Apenas un mes después de llegar a París, Teresa y Enrique compraron una casita en el barrio de San Miguel. Desde el tejado podían ver las torres de Nuestra Señora. Enrique decidió buscar algún empleo relacionado con su oficio y pronto consiguió un encargo para construir una casona de piedra para uno de los canónigos de la catedral, que no puso ninguna objeción cuando Enrique le comunicó que era hijo del maestro de obra de Chartres y que él mismo lo había sido de la catedral de Burgos. Teresa habilitó la planta bajo el tejado, una habitación abuhardillada aunque con poca luz, como estudio de pintura. Y tampoco tardaron en llegar algunos encargos recomendados por el mismo canónigo.
En la isla de la Cité, donde se alzaba la catedral de Nuestra Señora, el rey de Francia había decidido que se construyera una capilla para guardar las preciadas reliquias propiedad de la Corona de Francia, entre las cuales estaban la Túnica Sagrada que portaba Jesucristo en el momento de la Pasión, la Corona de Espinas, la Santa Lanza con la que el soldado romano Longinos atravesó el costado de Cristo, la Santa Esponja con la que le mojaron los labios en la Cruz, un pedazo del Santo Sudario, un fragmento de la toalla con la que María Magdalena le secó los pies a Cristo, una ampolla con sangre de Jesús y otra con leche de la Virgen María, un manto azul de la Virgen, los pañales del niño Jesús, huesos de varios apóstoles, el cayado de Moisés y un cáliz del que se aseguraba que había sido el que se utilizó en la eucaristía de la Ultima Cena y en el que José de Arimatea había recogido algunas gotas de la sangre del hijo de Dios antes de ser enterrado en el sepulcro, entre otras muchas.
Estas reliquias de la Pasión habían sido adquiridas por los reyes de Francia, que habían pagado por ellas verdaderas fortunas. El rey Luis IX, a quien todos consideraban un santo pese a su juventud, había reservado una enorme cantidad de dinero del tesoro real para que se construyera la capilla más hermosa del mundo, una especie de relicario de piedra y vidrio destinado tan sólo a contener aquellas reliquias. La cruzada que propusiera pocos años antes ya estaba convocada y el rey había comenzado los preparativos para partir hacia Tierra Santa.
Desde que los cruzados ocuparan Constantinopla y la saquearan en 1204, las numerosísimas reliquias que se guardaban en sus iglesias y monasterios fueron robadas y vendidas después por todo Occidente; algunas eran las existentes en aquellos templos, pero otras muchas consistían en burdas falsificaciones de chamarileros que comerciaban con huesos de perro, hierros roñosos o paños ensangrentados, asegurando que eran las verdaderas reliquias de la época de la pasión de Cristo o restos de los santos de los primeros siglos del cristianismo.
Teresa y Enrique se acercaron hasta la Cité para ver aquella obra de la que todos decían que iba a ser el edificio más hermoso del mundo. Ante la capilla, un hombre estaba dibujando algunos detalles en unos pliegos de papel.
—Perdonad, señor, ¿sois vos el maestro de obra de esta capilla? —le preguntó Enrique.
—¿Quién pregunta por ello?
—Mi nombre es Enrique; soy maestro de obra.
—Pues no, mi querido amigo. Y bien que lo siento, porque me hubiera gustado construir este edificio. Yo soy Villard de Honnecourt, también maestro de obra, como vos.
—En ese caso, conoceréis al arquitecto de este edificio…
—Por supuesto —asintió Villard.
—Hace unas semanas que hemos llegado a París; os presento a mi… —Enrique dudó sobre cómo calificar a su amante—, a mi esposa, Teresa; es maestra de pintura.
Villard de Honnecourt hizo una reverencia y se quitó la gorra. Teresa miró a Enrique y le hizo un mohín al oír que la presentaba como su esposa.
—Si vuestras obras son tan bellas como vos, no habrá ningún pintor que os supere.
—¿Estáis trabajando en París? —le preguntó Enrique, un tanto azorado y celoso.
—No. No me gusta permanecer en el mismo lugar demasiado tiempo. Corres el peligro de cogerle cariño y quedarte en él para siempre. Soy un maestro errante. He visitado todas las grandes obras de Francia: Laon, Reims, Meaux, Chartres…
—¿Habéis estado en Chartres?
—Cuatro veces. Me interesaba mucho el trabajo del maestro Juan de Rouen.
—¿Llegasteis a conocerlo?
—Era el mejor de todos nosotros —aseguró Villard.
—Yo soy su hijo, Enrique de Rouen.
—¿Vos?, pero ¿no estabais en Castilla?, al menos eso me dijo vuestro padre en una de las ocasiones en que lo visité.
—Ya os he dicho que acabamos de llegar a París. Venimos de Burgos, la fábrica de cuya catedral está a mi cargo.
—Permitid que me descubra ante el hijo del gran Juan de Rouen.
Villard de Honnecourt volvió a quitarse la gorra.
—¿Y cuál va a ser vuestro próximo destino? —le preguntó Enrique.
