—¿Qué ha ocurrido?
—Un milagro. Las obras de la catedral se van a reanudar y don Aparicio me ha pedido que os transmita sus deseos de que volváis a haceros cargo de ellas.
—¿Dispone de rentas para ello?
—Bueno, los ingresos habituales siguen colapsados por el momento, pero han aumentado las donaciones particulares. Algunos de los miembros de las milicias concejiles de Burgos que participaron en la conquista de Sevilla han regresado a la ciudad y han donado importantes cantidades de plata y oro con la condición de que se empleen en la fábrica del templo, y ese ejemplo lo han seguido muchos comerciantes burgaleses, para quienes acabar la catedral de su ciudad se ha convertido en una cuestión de orgullo y amor propio. Y luego están las rentas de los puertos del Cantábrico. Don Fernando no donó al obispo de Burgos ni un maravedí del botín procedente de la conquista de Sevilla y, arrepentido por ello, le ha concedido las rentas reales de los impuestos comerciales de los puertos cantábricos de Vizcaya, Santander y Castro-Urdiales, entre otros. Y eso supone bastante dinero, pues por esos puertos no dejan de exportarse lana y otras mercancías a Inglaterra y Francia. Ya son varios los mercaderes burgaleses que han instalado oficinas en estos puertos, y estimamos que las rentas procedentes de ellos crecerán en los próximos años.
»La derrota del rey Luis de Francia en Egipto ha provocado la disminución del comercio con Oriente y en consecuencia crecerá el tráfico de mercancías en el norte de Europa, y eso es bueno para nosotros.
—Don Aparicio no se portó bien con la gente que había trabajado en la catedral —dijo Enrique.
—Vamos, maestro, vos sabéis que el obispo no podía hacer otra cosa; se debía al rey Fernando y no podía oponerse a sus deseos. ¿Aceptáis entonces?
—Sí, acepto, claro que acepto. No deseo morir sin antes ver acabada esa catedral.
Enrique le dijo a Teresa que había recibido la oferta de retomar la dirección de la obra de la catedral de Burgos.
—¿Has aceptado? —le preguntó la maestra.
—Se lo prometí al obispo, no tengo otra salida.
—¿Cuándo te marchas?
—¿No vas a venir conmigo? —se extrañó Enrique.
—He tenido que dejar Burgos dos veces, no quiero que haya una tercera.
—Pero, yo creía…
—Todavía tengo que acabar algunos trabajos en la Santa Capilla.
—Te esperaré en Burgos —propuso Enrique.
Teresa calló. No estaba segura de si podría soportar la vida sin Enrique, tal vez por eso no dijo nada y confió en que el tiempo le ayudara a ordenar sus ideas.
Enrique salió de París por el Camino Francés a Compostela; jamás hubiera podido imaginar que lo hiciera sin Teresa. Las torres de Nuestra Señora acabaron perdiéndose a su espalda en el horizonte y enfrente sólo quedó la inmensa llanura esmeralda.
Enrique de Rouen regresó a Burgos a comienzos del verano de 1250. El frescor de la mañana le recordó los muchos amaneceres estivales que había compartido con Teresa, cuando, al alba, tras el primer canto del gallo, los dos amantes se desperezaban tras una noche de amor al arrullo de los trinos de los ruiseñores y las calandrias.
Don Aparicio lo recibió en el palacio episcopal. Dos años después, el obispo de Burgos parecía mucho más viejo, como si hubiera transcurrido al menos una década desde su última entrevista.
—¿Habéis tenido un buen viaje? —le preguntó a Enrique.
—Sí, eminencia; en esta época del año son muchos los peregrinos que caminan hacia Compostela, los días son largos y el clima es muy agradable.
—Os agradezco que hayáis vuelto; ya os dije que tal vez algún día se reiniciarían las obras. Hemos pasado años de grandes estrecheces, pero el rey Fernando nos ha concedido las rentas de los puertos del Cantábrico y podemos, aunque con algunas dificultades, dedicar parte de esos ingresos a la culminación de la catedral. Ya no es rentable adquirir nuevas propiedades como hacíamos antes. El año pasado el papa Inocencio concedió un año y cuarenta días de indulgencia a quienes visiten nuestra catedral en las fiestas dedicadas en honor de Santa María, y algunos peregrinos han dejado ya sustanciosas limosnas; también contamos con ellas para la fábrica.
»Los tiempos que corren no son los mejores. La conquista del sur ha costado muchas vidas y no pocos esfuerzos, pero creo que Castilla está agotada. El rey Fernando apenas consigue hombres para repoblar las ciudades y tierras que ha ocupado. Todavía existe mucho temor a instalarse en la frontera con los sarracenos.
—Eminencia, aquí hay campesinos que trabajan las tierras de los señores con bueyes prestados y a cambio de un quinto de la cosecha, algunas viandas y unas pocas monedas, pero aún quedan muchos campesinos que prefieren ser pequeños propietarios libres en Castilla que siervos en el sur.
