancia, pero luego se ha repetido en otras ocasiones, cada vez con mayor intensidad y frecuencia. Ya no soy capaz de lograr la perfección en el detalle que conseguía hasta hace un año. Tal vez me ocurra como creía don Mauricio, y esto sea un castigo de Dios por mi soberbia.