—¿Quién sabe? Recorro la Cristiandad con mis cuadernos, dibujando detalles de edificios, esculturas, arcos…, todo aquello que me llama la atención, lo mejor de cada obra que visito. Algún día construiré una catedral que sea la más hermosa de todas, que contenga los mejores elementos de cada una de las que he visto.
—Eso no será posible si no os quedáis durante mucho tiempo en un mismo lugar —intervino Teresa.
—Sólo en ese caso dejaría de ser un maestro de obra itinerante, señora. O tal vez, si en algún lugar me esperara una mujer como vos…
Enrique volvió a recelar de Villard.
—¿Cuál decís que es vuestro próximo destino?
—Quizá me quede algún tiempo en París; esta ciudad me parece desde hoy mucho más atractiva.
Villard miró a Teresa con una amplia sonrisa.
—No sería propio de vos, según parece —dijo Enrique.
—Bueno, en ese caso seguiré hacia el este. Hay una ciudad en el corazón de los Alpes, Lausana se llama, de la que me han hablado maravillas. Y me gustaría ir todavía más hacia el este, al reino de Hungría. Allí construyen unos extraordinarios edificios de madera.
»Pero venid conmigo, os presentaré al maestro de obra de la Santa Capilla.
Villard de Honnecourt cerró su cuaderno de pliegos de papel con los dibujos, lo guardó en una carpeta de cuero y se caló la gorra. Teresa y Enrique lo siguieron por las callejuelas de la Cité, atravesaron el puente que unía la isla con la orilla derecha y se presentaron ante una casona de piedra, ladrillo y madera.
—Maestro, maestro —gritó Villard, a la vez que golpeaba la puerta con su puño.
—¿Quién va? —preguntó una voz femenina desde el interior.
—Soy el maestro Villard. ¿Está el maestro Jacques?
Una anciana abrió la puerta.
—Sois vos. Pasad, pasad, mi hijo está en casa.
—¡Ah!, éstos son Teresa y Enrique de Rouen, esposos. Enrique es el hijo del maestro que construyó Chartres; eso le interesará a vuestro hijo.
—Aguardad, ahora lo llamo.
Enseguida apareció el maestro Jacques.
—Os creía en Lausana —dijo en cuanto vio a Villard.
—Quería aprovechar la luz de la primavera para copiar algunos dibujos de la Santa Capilla. Pero he venido con estos dos amigos. Doña Teresa y don Enrique de Rouen, ya sabéis, el hijo de…
—Sí, sí. Me lo ha dicho mi madre. Señora, don Enrique…
El maestro Jacques estrechó la mano de Enrique y besó el dorso de la de Teresa.
—Vuestra obra es maravillosa, señor.
—Gracias. Pero permitidme que os ofrezca un poco de vino; me lo traen de la Champaña. Es ligeramente dulce, doña Teresa, os gustará.
Jacques sirvió unos vasos de vino de una botella de cristal.
—Muy ligero —comentó Teresa al probar el vino.
—Oí que el hijo del gran Juan de Rouen estaba construyendo una catedral en Castilla, en Burgos. ¿Ya habéis acabado ese templo?
—Por desgracia, no. El nuevo obispo ordenó paralizar las obras. El rey de Castilla y León, don Fernando, decidió que todas las rentas destinadas a la fábrica de la catedral se dedicaran a la guerra contra los sarracenos.
—Claro, en Castilla no es necesario ir a Tierra Santa para combatir a los infieles; están allí mismo. ¿Teníais la obra muy avanzada? —preguntó Jacques.
—La cabecera y el crucero están totalmente listos; bueno, faltan por colocar las esculturas de la portada norte. Y ya están preparados los cimientos de la nave mayor, e incluso levantadas algunas hiladas.
—Imagino que habréis seguido el modelo que vuestro padre planificó para Chartres.
—Cuando me hice cargo de la fábrica, mi tío Luis ya había trazado los planos y levantado la cabecera. Hay algunos elementos que recuerdan a Chartres, pero mi tío Luis aplicó el modelo de Bourges, en donde fue segundo maestro de obra, aunque modificó el plano, pues la catedral de Burgos tiene sólo tres naves y un crucero muy destacado en planta; al parecer, el obispo que la fundó insistió en que su catedral tuviera la forma de una cruz.
—¿Es muy grande? —preguntó Jacques de nuevo.
—No demasiado. Poco más que la mitad de Chartres.
—Una escala humana, a lo que parece. Por aquí los obispos se han vuelto locos. Hace unos días me dijeron que en Beauvais van a levantar la nave mayor a casi ciento cincuenta pies de altura.
—¡Ciento cincuenta pies! Mi padre elevó la de Chartres por encima de los ciento diez pies, y se dijo entonces que nadie superaría esa altura. No se mantendrá en pie —sentenció Enrique.
—Ya lo creo —intervino Villard, que había permanecido callado hasta entonces—, el arco ojival, los muros rasgados, los arbotantes y las bóvedas de crucería permiten construir tal alto como se desee, y lo sabéis.
