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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El número de Dios (52 page)

—No puedo creer lo que estoy oyendo, no puedo creer que quien dice todo esto es el gran Enrique de Rouen.

—Pues así es. Creo que con esta catedral el nuevo arte ha alcanzado el límite de cuanto podía ofrecer. A partir de ahora se harán algunas variaciones, pero el nuevo estilo comenzará a consumirse.

—Eso ha ocurrido siempre —asentó Teresa—. El arte de los antiguos era grandioso, ¿recuerdas el acueducto que vimos en Segovia, o los que contemplamos en Francia?, pero ahora sólo son ruinas o monumentos inútiles. Tú has construido dos catedrales, y ambas son extraordinarias, ¿qué otra cosa pretendes?

—El sosiego, la calma, la tranquilidad… sólo eso, sólo eso.

—Casi nunca podemos lograr nuestros sueños; yo nunca hice el amor contigo en un prado lleno de flores.

El otoño caía sobre León como un velo de melancolía. Las montañas del norte despertaron una mañana blancas de nieve y los pájaros migratorios desaparecieron de pronto, como si una llamada silenciosa pero irresistible los empujara hacia el sur. Sólo quedaban en el cielo algunas palomas que trataban de burlar el ataque inmisericorde de los halcones.

Teresa se levantó temprano. Desde que lo hiciera en Compostela, cuando era una joven oficial en el taller de Arnal Rendol, solía preparar ella misma el desayuno. Se lavó la cara, el cuello y las manos, se cepilló el pelo y encendió el fuego del hogar. En una olla de hierro puso agua, sal, un buen pedazo de tocino seco, berzas, alubias, una cebolla y un puñado de guisantes; después le añadió un poco de tomillo y dos hojas de laurel y dejó que cociera lentamente. Su fiel criada, Juana, apareció enseguida. Teresa la miró con una sonrisa, Juana ya no era aquella niña tímida y frágil que puso a su servicio en Burgos, sino una mujer espléndida, de pelo negro y brillante y rostro ovalado y hermoso.

La maestra se sentó a la mesa de la cocina y tomó un poco de queso, un pedazo de pan y un puñado de nueces. Había dormido muy bien, pero al poco de despertarse había sentido una fuerte palpitación en las sienes, a la que no dio más importancia.

Aquella mañana le esperaba un duro trabajo. Se había citado con Enrique en la catedral de León para decidir los últimos detalles del gran rosetón de la fachada principal, que el maestro había decidido que sería de traza diferente a los dos gemelos de los brazos del crucero. Éstos eran iguales en su traza de piedra, pero en el del lado sur predominaban los tonos cálidos, sobre todo el vidrio rojo, mientras que en el del norte Teresa había preferido, como en el resto de las vidrieras de ese mismo costado, que prevaleciera el color azul, más frío. La maestra quería potenciar con los colores dominantes en las vidrieras el diferente tipo de luz que recibía cada uno de los dos lados.

Teresa se despidió de Juana, cogió su capa y, al intentar colocársela sobre los hombros, sintió un terrible pinchazo en el interior de su cabeza y después un estallido dolorosísimo, como si le hubieran pegado en el cerebro un golpe seco con un martillo; de repente, todo se volvió negro y silencioso.

Enrique comenzaba a impacientarse. Teresa se retrasaba pese a que siempre era puntual. El maestro vidriero, que estaba con él, señaló a Juana, que apareció corriendo por una de las calles que desembocaban en la plaza de la catedral.

—¡Maestro, maestro, doña Teresa, doña Teresa…! —la criada jadeaba nerviosa, casi sin aliento—, se ha caído, se ha desmayado y no me responde.

—¿Qué ha pasado, dónde está? —se sobresaltó Enrique.

—En casa, iba a salir pero cayó redonda al suelo, he ido a buscar ayuda porque no podía levantarla yo sola; ahora está en la cama, pero no se despierta —balbució Juana entre sollozos.

—Vamos.

Enrique, Juana y el maestro vidriero corrieron hacia la casa de Teresa. Cuando llegaron, la maestra de pintura estaba en la cama y con ella se había quedado una vecina, que se despidió tras recibir el agradecimiento de Enrique.

—Llama al físico judío del obispo; dile que vas de mi parte y que venga enseguida —le ordenó el maestro a Juana.

Teresa parecía dormida, aunque sus labios crispados no eran un buen presagio. El tono de su piel era blanquecino, sus miembros estaban rígidos y su respiración era muy débil.

El médico judío apareció enseguida. Ya sabía qué había ocurrido, pues Juana se lo había contado en el camino a casa. El judío tomó la muñeca de Teresa e intentó comprobar sus pulsaciones. Eran la mitad que las de una persona normal. Después le abrió el párpado con los dedos, le tocó la frente y le palpó el cuello.

—¿Qué tiene? —preguntó Enrique.

—No hay calentura y los ganglios no están hinchados, pero su corazón late, aunque muy despacio, y está muy demudada de color. Tal vez tenga una hemorragia interna.

