—¿Don Luis?
Luis de Rouen se volvió al oír su nombre pronunciado por una voz dulce y femenina.
—Señora —hizo una elegante reverencia—. Así que vos sois la maestra de este taller.
—En efecto.
—Sois muy joven para ser maestra.
—Tal vez. Me llamo Teresa Rendol, y si tenéis memoria, mi nombre os resultará familiar.
—¿Rendol? ¿Sois la hija de Arnal Rendol, el pintor occitano?
—La misma.
—¿Y vuestro padre?
—Murió en Galicia hace unos meses. Yo me he hecho cargo de su taller.
—Vaya, sois una mujer decidida, según veo.
—Vos habéis tenido mucho que ver en ello, según creo.
—No me culpéis por…
—No os culpo por nada. Mi padre sabía, aunque nunca quiso reconocerlo, que algún día deberíamos modificar la manera de pintar. Pero él no quiso hacerlo; era un maestro del viejo estilo. No podía ni quería entender la pintura de otra manera.
—¿Y vos?
—Los tiempos cambian, don Luis, y muy deprisa.
—En ese caso, necesito pintores para la obra de la nueva catedral. Ya habréis visto que está acabada la cabecera y que hay que pintar el interior… —Luis hizo una pausa—, y pronto las portadas, pero no habrá murales, sólo pintura sobre las esculturas y los capiteles. Aceptad, por favor, os lo debo.
—Vos no me debéis nada, don Luis.
—No discutiré por ello, doña Teresa, pero… ¿estaríais dispuesta a realizar parte de ese trabajo?
—Decidme por cuánto dinero y cuándo empezamos.
—Ocho maravedís mensuales para vos y dos para cada aprendiz.
—¿Y la pintura y demás materiales necesarios?
—Por vuestra cuenta, claro.
—En tal caso, que sean doce y tres maravedís respectivamente.
—Eso es demasiado.
—Si mi taller paga la pintura, no.
Luis de Rouen dudó por un instante.
—¿Sois buenos?
—Mi taller es el mejor de estos reinos. Vos mismo podéis comprobarlo —respondió Teresa sin titubear, señalando los cuadros que colgaban de las paredes.
—De acuerdo, podéis empezar el lunes, en la catedral —dijo Luis.
—Allí estaremos.
Teresa y sus cuatro aprendices se presentaron en la obra de la catedral poco después de amanecer. Tuvieron que esperar un tiempo hasta que llegó Luis de Rouen.
—Aquí estamos —dijo Teresa.
—Bien, pues comencemos.
Luis le dio a Teresa instrucciones concretas y le indicó los lugares que había que pintar y los colores que debían aplicar. Cuando llevaban varios días de trabajo, Luis llamó a Teresa y se quedó con ella a solas.
—Vos, señora, no habéis regresado a Burgos sólo en busca de trabajo, ¿no es así?
—¿A qué os referís, maestro?
—Lo sabéis perfectamente: a mi sobrino.
Teresa enrojeció.
—¿Os dijo él alguna cosa sobre mí?
—No fue necesario. Lo supe en cuanto me habló de vos. A su vuelta de Compostela y antes de regresar a Francia, Enrique estuvo varios días como ensimismado. Apenas hablaba, no comía, paseaba melancólico por las orillas del río, subía al cerro del castillo para ver los atardeceres… Conozco bien esos síntomas; los he leído en un libro de un poeta musulmán llamado Ibn Hazm. Se titula
El collar de la palom
., y habla del amor y de sus manifestaciones. Vuestra actual rojez es síntoma indudable de amor, siempre según Ibn Hazm, claro.
»Pero no receléis de mí. Mi sobrino es un buen muchacho, y si vuestro amor es profundo y verdadero, el tiempo no podrá con él, y si Enrique conserva ese sentimiento, a pesar de la distancia, volverá por vos. Ahora está en París. Tuvo que regresar para acabar sus estudios en la universidad; si desea alcanzar el título de maestro de obra, es indispensable que lo haga. Yo quiero ir a Francia dentro de unos meses, tal vez lo vea y pueda llevarle noticias vuestras, si es que es ése vuestro deseo.
—¿Qué dice Ibn Hazm sobre ello? —preguntó Teresa.
—¿A qué os referís?
—A los alcahuetes.
—¡Vaya!, tenéis carácter, señora. Pues sí, algo dice el cordobés Ibn Hazm sobre este asunto. Si no recuerdo mal, pondera con agrado la existencia de lo que llama «un amigo favorable», alguien que sea reposado, paciente, sin perversiones, tolerante… es decir, alguien capaz de consolar al amigo, o a la amiga, en caso de congoja. Sostiene Ibn Hazm que con un amigo así se ahuyenta la tristeza y se acorta el tiempo de espera. Pero bueno, tal vez creáis que es mejor disponer de un alcahuete que…
—Perdonad, no quise ofenderos.
—Recordad que un buen amigo es paciente y reposado, señora.
»Pero para mi viaje falta todavía algún tiempo, y en cambio don Mauricio no quiere que pase mucho más sin ver acabada por completo su catedral; de modo que, doña Teresa, sigamos con nuestro trabajo.
