El número de Dios (44 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

—Asegura que es el obispo de León.

Martín Fernández, notario real, había sido nombrado dos años antes obispo de León por el rey Alfonso, y ratificado en el puesto por el papa Inocencio IV, tras dos años y medio de sede vacante. Hasta entonces había sido un personaje muy próximo al rey, pero siempre ubicado en un segundo plano en la Corte; desde que fuera nombrado obispo de León, su poder y su influencia habían salido claramente a la luz, así como la confianza que en él había depositado el soberano.

—Es un honor que vuestra eminencia visite esta casa —le dijo Enrique.

—Agradezco vuestra cortesía, maestro —respondió el obispo leonés sin dejar de observar a Teresa.

—Os presento a doña Teresa Rendol, es la maestra del taller de pintura; precisamente estábamos hablando de…

—Sé bien quién es doña Teresa; sus pinturas son las mejores de estos reinos.

—Gracias, eminencia —respondió Teresa, haciendo una ligera inclinación de cabeza.

—¿Puedo hablaros en confianza? —preguntó el obispo.

—No tengo secretos para doña Teresa.

—Preferiría hacerlo a solas.

Teresa hizo ademán de salir de la sala, pero Enrique la detuvo sujetándola con delicadeza por el codo.

—Estábamos a punto de cenar, tal vez os gustaría compartir mi humilde mesa. Doña Teresa es una magnífica conversadora.

El obispo de León, a su pesar, asintió.

—Os quiero hacer una propuesta. He sido designado obispo de León, la ciudad más importante y noble de estos reinos, y deseo que mi episcopado sea ornado con la construcción de una nueva catedral en el estilo francés. Con el beneplácito del rey, contratamos al maestro Simón de Champaña para dirigir la obra. El maestro nos presentó sus planos, que aceptamos, y comenzamos a excavar los cimientos hace unos meses, pero, para nuestra desgracia, el maestro Simón está muy enfermo.

—¿Qué le ocurre? —demandó Enrique.

—Se trata de una enfermedad repentina; su cuerpo ha quedado totalmente paralizado. Vengo a ofreceros la dirección de la fábrica de la catedral de León. He visto el trabajo que habéis realizado en la de Burgos, y os confieso que es excelente, pero yo deseo algo más. No me importa que mi catedral no sea la más alta ni la más grande de la Cristiandad, pero deseo que sea la más bella del mundo, y para ello no repararé en gastos. Además de las rentas de la diócesis, pondré a vuestra disposición, si es preciso, mi propia fortuna personal, y os aseguro que no es menguada. Os daré total libertad para que la construyáis a vuestro gusto, pero ha de ser la más hermosa de todas —dijo don Martín.

—Os agradezco vuestra oferta, eminencia, pero me debo a Burgos, al menos hasta que esta obra se termine.

—Su majestad está de acuerdo en que compaginéis ambas fábricas. Seréis el maestro de obra de las dos catedrales.

—Pero tal vez don Mateo, mi obispo, no esté de acuerdo…

—Don Alfonso ha pedido a los canónigos de Burgos que recen por su padre el rey don Fernando, y a cambio de sus oraciones les ha otorgado algunos privilegios y les ha confirmado otros, como las rentas sobre algunas salinas y los cuantiosos derechos sobre los puertos del Cantábrico. En los últimos meses el rey no ha cesado de conceder grandes dádivas y donaciones a Burgos. Todas las personas ligadas al cabildo de su catedral han quedado libres de impuestos, los caballeros de la ciudad que posean caballo con armas y dispongan de un mínimo de treinta maravedís de renta también han resultado exentos de pago, previo alarde público de sus armas y de su montura y siempre que residan dentro de las murallas. Sabéis bien que dichos caballeros tienen prósperos negocios mercantiles, poseen molinos y telares en Burgos y minas de hierro y fundiciones en Vizcaya, y que realizan transacciones mercantiles con Inglaterra y Flandes que les proporcionan mucho dinero; además, con las nuevas ordenanzas, don Alfonso les ha asegurado el control del gobierno del concejo, al garantizarse el reparto de los puestos más importantes. Durante cinco años los caballeros han provocado muchos conflictos, pero, desde ahora, nadie en Burgos se opondrá a la voluntad de don Alfonso. Os lo aseguro.

»Esta nueva catedral es una empresa personal del rey Alfonso, y os propongo en su nombre que aceptéis la dirección de su fábrica. Ha sido él mismo quien me ha ordenado que viniera a veros y a ofreceros este trabajo.

—¿Habrá dinero suficiente? —preguntó Enrique.

—Por supuesto. Don Alfonso me ha dado su palabra y, para que no exista ninguna duda, el rey destinará a esa nueva catedral el tercio de las rentas reales.

—¿Y si estalla una guerra? Ya ocurrió en tiempo de don Fernando.

—Os aseguro que don Alfonso no es como su padre.

—¿Podré elegir a mis colaboradores? —Enrique sabía que un maestro de obra dirigía la fábrica de una catedral a partir de un proyecto inicial, pero que los cabildos y los obispos podían influir en el conjunto de la obra y sobre todo en los detalles.