Don Aparicio frunció el ceño.
—La condición de los hombres la marca Dios desde su nacimiento —sentenció el obispo.
Enrique no discutió. No había viajado durante más de un mes para que sus planes se vinieran abajo por debatir con un anciano.
—¿Cuándo puedo empezar? —le preguntó al prelado.
—Las arcas del cabildo tienen algún dinero reservado de las últimas rentas recibidas de los peajes de los puertos. El racionero os pondrá al corriente de todo y vos decidiréis en función de lo que se os asigne.
—Habría que aprovechar el verano para trabajar en los muros y pilares de la nave. Hace varios años ordené labrar suficientes sillares como para tener material listo por si hacía el caso; bien, ahora es el momento de aprovecharlos.
—Como vos dispongáis. En los próximos días yo estaré muy ocupado. Ya sabéis que esta diócesis de Burgos no es sufragánea de ningún arzobispo metropolitano, sino que al ser exenta depende directamente del Papa. Por eso los arzobispos de Compostela y de Toledo no pueden entrar en mi diócesis con sus cruces patriarcales alzadas. Pero esa dependencia del Sumo Pontífice nos obliga a mucho, y en estos días está entre nosotros el cardenal Gil Torres, que ha venido hasta Burgos para otorgar unas constituciones a esta catedral que han sido dictadas por el mismísimo Papa. Con esas constituciones se pretende acabar con las dificultades financieras que atraviesa la diócesis, que está colapsada. El cabildo con todos sus canónigos y yo mismo nos hemos enfrentado a los grandes monasterios y abadías de Castilla; los monjes cistercienses pretenden acaparar todas las rentas de sus señoríos, sin aportar nada al obispado al que pertenecen, y lo están haciendo con éxito, pues han logrado ganar terreno a los que parecían todopoderosos monjes negros seguidores de la orden de Cluny. He logrado que su santidad haga entrar en razón a las abadías de Cárdena, Silos, Arlanza, Las Huelgas y otras tan poderosas. Comprenderéis que tengo que atender al cardenal legado convenientemente porque nos jugamos mucho en ello, de modo que haceos cargo vos de todo lo concerniente a la catedral.
Enrique se puso de inmediato a reclutar peones, albañiles y canteros para la construcción de la nave. Tuvo que contratar a varios musulmanes de la morería de Burgos y a cuantos albañiles y carpinteros encontró libres en la ciudad y en sus aldeas. Apenas un mes después de su llegada, los andamios de madera ya se alzaban en la zona de la nave mayor y los albañiles comenzaban a colocar las primeras hiladas de sillares sobre las que quedaron interrumpidas tres años atrás.
Enrique retomó los planos que había dejado guardados en un arcón de la sacristía de la nueva catedral y comenzó a levantar los pilares de la nave. Los había trazado como los de la catedral de Bourges, grandes pilares de núcleo cilíndrico con columnas adosadas en forma de estrella.
Enrique aplicaba en sus planos cuanto había aprendido de su padre, de su tío y de sus maestros en la escuela de Chartres y en la Universidad de París. Creía firmemente en la geometría como base fundamental del arte de la arquitectura. A partir del cuadrado, del triángulo equilátero y de la proporción áurea, el número de Dios, construir un edificio se convertía en un ejercicio matemático basado en los números, en la geometría y en la simbología divina. El triángulo equilátero equivalía a la Trinidad, tres personas iguales, los tres lados del triángulo, y un solo Dios. El cuadrado significaba la relación de igualdad y de armonía entre el Hijo y el Padre. Y el número de Dios era la proporción perfecta que había sido revelada al hombre para que éste pudiera imitar las medidas con las que el Creador había construido el universo.
El maestro de Rouen estaba seguro de que la contemplación de la armonía de las medidas con las que se construían las catedrales del nuevo estilo era la mejor manera de conducir al alma de los hombres la experiencia de Dios. No en vano, en Chartres le habían enseñado que la geometría era la disciplina con la que el Creador enlazaba con este mundo. Solía recordar las enseñanzas de uno de sus maestros en Chartres y cómo éste le había dicho que el efecto que tenían que conseguir los maestros de obra en las catedrales era el propuesto por el gran Pedro Abelardo, el legendario sabio, y que se basaba en la armonía de las esferas celestiales, una especie de conjunción entre las medidas de Dios y las del templo de Salomón, es decir, entre la proporción áurea de Dios y la de los hombres.
El rey Fernando comenzó a sentir que las fuerzas le fallaban. Durante su vida había soportado graves enfermedades que milagrosamente habían remitido, pero ahora era consciente de que la vida comenzaba a escapársele. A sus cuarenta y nueve años había soportado duras campañas militares, numerosos asedios, intrigas nobiliarias, más de una década de tensión con su padre, el rey de León, la presencia abrumadora de su madre doña Berenguela y la necesidad casi angustiosa de recuperar para la Cristiandad todos los territorios de al-Andalus. Conquistador de Córdoba, Jaén y Sevilla, todavía soñaba con ganar Málaga, Almería y Granada y culminar así la ambición que él había perseguido toda su vida: una Península unida bajo la bandera de la cruz.
