—No creo.
—Iluminar, señores, ése es el fin supremo de este nuevo estilo.
Enrique había reunido a todos los maestros de taller, entre los que estaba Teresa, para indicarles cómo iba a ejecutar la obra de la nave.
—¿Iluminar las pinturas? —supuso Teresa.
—No, doña Teresa, no. Iluminar la piedra. En esta catedral la luz física y la espiritual deben ir juntas. De todos los fenómenos naturales, el agua, el viento, el fuego…, la luz es el más noble, el menos material, el más cercano a las formas puras del Creador. La luz es el cimiento del orden y del valor de las cosas, el principio creador. Recordad el Génesis: la tierra era informe y vacía porque las tinieblas cubrían su superficie… hasta que Dios hizo la luz y se ordenó el universo, y el tiempo.
»El más santo mártir de mi país, san Dioniso, habló en Francia de esa luz que vivifica el mundo.
—Estáis equivocado.
Sin que Enrique se hubiera percatado de su presencia, don Mauricio apareció tras una columna.
—¿Estabais espiando, eminencia?
—No, sólo estaba escuchando vuestra interesante disertación. Pero estáis equivocado. El Dionisio del que hablabais no era vuestro honorable santo, sino un sabio griego al que uno de los maestros de París confundió con el mártir.
»Por lo demás, estoy de acuerdo con vos, don Enrique.
—Os he preguntado por las pinturas —intervino Teresa de nuevo.
Don Mauricio se volvió hacia la maestra de pintura y la miró con fijeza.
—Ya sabéis…
—Un momento —el obispo interrumpió a Enrique—. Hay quien opina que las mujeres deberían dedicarse a los oficios que son propios de su condición: panaderas, posaderas, pescaderas, sastras, carniceras, tejedoras, hilanderas, cocineras, parteras, mesegueras, segadoras, batidoras de granos… e incluso prostitutas, que también son hijas de Dios. Vos, doña Teresa, dirigís un taller, pero eso no os faculta para opinar en este debate entre hombres. Contentaos con lo que ya sois, no pretendáis ir más allá de lo convenido y no forcéis vuestra suerte. Sé que estáis viviendo en pecado. La Iglesia vela para que sus hijos contraigan un matrimonio indisoluble, con el único fin de procrear fieles cristianos que alaben la gloria del Señor y cumplan el mandato bíblico de «creced y multiplicaos». Vos, señora maestra, quebráis el plan divino y el orden lógico de las cosas. Deberíais estar casada y tutelada por un marido.
—Doña Teresa es la mejor pintora de estos reinos —aseguró Enrique.
—Este nuevo arte no requiere de pintoras sino de tallistas y canteros. Vuestro tío nos enseñó que el nuevo estilo no necesita de frescos porque en esta arquitectura de la luz ya no hay grandes muros ciegos. Ahora, las vidrieras —dijo don Mauricio señalando a los ventanales de la nave central de la cabecera—, son los nuevos muros, y ya no se necesita el color, la luz se tiñe de color cuando atraviesa los cristales emplomados. Ésos son los nuevos muros, señora, los muros de luz, los muros para la luz.
»Pero os estoy entreteniendo demasiado, continuad con vuestro trabajo.
Don Mauricio se despidió de los maestros y se alejó por el crucero hacia la portada del Sarmental.
Teresa Rendol apretó los dientes y calló.
—Acabaremos de inmediato cuanto quede por hacer en las dos portadas del crucero. Los vidrieros deberán ponerse a elaborar enseguida la vidriera para el rosetón sur. Doña Teresa ya ha entregado el dibujo, ahora hay que ejecutar el vidrio. Ya sabéis la clave de los colores, de modo que adelante con ello.
»En cuanto a las esculturas que faltan, los tallistas llegados de Amiens y de Bourges ya las tienen listas. Todo está medido y ajustado, señores, de modo que es preciso tener en cuenta todas las medidas y todos los detalles para no retrasarnos. No puede volver a ocurrir otro fallo como el que obligó a replantear todas las bóvedas del crucero y las de los tres tramos de la cabecera en la época en que mi tío dirigía esta fábrica.
—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó Fernando Pérez, el nuevo maestro del taller de cantería.
—Para acabar todo el crucero, sus dos portadas y las vidrieras, dos años.
—Es suficiente.
—¿Y la nave? —preguntó Mateo Sarracín, el maestro de carpintería.
—Comenzaremos en cuanto sea posible. Todos los canteros se pondrán a trabajar en la elaboración de sillares en cuanto se acaben las capillas de San Nicolás y de Santa María Magdalena —repuso Enrique.
—Tardaremos un par de meses —aseguró Pérez.
—En ese caso, el taller de pintura entrará a trabajar en esas dos capillas de inmediato. Ya podéis preparar vuestra propuesta, doña Teresa.
»Y ahora, a trabajar.
Enrique se dirigió al taller de escultura, donde los tallistas franceses estaban labrando las esculturas que faltaban para terminar la serie destinada a decorar la portada del Sarmental.
