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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El número de Dios (51 page)

Don Alfonso estaba confuso. Las deudas de la Corte crecían, las rentas disminuían y además necesitaba a los nobles para seguir manteniendo sus esperanzas de ser elegido algún día como único emperador de Alemania. Don Alfonso, acosado y sin recursos, puso en marcha un ambicioso plan diplomático. Envió a varios obispos y consejeros leales para negociar el matrimonio de su hijo Fernando, su primogénito, con Blanca, la hija de Luis IX de Francia. La boda se celebraría en Burgos y a ella fue invitado el rey Jaime de Aragón.

El rey Alfonso se trasladó a Burgos y desde allí viajó hasta la localidad fronteriza de Agreda, donde esperó la llegada de su yerno el rey de Aragón. El 27 de noviembre de 1269 los reyes de Castilla y León y de Aragón entraron solemnemente en Burgos. El infante don Fernando, nieto de don Jaime, saludó a su abuelo y después a su padre el rey Alfonso. Centenares de burgaleses se habían concentrado para presenciar aquella entrada real. Los dos monarcas cabalgaban sobre sendos corceles blancos. El rey don Jaime tenía más de sesenta años pero su figura era formidable; su cabeza sobresalía un palmo por encima de las de los demás y su poderío físico seguía siendo impresionante.

Al día siguiente entró en la ciudad el cortejo de doña Blanca de Francia. El séquito era tan deslumbrante que ni siquiera Burgos, ciudad acostumbrada a celebrar las grandes ceremonias del reino, había presenciado nunca nada parecido. La princesa de Francia iba acompañada por decenas de paladines y caballeros, y destacaban entre ellos los príncipes Eduardo de Inglaterra y Felipe de Francia, llamado el Hermoso.

Enrique de Rouen y su esposa Matea fueron invitados a la boda, que se celebró el día 30 de ese mes. La princesa doña Blanca lucía espléndida, y el día, pese a lo avanzado del otoño, era luminoso y no demasiado frío. En los primeros bancos de la catedral se sentaba toda la nobleza del reino, con don Nuño de Lara y don Lope Díaz de Haro, los dos cabecillas rebeldes, en la primera fila. En la plaza unas muchachas cantaban los milagros de Nuestra Señora y otras danzaban mientras unos músicos tocaban rabeles y chirimías.

A la ceremonia siguieron torneos y justas caballerescas, y el rey armó caballeros a su hijo don Fernando y al príncipe Eduardo de Inglaterra, su sobrino. Otros muchos nobles fueron armados, pero el infante don Sancho, el segundo hijo del rey Alfonso, se negó a recibir la orden de caballería. Este infante, orgulloso y lleno de ambición, odiaba a su hermano mayor, a quien consideraba con menos valores que él para ser el futuro rey.

Pocos días después de la boda se celebraron Cortes en Burgos, y los reyes de Castilla y León y de Aragón marcharon juntos a Tarazona, ciudad fronteriza del reino de don Jaime. Con la comitiva real viajó Enrique de Rouen. Durante las Navidades, Enrique pudo observar en Tarazona las obras arquitectónicas que con ladrillo realizaban los musulmanes. Toda aquella comarca estaba muy poblada por «moros de paz», como los llamaban los aragoneses, y había pueblos enteros en los que no habitaba un solo cristiano.

El arquitecto visitó una mezquita en un burgo cercano a Tarazona. Era un edificio de apenas veinte pasos de largo por diez de ancho, de una sola nave. Las paredes eran de ladrillo, revocadas en el interior con yeso batido. La techumbre era de madera, con un armazón de grandes vigas bien hacheadas cuadradas que sostenían un entramado de tablas, todo ello pintado con alegres motivos florales y geométricos. En la mezquita apenas había luz, sólo la que entraba por la única puerta, protegida por una celosía de madera.