—¿Qué significa eso?

—Es probable que esté perdiendo sangre por una rotura de las venas del estómago o de los intestinos, eso no se puede saber.

—¿Tiene remedio?

—Le pondremos paños calientes en el estómago, en la cabeza y en el vientre; tal vez así reaccione. Si se despierta, que tome caldo caliente y leche, pero nada más.

A Teresa se le había reventado una vena del cerebro. A las pocas horas despertó, pero tenía completamente paralizado el lado derecho del cuerpo y apenas podía mover el izquierdo. Hablaba con mucha dificultad y su mirada era lejana y perdida.

—¿Qué me ha pasado? —balbució Teresa.

—Perdiste el conocimiento y has estado sin sentido varias horas.

La maestra intentó incorporarse en vano.

—No puedo moverme.

—Ni lo intentes, ahora descansa.

En los días siguientes Enrique no se separó un instante del lado de Teresa. La maestra tenía algunos momentos de lucidez y entonces hablaba con Enrique, aunque cada vez era más difícil entender sus palabras. El médico judío la visitaba todos los días, pero nada podía hacer por mejorar su estado. Teresa se apagaba poco a poco.

—Esta mujer tiene una fortaleza extraordinaria —comentó un día el médico.

—Lo que tiene son ganas de vivir —replicó Enrique.

Al octavo día, Enrique regresó a su casa. Matea estaba con sus dos hijos. Enrique se limitó a decirle a su esposa que no había ninguna esperanza de que Teresa se recuperara.

—¿Sigues amando a esa mujer, verdad? —le preguntó Matea.

Enrique no respondió.

—No, no me importa. Sé que siempre la has amado, aunque no entiendo por qué no llegaste a casarte con ella.

—Le queda muy poca vida.

—Vuelve a su lado; nosotros te estaremos esperando cuando regreses.

Dos días después Teresa Rendol, maestra de pintura, falleció. Un fraile de Santo Domingo se negó a darle la extremaunción porque dijo que no había constancia de que aquella mujer hubiera hecho la confesión anual y la comunión pascual obligatorias por la Iglesia. Tuvo que hacerlo uno de los canónigos de la catedral. El obispo ofreció un lugar sagrado, junto a la cabecera del templo, para enterrar a Teresa, pero Enrique se negó y dijo que aquella mujer debía ser inhumada en el interior de la catedral. Algunos canónigos se escandalizaron por ello, pues corría el rumor de que Teresa realizaba prácticas heréticas, pero sorprendentemente el obispo asintió.

Fue enterrada un día nuboso y gris en la catedral, en el suelo de la nave mayor, justo en un lugar donde Enrique calculó que incidirían los rayos del sol cuando penetraran por una de las vidrieras en el primer día del verano, en el punto exacto marcado por un rayo «del color azul del cielo de Burgos al mediodía».

Enrique talló en piedra un par de palomas enlazadas y las introdujo en el ataúd de Teresa. Cuando sellaron la tumba, el maestro se quedó solo en la catedral. Se tumbó sobre el suelo y sintió el frío pero reconfortante contacto de las losas de piedra. Contempló las vidrieras, apagadas por la falta de sol, pero de repente, como un milagro, todo pareció encenderse. Una cascada de luz multicolor penetró como un torrente por todas las ventanas e iluminó la catedral como un tornasol esplendoroso. El interior de la catedral se convirtió en un caleidoscopio místico, una catarata tumultuosa de colores verdes, rojos, amarillos y azules.

Y entonces, Enrique comprendió que Teresa estaba allí y que vivía para siempre.

Las obras continuaron, las vidrieras que faltaban fueron colocándose en los lugares que había dejado planeados Teresa y los escultores llegados de Burgos, de Francia y del mismo León tallaron las esculturas para las tres portadas de la catedral.

Para el parteluz de la fachada principal, Enrique talló con sus manos una virgen blanca. Fue como un milagro, porque mientras esculpió aquella figura, su pulso fue tan firme y poderoso como en los mejores días de su plenitud. La Virgen sostenía a su niño en su brazo izquierdo y pisaba un dragón. Cuando lo esculpió, Enrique quiso simbolizar en ese monstruo todo aquello que había odiado Teresa. Nadie lo dijo, pero cuando el maestro acabó la escultura, todos supieron que aquella imagen, tal vez la mejor que jamás esculpió Enrique, era el fiel reflejo de Teresa Rendol.

Con las obras bien encauzadas en León, Enrique regresó con su familia a Burgos. Nada más llegar, visitó el antiguo taller de Teresa en la casa del barrio de San Esteban. Allí le comunicó a Domingo de Arroyal, el maestro heredero de Teresa, la muerte de la maestra. Enrique se alegró cuando vio que dos mujeres y otras dos muchachitas estaban pintando en el taller.