Teresa subió al andamio con la agilidad adquirida desde que siendo muy pequeña acompañara a su padre para pintar los grandes frescos en las catedrales e iglesias construidas al estilo romano. Sus cuatro aprendices estaban pintando los capiteles interiores de la cabecera de la nueva catedral de Burgos siguiendo las instrucciones dadas por la maestra.
—Habrá que darse prisa, el obispo desea que esto acabe cuanto antes.
—Doña Teresa —dijo Domingo de Arroyal, el aprendiz de más edad, un fuerte mozo de veintidós años al que Teresa estaba dispuesta a concederle de inmediato la categoría de oficial o compañero—, vuestro padre nos enseñó que pintar sobre esculturas no es propio de artistas, y aquí no hacemos otra cosa.
—Mi padre creció pintando en iglesias del viejo estilo. Éste es un tiempo nuevo, el tiempo de la luz. Mi padre suplía con sus pinturas la falta de luminosidad de esos viejos templos. Pero ahora ya no es necesario; fijaos en esas ventanas, en esa luz que entra a raudales por las vidrieras de colores —Teresa señaló las amplias ventanas abiertas sobre el triforio—. Estamos en otro tiempo y es necesario otro tipo de pintura.
—Pero aquí no somos trascendentes.
—¿Trascendentes? —se preguntó Teresa ante la mirada atónita de Domingo de Arroyal, que ni siquiera entendía lo que había querido decir—. Nada es trascendente, sólo la luz de la divinidad.
Los demás aprendices seguían ensimismados la conversación de la maestra de su taller y su primer aprendiz.
—¿Un arte nuevo, entonces?
—Claro que sí; un arte con una nueva luz, y una nueva pintura para esa nueva luz. Yo no conocí a mi abuelo, pero mi padre me contó en una ocasión que había trabajado para la mismísima reina Leonor de Aquitania. Mi abuelo era un hombre bien parecido y de un porte extraordinario, y eso no debió de gustarle a Enrique el León, rey de Inglaterra y esposo de Leonor, porque mi abuelo tuvo que huir de la Corte antes de que los celos de don Enrique fueran a mayores. ¿Y sabéis qué le dijo mi abuelo a mi padre? —los aprendices se encogieron de hombros—; pues algo muy sencillo: que lo más importante era la luz.
»Y ahora basta de cháchara y todo el mundo a trabajar.
E
n aquellos días de 1231, Fernando de Castilla y Sancho III de Portugal firmaron un acuerdo de paz y delimitaron las fronteras comunes de sus respectivos reinos en Sabugal. Por ello, ya que había temido que una posible guerra con Portugal hubiera retrasado las obras, y por el buen ritmo de los trabajos, don Mauricio estaba muy contento.
Una mañana, mediada la primavera, el obispo llamó a todos los maestros de los diversos talleres de la obra de la catedral, encabezados por Luis de Rouen, bajo cuyas directrices trabajaban todos los talleres.
—Señores maestros —les dijo—, nuestro rey ha firmado la paz y sellado un acuerdo fronterizo con su primo el rey Sancho de Portugal, y además está preparando una nueva campaña contra los sarracenos para este verano. Son buenas noticias, pues nos va a conceder unos prados en San Mames de Abar con sus ganados. Esa donación incrementará nuestras rentas, de modo que… —don Mauricio hizo una pausa muy estudiada—, las obras de la catedral seguirán de inmediato hasta finalizar la nave y la fachada de los pies del templo.
»Maese Luis, en cuanto sea posible podéis comenzar la demolición de la vieja catedral. ¡Ah!, y aprovechad cuantas piedras se puedan recuperar; creo que podremos reutilizar muchas de ellas, ¿no es así?
—Por supuesto, don Mauricio, por supuesto.
Luis miró a Teresa Rendol y alzó los hombros como resignado, en un gesto que provocó la sonrisa de la maestra del taller de pintura.
Mientras se retiraban de la reunión, Luis se acercó a Teresa.
—Creo que vuestro padre pintó algunos de los frescos de la vieja catedral —le dijo.
—Sí, lo recuerdo bien porque yo era una niña. En esos frescos están mis primeras pinceladas. Mi padre me dejó rellenar algunas túnicas; recuerdo una azul de la Virgen…
—Me parece que todo esto os supone un gran quebranto.
—No —dijo Teresa con firmeza—. Sólo Dios es eterno; al menos eso me enseñó mi padre. Las obras de los hombres, aunque sean tan bellas como ésa, no pueden trascender más allá del tiempo.
—Algo parecido dicen los musulmanes. En su libro sagrado, el Corán, se indica que sólo Dios es eterno, y que cualquier obra del hombre está condenada a convertirse en polvo.
—No he leído ese libro.
—Yo tampoco. Me lo han contado los musulmanes que trabajan en el taller de cantería. Alguno de ellos sostiene que el hombre no debe imitar la obra de Dios, y por eso son muchos los que se niegan a esculpir o pintar figuras humanas. Los dedico solamente a tallar los elementos decorativos. Para ese trabajo de filigrana son insuperables.
—Eso es porque tienen mucha paciencia —dijo Teresa.