La comitiva real regresó a Castilla, y Enrique se incorporó a su puesto de maestro de obra de la catedral. En aquellos días el cabildo estaba muy alterado, pues había fallecido el obispo don Juan de Villahoz, de breve episcopado, y se había abierto un duro enfrentamiento entre dos grupos de canónigos. La mayoría optaba por la candidatura de don Martín Gómez, deán de la catedral y personaje muy poderoso, pero tres de los canónigos más influyentes abogaban por don Pedro Sarracín, canónigo y arcediano de Valpuesta. Las tensiones fueron de tal calibre que la sede de Burgos quedó vacante durante los siguientes cinco años.

Desde Burgos, el rey Alfonso viajó a Álava; el monarca creía que el malestar de los nobles se había apaciguado tras la boda principesca y las Cortes, pero la tensión volvió a estallar. Parecía que de nada habían servido los consejos de gobierno que el hábil Jaime de Aragón le había dado a su yerno en Tarazona. Como solía hacer en momentos de dificultad, el rey se refugió en los libros. Hacía unos años que había encargado la redacción de una gran historia, y dedicó varios meses a recabar de monasterios, catedrales y universidades el préstamo de todas las crónicas, anales e historias que contuvieran sus bibliotecas. De los más apartados rincones de sus reinos llegaron obras de Paulo Orosio, Paulo Diácono, Eusebio de Cesárea, Jordanes, San Jerónimo, San Isidoro de Sevilla, y además de Lucano, Ovidio, Floro, Valeyo, Patérculo, Justino, Pompeyo, Trogo y Eutropio. Se utilizaron además historias del Cid, cantares de gesta, romances, poemas épicos y relatos heroicos. Daba la impresión de que don Alfonso tenía prisa por cerrar un tiempo pasado, en espera quizá de comenzar otro mejor.

A mediados de 1270 acabaron las obras del claustro de la catedral de Burgos. Enrique se mostró muy satisfecho, aunque el éxito de la culminación del claustro quedó en su vida personal empañado porque un nuevo parto de Matea había sido muy difícil. El niño nació muerto, y aunque su esposa sobrevivió, fue a costa de no poder quedar nunca más embarazada. Los dos hijos de Enrique ocupaban buena parte de su tiempo en Burgos. Solía pasear con ellos por las riberas del Arlanzón y les contaba viejas historias que a él le habían narrado sus padres, allá en Chartres. Les hablaba de la catedral que construyó en aquella ciudad Juan de Rouen, el abuelo al que nunca conocieron, de los campos esmeraldas en primavera y dorados en verano, de la ciudad de París y de sus mercados rebosantes de todo tipo de productos.

Enrique no viajó de nuevo a León hasta mediados del año 1271; tenía sesenta y un años.

Teresa Rendol lo saludó con una sonrisa.

—La primavera pasada no viniste; los prados estaban más hermosos que nunca y las veredas rebosaban de flores —le dijo.

—Estuve ocupado con el dichoso claustro de Burgos. Ya está acabado, pero ahora estamos modificando las capillas de la cabecera. Las ultrasemicirculares que construyó mi tío recordaban demasiado al viejo estilo; las estamos cambiando por otras poligonales, más acordes con la nueva arquitectura.

—A mí me gustaban. Te he echado de menos —le dijo Teresa.

Enrique la besó en la mejilla. En la chimenea unos leños crepitaban al fuego.

—He visto que ya habéis colocado todas las vidrieras de la cabecera; eso está muy bien.

—Sí, los vidrieros son extraordinarios, pero tus tallistas…

—Ya he visto algunas figuras. Bueno, el maestro de Amiens que esculpió el Sarmental era el mejor escultor de su tiempo. No existe ahora otro como él. Y mis manos…, casi no puedo ni sostener la maza.

La maestra de pintura acarició las manos de Enrique.

—Quiero que veas una cosa.

