—Eres el ser más hermoso del mundo —dijo Enrique.
—El mundo es muy grande, ¿recuerdas?
—Cásate conmigo.
—El matrimonio es un asunto muy complicado, sobre todo para una mujer. Los hombres habéis utilizado el matrimonio para mejorar socialmente a través del linaje de la esposa, cuando éste es superior al del marido, o para conseguir propiedades mediante la dote, o para calmar vuestras pasiones viriles.
—Si es por eso, no debes preocuparte. Yo garantizaré en las capitulaciones matrimoniales tu derecho a tus propios bienes, tendrás plena garantía a tu herencia y a su protección, te reservaré una parte de mis bienes por derecho de herencia en caso de que tengamos hijos y quedes viuda.
—No entiendes nada, amor mío, nada. No temo perder mi dote, ni que te quedes con todo lo mío, porque todo te lo daría si me lo pidieras. Lo que no deseo es perder mi condición de mujer soltera, de mujer con capacidad de decidir sobre mí misma.
—No, no lo entiendo…, pero tal vez algún día puedas o quieras explicármelo.
Teresa besó a Enrique y dejó que el velo resbalara por su cabello, que olía a agua de Colonia. No hizo falta mucho más para que poco después sus dos cuerpos se amaran con la misma pasión del primer encuentro.
—Unos demonios de ojos rasgados montados en horribles caballos peludos que procedían del este han invadido las tierras orientales de la Cristiandad. En Silesia y Polonia han arrollado a los ejércitos cristianos y siguen avanzando hacia Occidente. Son tártaros, gentes extrañas surgidas de lo más profundo de las estepas, entre la niebla y el frío, dispuestas a acabar con la Iglesia y con todos los reinos cristianos. Dicen que son los hijos del averno, nacidos de un lobo y una corza, engendrados en la noche de los tiempos.
—¿Quién afirma eso? —le preguntó Teresa Rendol a Enrique.
—Lo acaban de contar unos peregrinos bávaros que iniciaron el camino de Compostela cuando a su aldea de las montañas llegaron varias familias que huían del horror que habían provocado los tártaros. Aseguran que son los pueblos perdidos que la Biblia llama de Gog y Magog, que han vuelto siglos después dispuestos a acabar con todos los cristianos.
—El comienzo del fin del mundo —ironizó Teresa.
—No te burles. Tendrías que haber visto la expresión de esa gente cuando hablaban de los tártaros. Dicen que son tan fieros que nunca se bajan del caballo, ni siquiera para dormir, y que nunca se lavan, y que huelen tan mal que su hedor apesta a varias leguas de distancia.
—Si eso es cierto, parece que comienzan a cumplirse las profecías del Apocalipsis. Si no recuerdo mal, los cuatro primeros sellos contenían cuatro caballos: el hambre, la peste, la guerra y la muerte.
Teresa conocía bien la Biblia. La había leído muchas veces, ciertos episodios con mucha atención, porque las escenas que solía pintar en los muros de las iglesias o en las tablas de los retablos hacían siempre alusión a pasajes bíblicos.
—Es probable que se haya desatado el comienzo de la profecía, ¿quién sabe?
—El quinto sello libera las almas de los mártires, y el sexto desata las catástrofes de la naturaleza: terremotos, lluvias de estrellas, desprendimientos de montañas, hundimientos de islas… Quizás esta misma noche se abalancen sobre nosotros las sierras del norte y caigan todas las estrellas del camino celeste de Compostela sobre nuestras cabezas.
—No bromees con estas cosas, Teresa.
—Vamos, Enrique, has estudiado en París, has leído a Abelardo, a Fulberto de Chartres y a todos los demás sabios de los que tantas veces me has hablado.
—Ayer visité el hospital del emperador. Me llamó su prior para proponerme la construcción de una capilla. No te había dicho nada hasta ahora porque era muy desagradable, pero tenías que haber visto a los enfermos que allí se amontonan. Sus cuerpos están cubiertos de pústulas y erisipelas, llagados con escrófulas que hieden de manera insoportable, marcados con las huellas inconfundibles de la viruela. Me decían en el hospital que nunca habían visto nada parecido.
»Un clérigo de una aldea cercana estaba postrado en un catre. Su cuerpo parecía como recomido por gusanos; unos afirmaban que se trata de un castigo de Dios por haber yacido con varias mujeres de la aldea, pero otros, cuando se enteraron de la llegada de los tártaros, sostenían que eran los primeros síntomas de que la cólera de Dios ha comenzado a extenderse por el mundo.
—¿No creerás en serio que todas esas calamidades van a ocurrir ahora?, precisamente ahora.