En los cuatro años siguientes Enrique de Rouen permaneció en Burgos. En ese tiempo acabó la reforma de las capillas poligonales de la cabecera de la catedral, más acordes con el nuevo templo y con las modas que venían de Francia, y viajó en un par de ocasiones a León para revisar su fábrica. Dentro de su catedral, al lado de la tumba de Teresa, solía pasar mucho rato, recordando cada uno de los momentos que había vivido con aquella mujer y soñando un tiempo imaginario que nunca pudo ser.

Entre tanto, los reinos de Castilla y León atravesaban tiempos confusos. Los nobles y las poderosas órdenes militares mantenían su rebeldía, y el rey Alfonso, acorralado por tanta disidencia, aceptó restituir los fueros antiguos que tantos privilegios otorgaban a la nobleza, tal vez desencantado porque Rodolfo de Habsburgo fue elegido emperador de Alemania, decayendo definitivamente los derechos del castellano-leonés. El rey Alfonso hizo un último esfuerzo para defender sus derechos al trono imperial y fue a entrevistarse con el Papa, con quien no llegó a ningún acuerdo. Ante tantos fracasos, el rey de Castilla y León se refugió en una de sus pasiones, el estudio de la Historia, y participó activamente en la redacción de la Crónica General que había encargado a varios cronistas años atrás.

El príncipe don Fernando de la Cerda, el heredero del rey Alfonso el Sabio, falleció en agosto de 1275 combatiendo en el sur contra los benimerines, una nueva secta de fanáticos musulmanes llegados de África que creían que podían recuperar las tierras perdidas en al-Andalus. Dejó dos hijos, pero su hermano don Sancho reclamó para sí el derecho de sucesión al trono, consiguiendo fuertes apoyos, entre otros el de las poderosas órdenes militares y el del siempre taimado Lope Díaz de Haro, el potentado señor de Vizcaya. El revuelo que se levantó en el reino fue enorme, pues los hijos del fallecido infante reclamaron sus derechos legítimos recabando el apoyo del rey de Aragón, pues su madre doña Violante era al fin y al cabo hija del gran Jaime I.

Burgos tuvo, tras cinco años de sede vacante, un nuevo obispo, el toledano don Gonzalo Pérez, hasta entonces prelado de Cuenca y hombre de total confianza del rey porque era su notario privado. El rey Alfonso quiso anexionarse sin éxito el reino de Navarra, pero los navarros consiguieron mantener su independencia.

En 1276 y en Cortes celebradas en Burgos en medio de enormes dificultades económicas, el infante don Sancho fue al fin reconocido como heredero al trono y nombrado mayordomo del reino.

En la primavera de 1277, a los sesenta y siete años de edad, Enrique viajó hasta León en el que sería su último viaje. La catedral estaba casi terminada. El maestro recorrió el exterior del templo y contempló las esculturas de las fachadas; le parecieron menos rotundas que las de Burgos pero provistas de mayor movimiento, con una mejor concepción de la simetría, mayor riqueza en los pliegues de los vestidos y un modelado de las cabezas más delicado. En la plaza, dos mujeres cantaban canciones y bailaban al son de un tambor. Un peregrino las observaba ensimismado. Después entró en el templo. «Estas catedrales han sido posibles gracias a la geometría y a la proporción perfecta del número de Dios, pero sólo Teresa fue capaz de imaginar un universo como éste», pensó al contemplar el efecto que la luz y el color producían en el interior de la catedral. Ese día era el primero del verano y el sol brillaba como nunca. El maestro se acercó hasta la tumba de Teresa y esperó a que al mediodía el rayo de luz solar incidiera sobre el vidrio azul y se reflejara en la losa bajo la que descansaba el cuerpo de su amada. Por un instante la luz azul bañó el suelo, en el centro de la nave mayor, y Enrique se sintió muy feliz. El alma de Teresa estaba allí, y así sería durante todos los días en que la luz envolviera las piedras de la catedral e inundara de colores su interior.

De regreso a Burgos, Enrique y su hija Isabel, que ya tenía quince años y que había acompañado a su padre a León, se detuvieron en Sahagún para pasar una noche. En el hospital de peregrinos había varios enfermos que tenían fiebre alta y los ganglios hinchados. Alguien dijo que se trataba de la peste. A la mañana siguiente, antes de partir, Enrique e Isabel bebieron agua de una tina que había a la entrada del hospital para refrescar a los peregrinos que llegaban sedientos en aquellos calurosos días de comienzos del verano. De esa misma tina había bebido el día anterior uno de los enfermos de fiebre.

Cuando llegaron a Burgos, a principios del mes de julio, padre e hija se sintieron mal y tuvieron un fuerte acceso de fiebre. Enrique vomitó y sintió un terrible ardor en su estómago y una calentura interior tal que pensó que en cualquier momento comenzaría a arder desde dentro. Enseguida comprendió que él y su hija habían contraído la peste, tal vez al estar en contacto con aquellos enfermos del hospital de Sahagún.

Enrique guardó cama durante seis días, empapado en un sudor frío y aquejado de terribles dolores en las articulaciones. Apenas podía respirar, y tragar un poco de caldo o de leche se convertía en un verdadero tormento. Su hija Isabel presentaba los mismos síntomas.

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