Teresa se levantó de la mesa y regresó al instante con dos códices de hojas de pergamino encuadernados en piel bermeja. Cogió uno de ellos, lo abrió y se lo enseñó a su amante.

—Son extraordinarias.

El códice estaba iluminado con delicadas miniaturas.

—Hace tres años que trabajo en este códice. Nunca había pintado miniaturas, pero a mi edad es lo más apropiado. Y el problema de la vista lo he solucionado con estos anteojos que me traje de París, gracias a los cuales puedo ver los pequeños detalles. Ya sabes que hace tiempo que mi vista no es demasiado precisa. Estas miniaturas representan las grandes ceremonias de la Corte, pero también hay escenas de la vida de la gente. Es un encargo de don Alfonso, nuestro rey. Un correo suyo vino hasta León para decirme que «su majestad estaría muy honrado si la gran maestra Teresa Rendol iluminara uno de los códices para la biblioteca real» —Teresa imitó una voz muy engolada.

—Don Alfonso es un apasionado de los libros.

—Mira este otro; trata del juego del ajedrez.

Teresa abrió el segundo códice por una miniatura en la que dos reyes, uno musulmán y otro cristiano, jugaban una partida de ajedrez bajo una tienda de fieltro. Enrique observó el tablero; tal como estaba desarrollándose la partida, ninguno de los dos contendientes tenía ventaja, pese a que el rey cristiano jugaba con las blancas.

—Esta partida acabará en tablas.

—Así es —precisó Teresa.

—Esta escena es una alegoría, ¿no?

—¿Tú qué crees?

—Conociéndote, creo que se trata de un mensaje.

—¿Y qué dice?

—Es un mensaje de paz —asentó Enrique.

—Sí, pero es un mensaje inútil. Nunca habrá paz mientras exista un rey o un noble dispuesto a conquistar el reino del otro. Mira bien el tablero: no hay reinas, no hay peones, sólo los dos reyes, dos caballos y dos torres.

—Tablas.

—Salvo que uno de los dos cometa un gran error —aclaró Teresa.

El maestro subió al andamio. Desde allá arriba, encaramado en lo alto de la catedral, sobre la suave colina, podía verse todo el paisaje que rodeaba a la ciudad de León, las amplias llanuras al sur, las sierras nevadas al norte… La cabecera y el crucero de la catedral ya estaban cubiertos y la nave comenzaba a crecer hacia el oeste.

—El próximo mes vendrán a León mi esposa y mis hijos —le dijo Enrique a Teresa.

—Me gustará conocer a tu esposa, y a tus hijos. Yo no pude dártelos.

—Voy a quedarme en León todo este año y tal vez el próximo. Las obras de la catedral van bien, pero las esculturas de las fachadas no avanzan como quisiera. Además, el obispo está empeñado en que en la fachada principal haya demonios e infierno, y pecadores sufriendo por haberlo sido.

—Ya te dije que la Iglesia no te dejaría llenar las portadas tan sólo con vírgenes, santos, ángeles y apóstoles. Los clérigos necesitan amedrentar a la gente con las penas del infierno, ése es su sistema para dominar sus almas.

—Pero el interior sólo estará hecho de luz, sólo de luz. Todo el que entre en esta catedral sentirá cuanto tú y yo hemos compartido.

—Quiero mostrarte otras miniaturas.

Teresa abrió un tercer códice. Las escenas que contenía eran terribles: delincuentes ajusticiados en la horca, herejes ardiendo en la hoguera, pájaros sangrantes atravesados por las garras de aves de presa, moros de rostros horribles y cetrinos y judíos de nariz ganchuda, toros corneando a hombres que los acosaban con garrochas…

—Creí que nunca pintarías escenas como éstas —se sorprendió Enrique.

—Es la realidad del mundo. He pasado toda la vida pintando vírgenes con niños, ángeles y querubines, santos y profetas. He reflejado una imagen falsa del mundo, la imagen que yo imaginaba o la que yo quería plasmar. Pero la realidad es ésta: crueldad, muerte, ansiedad, torturas… Desde que los cruzados del Papa y del rey de Francia arrasaron los castillos de Montségur y Queribús, los cátaros ya no tenemos adonde ir; los que no renunciaron a ser «los perfectos» ardieron en la hoguera y el resto se ha convertido a la «verdadera fe» de Roma. Ésa es al fin la única realidad.

—Tú también eres realidad.

—Hace años que no pasa un solo día sin que me arrepienta de no haberme casado contigo, aunque tal vez haya sido mejor así. Ahora seríamos esposos, pero tú no calentarías mi lecho; otras mujeres mucho más jóvenes y bellas ocuparían mi lugar, y yo viviría tan sólo de recuerdos, aunque esos recuerdos los viviría a tu lado.

—Tal vez no hubiera sido así —supuso Enrique.

—¿Sabes cuándo fue la última vez que hicimos el amor? ¿Tres, cuatro años atrás? El tiempo deja una huella profunda en el alma que no podemos ver, pero sí son visibles las huellas que deja en el cuerpo.

—Sigues siendo una mujer magnífica.

—No me mientas. Ya no despierto en ti ninguna pasión, ningún deseo.

Enrique besó a Teresa.

—Tengo miedo —le dijo el arquitecto, que apoyó su regazo en el pecho de la maestra de pintura.

Teresa acarició los cabellos canos de Enrique y susurró una canción en la que una mujer enamorada añoraba a su amante, que había partido a una tierra lejana para no volver jamás.

La presencia de Enrique en León supuso un impulso notable a las obras, sobre todo en el taller de escultura. En un año construyeron la portada norte y comenzaron a colocar las esculturas en la sur del crucero. Y aunque el resultado era mejor del previsto, Enrique lamentó no haber superado la calidad de las esculturas de Burgos, por lo que escribió una carta a su segundo en esa ciudad, el maestro de obra Juan Pérez, para que le enviara los mejores escultores del taller para que trabajaran al menos en las esculturas de la portada principal de León.

Teresa conoció a los hijos de Enrique cuando éstos acompañaron a su padre a visitar las obras de la catedral, a los pocos días de haber llegado con su madre a León. La maestra besó a los dos muchachitos, en cuyos ojos apreció la herencia de Enrique de Rouen.

—De nuevo hay problemas en estos reinos —le dijo Enrique mientras revisaban la composición de la vidriera del rosetón de la portada sur.

—¿Qué ocurre ahora?

—Que don Alfonso tiene en rebeldía a más de la mitad de la nobleza, que ambiciona la corona del Imperio, y más ahora que ha muerto el otro elegido, Ricardo de Cornualles, que las cada vez más poderosas órdenes militares han dejado de apoyar al rey y que las ambiciones de algunos infantes hacen que se tambalee el reino.

—Eso no es lo que más te preocupa; hace unos días que te siento inquieto.

—Es esta catedral.

—Pero si es la más hermosa del mundo, aunque no tenga ni una sola pintura mural —ironizó Teresa.

—No es la catedral en sí, sino lo que significa para mí.

—Es tu gran obra; generaciones enteras te recordarán y te admirarán por ella.

—Es mi última obra. Hace varias semanas que me obsesiona una idea que no puedo sacar de mi cabeza. Esta catedral es un teorema, sólo un teorema que ha sido elegantemente resuelto: geometría y matemáticas, nada más.

—Pero la luz, la luz del interior, esa luz que tanto has perseguido…

—Sólo geometría, nada más que geometría —reiteró Enrique—. Un doctor inglés llamado Roger Bacon afirma que es imposible conocer las cosas de este mundo sin conocer las matemáticas, pero también asegura que sin experiencia no se puede saber nada suficientemente. Bueno, aquí, en esta catedral, hay matemáticas y experiencia, y ahí se acaba todo.

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