—Mi razón me dice que no crea en ello, pero sabes que está escrito que mil años después de la muerte de Cristo vendrá el Maligno…
—Vamos, Enrique, ya han pasado mil…, mil doscientos… ocho años, sí, mil doscientos ocho años desde que murió Cristo. Estamos en el año del Señor de 1241; si esa profecía del Apocalipsis fuera verdad, haría ya más de dos siglos que se habría acabado el mundo. Y aquí estamos, los dos… y el resto del mundo a nuestro alrededor. Aquí sigue la humanidad, mil doscientos ocho años después. Y espero que siga siendo así por muchos años más.
Enrique se sentó atribulado.
—Además de una mujer hermosa, eres inteligente. Eres la prueba viva que demuestra que la Iglesia no tiene razón, que el mismísimo Aristóteles estaba equivocado y que Bernardo no conocía a las mujeres cuando las describió.
El cabildo decidió que había llegado el tiempo de comenzar la nave mayor. Enrique estaba henchido de alegría. Desde que llegara a Burgos varios años atrás, se había dedicado a terminar lo que su tío Luis de Rouen había planeado, pero ahora, acabadas las obras en el crucero, en el resto de la catedral seguiría un plan exclusivamente suyo.
Para la construcción de la nave mayor y sus dos laterales desde el crucero hasta la que sería portada principal emplearía como medida el pie de París, una medida que equivalía exactamente a la longitud de su palmo con la mano y los dedos totalmente extendidos más la anchura de cuatro dedos. El arquitecto organizó de nuevo los talleres, diferenciando claramente a los tres grupos que los integraban: los maestros, los oficiales o compañeros y los aprendices. Durante dos días discutió con los maestros y los oficiales cuáles iban a ser sus salarios y, cuando llegaron a un acuerdo, Enrique les dijo que no se emplearía a trabajadores que hubieran participado en la construcción de fortalezas y castillos, o en la edificación de prisiones y mazmorras, y que, por supuesto, quedaba absolutamente prohibido que los miembros de los talleres portaran cualquier tipo de arma.
Uno de los oficiales de carpintería dijo que un hacha de carpintero o un cuchillo podía ser considerado como un arma, a lo que Enrique le respondió que un arco o una ballesta para la caza también, pero que lo que importaba era la intención con la que se empuñaba y en qué momento.
—Mañana empezamos a excavar los cimientos de la nave. Hay ya centenares de sillares tallados y listos para ser colocados, y podemos reutilizar muchos más que se pueden recuperar de la demolición de la catedral vieja. He calculado que en diez años podemos tener toda la fábrica completa.
—Eso es estupendo —le dijo Teresa.
—Escucha —Enrique estaba eufórico—. Seguiré aplicando el pie de París para las medidas pequeñas, pero para las proporciones totales usaré el codo de Chartres, dos palmos míos más cuatro dedos. Es la medida que utilizó mi padre en la catedral de mi ciudad: veinte codos de anchura, cincuenta de altura, cien de longitud, y la longitud del crucero una quinta parte de la longitud de la nave central. ¿Te suenan esas proporciones?
—¿El número de Dios? —supuso Teresa.
—Sí, pero también representan la geometría de expresiones sagradas.
—No te entiendo.
—Veinte, cincuenta, cien… Esas medidas corresponden a la expresión «Beata Virgo Marie Matre Dei». Se trata de transformar las frases sagradas, las oraciones y expresiones bíblicas, en geometría, en pura geometría. Sumar las letras, componer las palabras y convertir esa relación en una expresión numérica que luego se plasma en la geometría de la catedral.
—Una especie de imagen matemática de la oración.
—En efecto, y su correspondiente plasmación geométrica en la planta y el alzado de la catedral. Estos nuevos templos de la luz son los instrumentos que conducen las almas al cielo. Las proporciones, las medidas, la distribución de los espacios, todo debe estar calculado en perfecta armonía con la palabra de Dios y con las medidas de los hombres. El número de Dios rige una parte del plano y otra el pie y el codo del hombre; la conjunción entre ser humano y divinidad, entre lo mortal y lo inmortal, la perfecta armonía, el encuentro definitivo del hombre y de su Creador.
—Y que no se caiga —añadió Teresa.
—Claro. La primera preocupación de un arquitecto es que no se venga abajo el edificio cuando se retiran las cimbras que han modelado los arcos y los andamios que las han sustentado una vez que se ha secado y ha fraguado la argamasa. Pero, además, tengo que calcular los empujes de las bóvedas, el tamaño de los arbotantes, el grosor de los contrafuertes… Ahora esos cálculos son más fáciles, al menos desde que conocemos el
Tratado del ábac
., un libro que escribió un pisano llamado Leonardo Fibonacci; es el primer gran manual de aritmética elemental que introdujo las cifras árabes, el cero y las operaciones con fracciones y proporciones.
»Los nuevos conocimientos matemáticos y geométricos han permitido que podamos construir templos que hace años eran inimaginables. Las técnicas del arco ojival y del arbotante han hecho posible que los pesados muros de piedra antaño imprescindibles para sustentar las bóvedas de media caña puedan abrirse hasta casi desaparecer. Ahora podemos construir una catedral sin muros, sólo con arcos, bóvedas, pilares, arbotantes, contrafuertes y luz, luz a raudales.
»Hemos conseguido que en la nueva catedral se refleje la proporción matemática del número de Dios, lo que significa copiar la proporción numérica con la que Dios, el gran arquitecto, construyó el universo.
—¿Y eso es muy importante?
—¡Teresa!, eso significa que hemos conseguido reproducir el receptáculo que Dios creó para acoger la primera luz de la Creación.
—El bien.
—Sí, la luz, el bien, lo bueno, frente a la oscuridad, a lo maléfico.
Teresa sonrió. Su padre le había enseñado que los cátaros, «los perfectos», eran los hijos de la luz. La maestra pensó por un momento que sería divertido sólo imaginar que el creador de esa nueva arquitectura de la luz podría haber sido un cátaro. Sin saberlo, sin siquiera suponerlo, los obispos del Papa estarían ordenando que se construyeran por toda la Cristiandad catedrales e iglesias según una fórmula ideada por un hereje.
—Mi padre tenía razón; en este nuevo estilo no queda espacio para la pintura.
—Restan las portadas, las capillas… —dijo Enrique como excusándose.
—Por ahora, porque si este estilo sigue eliminando la superficie de los muros, al fin no habrá lugar ni para dibujar una sola flor.
El obispo don Juan compró propiedades en Burgos y en algunos pueblos de alrededor, pero, como ya le había dicho a Enrique, se marchó enseguida al lado de su señor el rey don Fernando. A principios de 1242, el rey de Castilla y León tuvo que suspender la campaña contra los musulmanes. Don Diego López de Haro, el todopoderoso señor de Vizcaya, uno de los hombres más fuertes del reino, se había sublevado contra su rey. Algunos nobles desencantados por no haber recibido las mercedes reales de las que se creían merecedores se unieron al señor de Vizcaya. En realidad, don Diego no tenía motivos para semejantes quejas. Había sido nombrado alférez de Castilla, la misma dignidad que en su día ostentara el mismísimo Rodrigo Díaz, el Cid Campeador, pero estaba muy descontento porque estimaba que su fidelidad y servicios a la Corona debían ser premiados con más tierras. El pleito con don Fernando arrancaba de muy atrás, de los tiempos en que don Fernando le concedió como dote a su primera esposa, la bellísima y recatada Beatriz de Suabia, una serie de tierras y aldeas que don Diego anhelaba para sí.
Don Fernando tuvo que detener su habitual campaña de todas las primaveras y marchar con su ejército hacia el norte. Los soldados de la hueste real eran avezados guerreros curtidos en las campañas de conquista; todos ellos habían participado en numerosos hechos de armas y en batallas contra los musulmanes. En cuanto el rey apareció en el norte de sus dominios con todo su poder, el señor de Vizcaya se amedrentó y le pidió perdón por haberse rebelado contra su soberano natural. Don Fernando, que deseaba acabar la conquista del sur cuanto antes, aceptó la solicitud de perdón de su vasallo y se llegó a un acuerdo pacífico. El rey de Castilla y León regresó a Córdoba, la ciudad en la que se encontraba más a gusto, pero lo hizo muy enfermo. El asalto a las ciudades del bajo Guadalquivir tendría que esperar un tiempo.
—Es la peste —anunció Enrique asustado.
Teresa estaba en su taller del barrio de San Esteban, pintando una tabla para la parroquia de San Gil. Al oír esa terrible palabra de boca de su amante, que acababa de entrar en el taller, se sobresaltó.
—¿La peste?
—El rey ha regresado a Córdoba muy enfermo, pero el obispo don Juan se ha quedado aquí en peores condiciones si cabe. Ha tenido fuerzas para tomar posesión del castillo de Tardajos, pero en cuanto ha llegado a Burgos, la fiebre ha podido con él. Su cirujano dice que puede ser la peste, que ha caído sobre el rey y sus acompañantes.
—La peste es un castigo de Dios, y nadie más temeroso de Dios que don Fernando.
—Dicen algunos que han sido los judíos, que han envenenado el agua del ejército real. Un peregrino lo estaba contando en la puerta del Sarmental. Ha dicho que en París, de donde procede, los judíos han comenzado a ser perseguidos. Los tribunales eclesiásticos están juzgando a los hebreos parisinos y condenándolos en autos de fe a perecer quemados en la hoguera. Varios judíos han sido ya quemados en las plazas ante el delirio de la multitud, que clama venganza por lo que le hicieron a Cristo. Se les considera los culpables de la muerte del hijo de Dios, de la mala cosecha que este año ha habido en algunas regiones e incluso de los brotes de epidemias que han surgido en algunas zonas. Hay quien dice que están envenenando los pozos en los que beben agua los cristianos y que secuestran a niños cristianos a los que luego sacrifican clavándolos en cruces, como hicieran con Cristo.