—No. Una catedral no es sólo piedra y vidrio. Es también una cuestión de método y de números. Si fallan las proporciones, el edificio se vendrá abajo. En nuestro trabajo, la armonía del número es esencial.
—Sois demasiado rígido, don Enrique. Estáis sometido a las leyes de la geometría —dijo Villard.
—Alguno de nuestros maestros sostiene que los arquitectos imitamos al Gran Maestro, que construyó la naturaleza a partir del número divino. Si no nos sometemos a las reglas de la geometría, no lo hacemos a las reglas de Dios y desbaratamos el plan divino de las cosas, y si se rompen las reglas, el mundo, la catedral, todo se vendrá abajo —sostuvo Enrique.
Al día siguiente los cuatro maestros visitaron las obras de la Santa Capilla. Jacques estaba orgulloso de su obra. El arquitecto de Luis IX de Francia había diseñado una capilla de una sola nave pero con dos pisos. El inferior parecía una cripta, pero al estar al nivel del suelo, recibía luz directa a través de las ventanas. La planta superior era un salón cuyos ventanales de vidrio cubrían todo el espacio de las ventanas, rasgadas por completo desde el arco hasta cerca del pavimento. Nunca nadie se había atrevido a tanto.
—Es magnífico, don Jacques, maravilloso. Habéis logrado capturar la luz, toda la luz.
Enrique estaba extasiado. Allí, delante de sus ojos, estaba la fórmula que él había buscado, la que deseaba aplicar en su catedral.
—El rey me indicó que quería un templo para sus reliquias en que sólo hubiera luz. «Hacedlo de luz, y sólo de luz», me ordenó. Y entonces ideé una capilla con el mínimo espacio posible de piedra, que apenas hubiera muros, sólo espacios abiertos para las vidrieras, para la luz. Quise convertir este templo en un universo transparente.
—Y bien que lo habéis conseguido —terció Villard.
—Aquí no hay paredes; sólo un armazón de columnas y pilares, los imprescindibles para sostener las bóvedas y el tejado —dijo Jacques.
—La luz, su propagación, su reflexión, su refracción, su óptica… Eso está bien, maestros, ¿pero acaso creéis que la gente entiende vuestro lenguaje? Los fieles cristianos estaban acostumbrados a contemplar los murales de los templos del viejo estilo. En las pinturas veían la Historia Sagrada y así la comprendían. Tal vez ahora no entiendan nada —intervino Teresa.
Jacques la miró un tanto asombrado.
—Mi esposa es maestra del taller de pintura de la catedral de Burgos, don Jacques.
—No importa que la mayoría de la gente no lo comprenda. Lo importante es que sepamos reflejar las medidas del universo en nuestras iglesias. Dios es el destinatario de nuestras obras; los hombres deben limitarse a admirarlas —explicó Jacques.
—Vivimos en un mundo hecho con la mesura de Dios, Teresa, y a esas reglas nos debemos —recalcó Enrique.
—Dios hizo el mundo hermoso para deleite de los ojos de los hombres —dijo Teresa.
—Señora, Dios fue el primer arquitecto; Él hizo el orden a partir del caos. Adriano de Lille nos enseñó que el Creador construyó el cosmos a modo de un perfecto palacio real, una morada para la Divinidad. Después le dijo al hombre cómo quería que fuera su ciudad ideal, la Jerusalén celestial. Las iglesias y catedrales que construimos han de ser una imagen de esa Jerusalén celestial, la verdad inefable, el modelo a escala humana del cosmos creado por Dios. Por eso utilizamos las leyes geométricas de la proporción armónica. Con cada catedral del nuevo estilo anunciamos al hombre la perfección del mundo venidero, el mundo que Dios ha reservado para disfrute del hombre. Así son estas cosas, doña Teresa —replicó el maestro Jacques.
—Yo he estudiado en la escuela de Chartres y en la Universidad de París; allí me enseñaron que este nuevo estilo se debe a la geometría, pero que tiene que reflejar la mística de la luz —añadió Enrique.
—La luz, la piedra, el vidrio… Recuerdo que en una ocasión me dijiste que una catedral inglesa ardió por tener una techumbre de madera, y que aquel incendio impactó de tal modo en todo el mundo que a partir de entonces todos los obispos quisieron tener una catedral con la techumbre de piedra. Ahí no existe ninguna mística de la luz, sino de la necesidad —adujo Teresa.
—Esa catedral era la de Canterbury. Y en efecto, su techumbre de madera ardió, y con ella toda la catedral, hace de eso más de setenta años, pero ésa no fue la razón para construir las nuevas catedrales en el nuevo estilo. El abad Suger ya lo había hecho unos cuantos años antes —se explicó Enrique.
—El azul; ese azul es horrible —dijo de pronto Teresa.
—Perdonad, señora, ¿a qué os referís? —se extrañó Jacques.
—Al color azul con el que habéis pintado las bóvedas de la planta baja de esta capilla. Deberíais cambiarlo.
—Es el azul más hermoso del mundo.
—Si me lo permitís, maestro Jacques, yo os mostraré un azul más hermoso todavía, el del color del cielo de Burgos en las mañanas de primavera —aseguró Teresa.