Sin embargo, ahora era consciente de que sus fuerzas estaban llegando al final; reyes más jóvenes y con más energía parecían tomar su relevo. Al oeste, Alfonso III de Portugal, que había sustituido a su hermano Sancho, quien fuera depuesto tras ser declarado inútil para gobernar ese reino, había conquistado el Algarbe con parte de las tropas que habían luchado en Sevilla, y en el este el aguerrido Jaime I de Aragón, tras ganar los reinos de Mallorca y Valencia, parecía dispuesto a conquistar todo el Mediterráneo.
Don Fernando se encontraba a gusto en Sevilla, rodeado de sus hijos más pequeños y de su segunda esposa; Dios le había concedido la gracia de ser padre de trece hijos, diez de doña Beatriz de Suabia y tres de doña Juana de Dammartin, y el primogénito, el príncipe don Alfonso, estaba, a sus veintinueve años, suficientemente preparado como para ostentar en su día la doble corona de Castilla y León. Rey de cristianos, musulmanes y judíos, querido por su pueblo, respetado por la nobleza, don Fernando sólo aspiraba a poder morir en paz.
Pese a las dificultades económicas, las nuevas constituciones aprobadas para la catedral de Burgos por el delegado papal consiguieron una notable mejora de la situación, y las rentas disfrutaron de un notable aumento en los últimos meses de 1250.
En Burgos y en ausencia del rey Fernando se celebró una reunión en la que participaron todos los principales linajes de Castilla y León, grandes y ricas familias como los Lara, Cameros, Haro, Castro o Manrique, los hidalgos y caballeros, las más altas dignidades eclesiásticas, obispos y abades sobre todo, y los concejos de las grandes ciudades y villas. Todos ellos se organizaron en tres brazos o estamentos: el de la nobleza, el del clero y el de los concejos y universidades, y decidieron que a partir de entonces, y cuando así lo requiriera la ocasión o los intereses de aquellos reinos, se reunirían todos en comanda en unas asambleas que se llamarían Cortes.
Enrique trabajaba sin descanso; no paraba ni un instante, pues sabía que si dejaba de hacerlo, su mente quedaría invadida por los recuerdos de Teresa y no podría soportar su ausencia. La única manera de resistir en Burgos y de no salir de nuevo corriendo hacia París en busca de su amada era tener la cabeza ocupada permanentemente en la fábrica de la catedral. En cuanto disponía de un momento libre se acercaba al taller de escultura, cogía un martillo y un escoplo y se ponía manos a la obra para esculpir personalmente algunas de las figuras de la portada de la Coronería, que aquel otoño de 1250 comenzó a tomar forma.
Durante el invierno pudo leer un libro titulado
De spher
., obra del geómetra griego Alperagio, que los traductores de la escuela de Toledo, con cuya tarea se había apasionado el príncipe don Alfonso, acababan de verter del árabe al latín. La lectura de ese tratado le hizo reflexionar sobre la perfección de las figuras geométricas y la presunta irracionalidad y contradicción de que las medidas más perfectas, como el círculo, la diagonal de un cuadrado o la extensión infinita de la proporción áurea, eran precisamente las más fáciles de dibujar.
Los domingos, después de asistir a misa en la catedral, solía visitar al maestro Rodrigo, un viejísimo pintor que vivía en una casa en la carrera de San Andrés, con el que charlaba largas horas sobre el maestro Arnal Rendol, aquel hombre que llegó del Languedoc y que trajo consigo una nueva forma de pintar los colores y de dar luz a los murales; cuando dejaba la casa de Rodrigo y caminaba hacia la suya, una que acababa de comprar en el barrio de San Juan porque la de la calle Tenebregosa le recordaba demasiado a Teresa, era el único momento de la semana en el que Enrique pensaba en su amada.
T
eresa Rendol regresaba a su casita del barrio de San Miguel de París tras haber acabado su jornada de trabajo en la Santa Capilla. Los días invernales parisinos eran incluso más cortos que los de Burgos, y enseguida caía la noche sobre los tejados de plomo y pizarra de las iglesias de la capital del reino de Francia.
En su camino a casa solía detenerse en algunas de las tiendas que se extendían como un rosario multicolor a lo largo de las calles de París. Le llamaba la atención una gran botiga en la que se amontonaban decenas de sacos de especias de todos los colores imaginables: rojos, amarillos, verdes… Todos los colores menos el azul. Había especias de color amarillo en todos los tonos posibles, desde el marrón oscuro al ocre claro: jengibre, canela, cilantro, nuez moscada, clavo, la carísima y exótica pimienta…; destacaban las variadas gamas del verde: romero, eneldo, tomillo, albahaca, menta, hierbabuena…; y los intensísimos rojos: pimentón, azafrán… Pero faltaba el azul.