Cristo, los apóstoles, los cuatro evangelistas, decenas de ángeles músicos y con palmatorias comenzaban a tomar forma, así como los veinticuatro ancianos del Apocalipsis, cuyas figuras anunciarían desde la portada lo fútil de la vida.
A Enrique no le convencía demasiado la traza que había planeado su tío Luis para esta portada sur, pero había ya tantas figuras esculpidas y estaba el cabildo tan de acuerdo con ella que apenas pudo cambiar algún detalle. En cambio, al no estar definida la retícula de piedra del gran rosetón pudo dibujarlo según su gusto. Le parecía que el resultado final del Sarmental iba a ser muy similar a la portada oeste de Amiens; el Cristo destinado al tímpano era prácticamente igual que el de Amiens, y por tanto carente de originalidad. Cuando consultó este asunto con Teresa, la maestra de pintura le dijo que tal vez fuera así, pero que serían muy pocos los que visitaran las dos catedrales, y que de entre ésos, menos todavía los que se iban a dar cuenta de la similitud entre ambas.
No obstante, los tallistas franceses habían introducido algunas pequeñas mejoras en las esculturas de Burgos. La práctica, los años de experiencia y la mayor libertad creativa les habían llevado a tallar esculturas cada vez más naturales, escenas muy didácticas y con mayor claridad en los rostros de las figuras humanas.
Enrique había dado a los franceses total libertad creadora, a pesar de que su calidad como escultor era extraordinaria. En París le habían enseñado que no existía belleza sin orden, y en eso estaban de acuerdo todos los escultores contratados en Burgos.
En lo que Enrique sí coincidía con el plan de su tío, era en colocar los temas más importantes en las zonas más visibles de la portada, especialmente en el tímpano, en el parteluz y en las arquivoltas. Claro que la figura del parteluz del Sarmental ya estaba decidida: allí iba a colocarse la escultura del obispo don Mauricio que tallara el propio Enrique de Rouen en su primera visita a Burgos.
Por lo demás, al cabildo le era suficiente con que, al menos en apariencia, el programa escultórico sirviera para glorificar el poder del Creador y para exaltar su bondad. Pero también su justicia, de ahí que no faltaran alusiones y figuras referentes al Juicio Final y al castigo eterno que iban a sufrir quienes no cumplieran con la Iglesia y sus mandamientos. Todas las esculturas de las portadas, así como los grupos escultóricos que configuraban, debían estar inspirados en la Historia Sagrada. Sólo se permitían algunas excepciones relacionadas con los donantes y benefactores de la catedral, tales como obispos y reyes.
En la Universidad de París, donde el obispo de esa ciudad seguía manteniendo el control de los estudios pese a la rebeldía de muchos alumnos y de algunos profesores, le habían enseñado que la escultura de una catedral debía plasmar en piedra la Historia Sagrada y reflejar lo que había sucedido según el Antiguo Testamento, para anunciar que el Mesías lograba rescatar al hombre de su oscuridad de siglos y conducirlo con el magisterio de la Iglesia triunfante hacia el Juicio Final, en el que sólo los justos alcanzarían el Paraíso, en tanto los malvados sufrirían la condena eterna en el infierno.
L
a muerte de doña Beatriz de Suabia había dejado a don Fernando triste y abatido. La reina discreta y bellísima que vino del Imperio había dado muchos hijos al aguerrido monarca y toda la Corte la había admirado por su hermosura, su elegancia y su prudencia. Había sido la mejor esposa para el mejor de los reyes castellanos.
Desde su muerte, la soledad de don Fernando se había vuelto insoportable y la reina madre Berenguela había estado buscando una nueva esposa para su hijo y una nueva reina para Castilla y León. Algunos decían que el rey Fernando añoraba tanto a su esposa que no había vuelto a tener relaciones carnales con mujer alguna, aunque los rumores de la Corte señalaban a Urraca Pérez, nodriza del infante don Alfonso, el primogénito y heredero al trono, como la mujer que había ocupado el lecho real tras el fallecimiento de la reina Beatriz. El que le donara una importante heredad en la localidad de Villayerno no hizo sino incrementar esos rumores.
Desde la muerte de su esposa, don Fernando había intensificado su actividad guerrera contra los musulmanes. Había decidido que mantendría la táctica de desgaste a la que los había sometido hasta entonces y que lo haría durante cinco años más, para después lanzarse de inmediato a la conquista definitiva. Tenía treinta y seis años y todavía esperaba vivir diez, tal vez quince más, los suficientes para acabar con el plan de conquista que había tramado cuando varios años antes comenzó su guerra permanente contra los musulmanes de al-Andalus. Su táctica le había dado muy buenos frutos, y Córdoba, la otrora gran ciudad de los califas, la que antaño fuera la perla más preciada del Islam en Occidente, ya estaba en su poder desde hacía unos meses, y con ella Lucena, Écija, Osuna, Estepa y otras villas del Guadalquivir medio.