—Tal vez, pero no olvidéis que la paciencia es una virtud cristiana.
—Y del buen amigo, recordadlo; me lo dijisteis vos mismo.
Luis miró fijamente a Teresa.
—Ahora comprendo a mi sobrino, y entiendo que no quisiera alejarse de vos. Si su corazón alberga los sentimientos que yo creo, volverá a buscaros.
Teresa inclinó la cabeza, saludó a Luis de Rouen y se despidió recordándole que todavía quedaba mucho por hacer.
La mayor parte de los hombres disponibles fueron destinados a montar los andamios para comenzar la demolición de la vieja catedral, que se mantenía en pie al oeste de la nueva. El crucero abierto de la nueva, mucho más alto, parecía unas enormes fauces abiertas a punto de engullir a la cabecera de la vieja catedral condenada a desaparecer.
Luis detalló a los albañiles cómo tenían que construir el andamiaje. Una vez armado comenzarían a demoler la cabecera, de manera que conforme se fuera derribando la catedral vieja pudiera iniciarse la construcción de la nave del nuevo templo.
Fueron pocos los burgaleses que lamentaron el derribo de la que hasta entonces había sido su catedral, la que fundaran hacía más de ciento cincuenta años el rey Alfonso VI y el obispo Asterio. Aquella catedral había sido la sede de los obispos burgaleses desde que se trasladara la diócesis de Oca a la ciudad más pujante de Castilla, buena parte de cuyo crecimiento y riqueza se debían precisamente a ese honor.
Se dispuso un gran andamiaje alrededor de la vieja cabecera, de modo que los trabajadores pudieran comenzar su demolición por la cubierta, reaprovechando todos los materiales que pudieran recuperarse en buen estado.
Aquella noche había llovido muy copiosamente y la mañana había amanecido con el cielo encapotado por un manto de nubes grises. Todo estaba empapado de humedad y, aunque la primavera estaba muy avanzada, la mañana era fresca.
Al desmontar un sector del tejado, el albañil encargado de la cuadrilla que estaba trabajando en la demolición de la catedral vieja encontró en una de las bóvedas una lápida de piedra con lo que parecía una inscripción. Aunque aquel hombre sabía leer, no sin ciertas dificultades, no pudo entender una sola letra de las que allí estaban grabadas y antes de seguir adelante le ordenó a uno de sus obreros que fuera en busca del maestro.
Luis de Rouen había pasado toda la noche en vela. Hacía tiempo que sufría de gota y algunos días, sobre todo cuando la humedad era elevada, a la gota se le sumaban ciertos achaques reumáticos que le producían intensos dolores en las piernas y en las rodillas. Cuando el obrero lo fue a buscar, lo encontró en su casa, con los pies dentro de un barreño con agua caliente, una terapia que solía utilizar de vez en cuando porque le mitigaba mucho el dolor.
En cuanto supo de la existencia de esa lápida, se calzó sus botas de cuero y salió hacia la catedral. Le costó un gran esfuerzo subir a lo alto del tejado, pues al frescor de la mañana se sumaba el sufrimiento que le producían en las piernas la gota y el reuma.
La lápida era una losa de piedra caliza de dos palmos de largo por uno de ancho. Estaba colocada justo en el centro de la bóveda en forma de cuarto de esfera que cubría el ábside de la vieja catedral. El maestro se acercó hasta la lápida, se inclinó sobre ella para leer la inscripción con claridad y tras observarla unos instantes dijo:
—Es árabe, está escrita en árabe.
—Claro, por eso no pude leerla —dijo el albañil que dirigía la cuadrilla de demolición, como justificándose ante sus subordinados.
—Llamad a don Lope, el alfaquí. Vive en la Rúa Vieja de la morería, junto a la casa de Audallá, el tejedor. Vamos, deprisa.
Un obrero bajó del andamio y regresó algún tiempo después con el alfaquí.
—Don Lope —lo saludó Luis—, esta lápida ha aparecido hoy mismo; como podéis comprobar, está escrita en vuestra lengua. ¿Seríais tan amable de traducir lo que dice?
Don Lope asintió con la cabeza, se inclinó, pasó la mano sobre la lápida y leyó para sí.
—En efecto, don Luis, está escrita en árabe.
—Eso ya lo sé, pero ¿qué dice?
—Tal vez no os agrade escucharlo.
Luis ordenó a los obreros que se retiraran unos cuantos pasos, los suficientes como para que no pudieran oír a don Lope.
—Vamos, leed. Sólo estamos los dos.
—«Al que construya una mezquita, aunque sea tan pequeña como el agujero que en el suelo cava el pájaro gata para hacer su nido, Dios le dará una casa de oro en el Paraíso.»
—¿Esa es una cita de vuestro libro sagrado?
—No. Se trata de un
hadi
atribuido a nuestro profeta Mahoma, que Dios guarde.
—¿Un
hadi
? —dudó Luis.
—Un
hadi
es un relato de alguna de las tradiciones que no están recogidas en el sagrado Corán pero que los sabios ulemas compañeros del Profeta, que Dios proteja, escribieron sobre su vida y sus hechos.