—Podréis hacer cuanto deseéis, con plena libertad. Ya os he dicho que la única condición que pone el rey es que sea la más bella catedral de la Cristiandad. Su majestad ama la belleza por encima de cualquier otra cosa, y su espíritu es el más elevado que haya tenido rey alguno.

»Entonces, ¿estáis de acuerdo?

—Falta fijar mis honorarios y los de…

—Los que tenéis ahora más un tercio. Además de exención de cualquier tributo, una casa en León mientras viváis en la ciudad, ropa y dos abrigos de pieles, y una gratificación anual si se cumplen los plazos que acordemos —dijo don Martín.

En tanto conversaban, el criado había servido la cena.

—¿Cuándo puedo comenzar? —preguntó Enrique.

—De inmediato. Ya os he dicho que están excavados los cimientos de la nueva catedral.

—Eso condicionará mis planes.

—Podéis hacer cuanto queráis. No os ponemos ninguna condición, sólo que os incorporéis enseguida. Entre tanto, id pensando en cómo será la nueva catedral; recordad, la más bella y luminosa del mundo.

Acabada la cena, don Martín se levantó, se despidió de Teresa y de Enrique, se colocó su capa sobre los hombros y se marchó de la casa.

—¿Estoy soñando, o es cierto lo que me ha propuesto ese hombre? —le preguntó Enrique.

—Si no he escuchado mal, has aceptado dirigir la obra de la nueva catedral de León. Enhorabuena.

—Tendré que ir a esa ciudad. Desde Burgos hay seis días de camino, tal vez cinco si el clima es propicio, cuatro cabalgando sin parar. Creo que ha llegado el momento. Hace tiempo que no he vuelto a proponértelo, pero ahora existe una razón para que nos casemos. Quiero que seas mi esposa, te lo pido con todo mi corazón.

Teresa aspiró hondo.

—No. No puede ser, sabes que no puede ser. No puedo traicionar ni a mi padre ni a mis creencias.

—Pero ¿qué te importa una ceremonia en la que no crees?

—Mis padres tuvieron que huir del Languedoc a causa de sus creencias. Renunciaron a una vida cómoda y se marcharon sin saber qué les depararía el futuro. No puedo, no puedo.

Teresa lloró. La maestra de pintura tenía cuarenta y dos años, pero al no haber tenido hijos su apariencia era la de una mujer mucho más joven.

—Ya he estado en alguna otra ocasión lejos de ti, y no deseo que eso vuelva a suceder, pero nuestra situación no puede seguir así.

—En ese caso, olvidemos estos años y sigamos cada uno nuestro camino —dijo Teresa, con tal frialdad que Enrique sintió como si se le helara la sangre en las venas.

—¿Eso es lo que deseas?

—Tú quieres construir ese templo. Siempre has deseado planear una catedral que fuera obra tuya desde la primera hasta la última piedra. Ahora tienes la oportunidad de cumplir tu más preciado sueño. Yo sólo soy un estorbo.

—Sí, ése ha sido siempre mi sueño, pero tú eres más importante que cualquier ambición que yo pueda tener. Anhelo construir esa catedral, no he pensado en otra cosa desde que tengo conciencia, desde que vi a mi padre dirigir la fábrica de Chartres, pero dejaré todo por una sola palabra tuya; una sola frase de tus labios, y le diré a ese obispo que se busque a otro maestro de obra.

Teresa miró a Enrique, le acarició la mejilla y le dijo:

—No sería capaz de frustrar tus sueños. No hay otra salida. Adiós.

Teresa no durmió aquella noche en casa de Enrique. Las paredes de su alcoba de la casa del barrio de San Esteban fueron testigos de una madrugada de dolor casi insoportable. Estaba segura de que había perdido a Enrique y de que nada sería como antes.

A comienzo del verano Enrique viajó hasta León. En apenas cinco días, recorrió amplias llanuras en las que se elevaban algunos cerros y páramos sobre los que volaban aves rapaces. El paisaje era un mar de cereales dorados en los que de vez en cuando serpenteaban cintas verdes a las orillas de los ríos, perfilados con hileras de álamos y chopos. En lo alto de algunas iglesias las cigüeñas habían tejido nidos en los que alimentaban a sus pollos recién incubados. En los meses anteriores, todo cuanto le había prometido don Martín se había cumplido. El rey Alfonso recibió en audiencia privada a Enrique y le aseguró que quería convertir la nueva catedral de León en la más hermosa de su reino, y para ello dedicó un tercio de las rentas, previa autorización del papa Alejandro IV.

Enrique visitó en compañía de don Martín y de varios canónigos de León los terrenos sobre los que, siguiendo el plano de Simón de Champaña, se habían excavado los cimientos de la nueva catedral.

—¿Y entre tanto esta catedral se consagre, dónde celebráis los oficios religiosos? —preguntó.

—En la iglesia de San Isidoro; es el panteón real de los reyes de León —le dijo don Martín.

—Sí, claro. Conozco ese templo. Lo visité hace algunos años, cuando peregriné hasta Compostela. Recuerdo que tenía unas pinturas murales muy coloristas.

—Como podéis ver, don Enrique, el espacio del que disponemos para la nueva catedral es amplio y está situado en la zona más alta de la ciudad, de modo que esta catedral lucirá más que la de Burgos.

En el amplio solar elegido destacaban las zanjas de los cimientos ya excavados.

—¿Ha habido algún proyecto anterior a éste del maestro Simón? —preguntó Enrique.

—Sí, antes incluso que en Burgos. Por lo que he podido ver en los documentos que se guardan en el archivo de la diócesis, se excavaron parte de los cimientos para una nueva catedral en el año 1205, pero nada más se hizo desde entonces. En aquel tiempo los reinos de León y de Castilla estaban separados y el rey leonés debía tener problemas más importantes que construir una gran catedral, o tal vez el obispo que ordenó excavar los cimientos no consiguió las rentas necesarias para continuar las obras. Bueno, hay una razón que uno de los más viejos canónigos me ha explicado en alguna ocasión —dijo don Martín bajando la voz, como si se tratara de un secreto que no convenía airear.

—¿Y cuál es? —demandó Enrique.

—Se dice que al excavar los cimientos se encontraron restos de un antiguo templo pagano, tumbas de gigantes y lápidas con inscripciones dedicadas a los falsos dioses de los romanos. Aquellos hallazgos fueron considerados como un mal augurio y se decidió abandonar el proyecto porque no se quería construir la nueva catedral sobre esos restos abominables.

—Al parecer, vos no creéis en esas supercherías.

—Hemos purificado el lugar. Hace unos meses, poco después de ser nombrado obispo de León, y cuando me enteré de este asunto, ordené realizar una ceremonia de purificación. No os preocupéis, si alguna vez se celebraron cultos a los falsos dioses en este lugar, ya ha quedado totalmente limpio. Toda esta área se asperjó con agua bendita y se sacralizó con el sagrado óleo; alrededor del perímetro de la futura catedral se realizó un vía crucis y se rezaron oraciones.

»Pero os he de confesar algo más… Se dice que hay una maldición, y que el maestro Simón ha enfermado a causa de ella.

—Comenzaré a trabajar aquí mañana mismo —asentó Enrique.

En tan sólo dos semanas, Enrique presentó su proyecto.

—No voy a cambiar el plano del maestro Simón. Los cimientos ya están excavados y replantear todo supondría un gran retraso. La planta que el maestro de Champaña ha dibujado es exactamente igual que la de la catedral de Reims: cinco capillas en la cabecera, girola simple, crucero apenas acusado en planta con cinco naves longitudinales y tres transversales y nave mayor con tres naves a su vez y cinco tramos a diferencia de Reims, que tiene nueve.

»Por el contrario, todo el resto del edificio responderá a la necesidad de captar la luz. Me dijisteis en Burgos que esta catedral tenía que ser la más hermosa del mundo, y os aseguro que lo será. Voy a rasgar los muros de arriba abajo, de tal modo que sólo existan pilares de piedra y vidrieras, no habrá muros de piedra, sólo luz, luz, luz.

»Quizá la catedral que ha comenzado a construir el obispo Juan Arias en Compostela sea más grande, pero no será más hermosa que ésta.

Teresa Rendol estaba retocando la pintura de unos paños en una tabla con la resurrección de Jesús. Había logrado tal perfección en pintar gasas transparentes, que parecían telas reales pegadas a la tabla.

Domingo de Arroyal, el segundo maestro del taller, la interrumpió.

—Perdonad, maestra —Domingo seguía llamándola así pese a poseer su mismo grado—, os traigo una noticia que quizás os interese, aunque creo que no va a gustaros; pero tarde o temprano os ibais a enterar y creo que es mejor que sea yo quien os la comunique.

—¿Qué ocurre? —Teresa, a la vista de la gravedad que reflejaba el rostro de Domingo, dedujo que se trataba de algo importante y dejó el pincel sobre la mesa.

—Don Enrique va a contraer matrimonio con la joven Matea, la hija de Pedro González, un rico mercader que exporta lana de Castilla e importa paños de Flandes e Inglaterra; también posee una mina de hierro y una ferrería. Además, es uno de los miembros más influyentes del concejo y es caballero. Matea tiene… dieciséis años.

Teresa no mostró ninguna reacción, ni un solo músculo de su cara se movió.

—Gracias por la información, Domingo.

—Lo siento, maestra, lo siento mucho.

—No, no importa. Tenía que ocurrir; en verdad, yo jamás supuse que esperara tanto tiempo para decidirse.

Cuando Domingo de Arroyal salió de la estancia, Teresa se derrumbó sobre una silla y comenzó a llorar. Tenía cuarenta y seis años, siempre había rechazado todas las peticiones de matrimonio de Enrique y no le había dado ningún hijo; no podía esperar otra cosa que lo que inevitablemente, más tarde o más temprano, tenía que suceder.

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