Algunos nobles le habían pedido entonces que desplegara un ataque frontal y contundente contra las ciudades de Málaga, Granada y Sevilla, y acabara así definitivamente con el dominio sarraceno en el sur, pero el rey se mostraba prudente y firme en su plan. Sabía que su táctica estaba siendo demoledora, no tenía demasiada prisa y en tanto los musulmanes estuvieran en esa situación seguirían pagando parias y engrosando las arcas del reino.
Tras la victoria sobre Córdoba, don Fernando cayó enfermo, y durante su convalecencia en Toledo doña Berenguela lo convenció para que tomara una segunda esposa que podía devolverle de nuevo la alegría y tal vez el amor.
Fue en el mes de agosto de 1237 y en la ciudad de Burgos donde doña Berenguela preparó el segundo matrimonio de su hijo. El rey estaba pasando en Burgos unos días y su melancolía fue en aumento al recordar su matrimonio con Beatriz, la primera vez que la vio al llegar a la ciudad ante la puerta de San Esteban, cómo le impresionó su serena belleza y su magnífica estampa y cuántos deleites gozaron juntos durante los días y las noches que siguieron a su boda.
La elegida había sido Juana de Dammartin, condesa de Ponthieu, pariente en tercer grado de don Fernando. Para evitar los problemas que tuviera que afrontar doña Berenguela en su matrimonio con Alfonso de León, la reina madre solicitó licencia papal para que dicha boda pudiera celebrarse; por las venas de Juana también corría la sangre de los reyes de Castilla. El permiso del Papa llegó a principios del otoño y los esponsales se celebraron a continuación.
La boda real de Fernando de Castilla y León y de Juana de Ponthieu se celebró en la catedral nueva de Burgos el 15 de noviembre de 1237. La novia no era ni tan joven ni tan bella como Beatriz de Suabia, pero tenía el porte orgulloso y las maneras agradables y desenvueltas de las mujeres de la casa real francesa.
Don Mauricio no puso muy buena cara cuando doña Berenguela le anunció que habría que detener las obras de la catedral al menos durante tres semanas para organizar la ceremonia de la boda del rey. Era un pequeño contratiempo, pero quedaba suplido con el prestigio que le proporcionaba a la catedral nueva el convertirse en el escenario que acogía la primera boda real. Tras los primeros momentos de cierta desazón por el retraso que la boda supondría para las obras, se alegró de que la nueva catedral se convirtiera en el templo que iba a ver la consagración del segundo matrimonio del rey.
No fueron tres semanas sino casi dos meses el tiempo durante el cual estuvieron paradas las obras. Pero don Mauricio consiguió que al menos Enrique colocara el parteluz con su escultura en la puerta del Sarmental. Como ésa era por el momento la única puerta de acceso a la catedral, todos los invitados verían y comprobarían con sus propios ojos quién era el verdadero artífice de semejante maravilla.
Cuando los reyes salieron de la catedral ya casados, Enrique se acercó a Teresa Rendol. Los dos maestros habían sido invitados a la ceremonia, pero habían ocupado lugares separados. Enrique en la nave de la cabecera y Teresa en el brazo izquierdo del crucero.
—Tengo veintisiete años.
—Ya lo sé —dijo Teresa.
—A esta edad la mayoría de los hombres ya están casados o recluidos en un convento.
—Nuestro rey se acaba de casar a los treinta y seis.
—En segundas nupcias. Sabes perfectamente a qué me refiero.
—No, si no me lo aclaras —dijo Teresa.
Enrique tomó aire.
—Quiero casarme contigo.
—Ya hemos hablado de eso. No puede ser.
—¿No puede ser? Te amo, me amas, hace tiempo que compartimos el lecho, toda la ciudad sabe que cohabitamos como esposos y el mismísimo obispo de esta ciudad asiente, aunque no está de acuerdo con que las cosas sean así. Vivimos en el siglo XIII, Teresa, el siglo del amor, de los trovadores… Ya sé que tu espíritu es libre y que no te quieres sujetar a nada, pero yo sólo te pido que legalicemos nuestra unión ante Dios.
—Dios, en su bondad infinita, no necesitará que firmemos unos capítulos matrimoniales para otorgarnos su bendición —dijo Teresa.
—Pero lo escrito es lo que queda.
—Ahora soy una mujer que administro mis bienes y dispongo mi destino.
—Si te casas conmigo, nada de esto cambiará.
—Hasta que vivió mi padre, él decidía mi voluntad a los ojos de los hombres. Si me caso contigo, tú dispondrás de todo en la casa, administrarás todos mis ingresos, decidirás mi futuro. Soy una mujer libre, deja que las cosas sigan siendo así.
—El mejor trovador que jamás tuvo Francia se llamaba Bernart. Vivió en los tiempos de Leonor de Aquitania y fue panadero en el castillo de Ventadorn. Allí vivía la condesa, una mujer muy bella pero infeliz. Bernart, seguidor de la poesía del genial Ovidio, escribió estos versos para ella: