El número de Dios (25 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El diagnóstico del físico judío fue que aquel soldado tenía tres costillas rotas y no podía seguir hasta que los huesos se soldaran, y que en ello tardaría al menos cuatro semanas. Martín Besugo le ofreció unas monedas de vellón al físico judío y le encomendó que cuidara del soldado hasta que pudiera reemprender viaje por su cuenta. Los demás continuaron hacia Burgos.

Martín Besugo se presentó radiante, pese al cansancio acumulado por el largo viaje, ante don Mauricio. El sacristán aspiraba a un ascenso en la rígida jerarquía de la diócesis y estaba convencido de que su éxito al traer consigo a Enrique de Rouen facilitaría mucho su promoción.

Don Mauricio alargó su mano enguantada en rojo carmesí y ofreció su anillo de plata con una gema azulada engastada para que lo besara Enrique.

—Bienvenido de nuevo a Burgos, maestro.

El obispo pronunció con especial énfasis la palabra maestro, pues ya sabía por boca del sacristán que Enrique había obtenido con brillantez su título.

—Gracias, eminencia, es una gran satisfacción que hayáis pensado en mí para continuar la obra de la catedral.

—Erais el más indicado. Trabajasteis muchos meses con vuestro tío, y sé que os confió sus planes para continuar con la obra.

—Así es, pero, si me lo permitís, eminencia, me gustaría introducir algunos cambios.

—El cabildo está muy contento con el resultado que tenemos a la vista hasta ahora.

—Siempre serán cambios para mejorar.

—Ya habrá tiempo para discutir eso. En estos momentos lo fundamental es recuperar el tiempo perdido. Don Martín os presentará mañana a los maestros de los diversos talleres que han trabajado hasta ahora en la catedral. Mi intención es que se inicie cuanto antes la nave y podamos concluir pronto este templo. El notario ha preparado vuestro contrato, leedlo y firmadlo.

—Lo haré mañana, quiero examinarlo con tranquilidad —dijo Enrique.

Don Mauricio asintió.

A la mañana siguiente, una vez firmado el contrato y entregado al notario, Enrique de Rouen se dirigió a la catedral. En el exterior lo esperaba Martín Besugo.

—Perdonadme por el retraso; he tenido que ir a casa del notario a entregar el contrato.

—No os preocupéis por ello, don Enrique. Vamos, os presentaré a los maestros de taller.

Entraron en la catedral. El sol matutino del otoño penetraba a raudales por un gran vano de la portada del Sarmental, sobre la que Enrique había planeado colocar un rosetón similar al de la basílica parisina de San Dionisio, mientras la luz multicolor bañaba la cabecera a través de los rayos que filtraban las vidrieras.

—He citado a los maestros de los talleres de cantería, carpintería y vidrio y a la maestra de pintura —le dijo Martín, mientras atravesaban el crucero.

Enrique se paró en seco.

—¿Maestra de pintura? ¿Habéis dicho «maestra»?

—Sí, sí, no os extrañéis por ello —respondió Martín, deteniéndose a la par que Enrique.

—¿Quién es?

—Una mujer joven y decidida. Se llama Teresa.

Al oír ese nombre, Enrique sintió que las palpitaciones de su corazón se aceleraban de tal modo, que creyó que retumbaban las bóvedas de piedra del templo.

—¿Teresa, decís, Teresa Rendol?

—La misma, la hija del maestro Arnal, el mejor pintor de frescos que he conocido. Yo era entonces un joven clérigo recién llegado a esta catedral, era el último de los racioneros. Pero… ¿acaso la conocéis?

—Sí, fue en Compostela, hace unos años. Viajé hasta esa ciudad para hacer la peregrinación y estuve unas semanas aprendiendo las técnicas de pintura en el taller de su padre. Allí fue donde la conocí.

—Vaya, Dios ha hecho el mundo demasiado pequeño.

Al exterior del portal sur, junto a la escalera que salvaba la diferencia de altura de la puerta del Sarmental a la plaza de Santa María, aguardaban los maestros de los talleres. Martín y Enrique salieron al exterior del templo y, deslumbrados por el tibio sol otoñal, atisbaron a varias personas que aguardaban de pie.

—Maestros, os presento a don Enrique de Rouen, nuevo maestro de obra de la catedral de Burgos —dijo el sacristán mostrando cierto orgullo en ello—. Ya sabéis que procede de Chartres, pero que estuvo trabajando con nosotros hace algunos años, cuando su tío, el llorado don Luis, construía este templo.

»Permitidme, don Enrique, que os presente a los maestros de taller: don Mateo Sarracín, maestro carpintero; don Pedro de Avellano, maestro vidriero; don Juan Gómez, maestro de la herrería; don Fernando Pérez, maestro cantero, y doña Teresa Rendol, maestra de pintura.

Los cinco hicieron una reverencia hacia Enrique, que la devolvió inclinando levemente la cabeza.

Enrique recordaba a alguno de ellos. Sobre todo a Mateo Sarracín, el hijo de una familia de moros conversos que trabajaba la madera con una habilidad extraordinaria, y por supuesto a Teresa, a quien no dejaba de mirar de reojo.

—Por el momento mantendremos las cosas como están. Si todas vuestras mercedes trabajasteis con mi tío, es señal de que vuestros talleres lo hacen con la calidad que requiere un templo como éste. Pero recordad que el maestro de obra es el responsable de contratar, formar, supervisar y despedir a todos cuantos trabajan en esta catedral.

—¿Pensáis comenzar pronto la nave? —preguntó el maestro carpintero.

—En cuanto sea posible. Para ello los canteros deberán tallar muchos sillares en los próximos meses.

Los demás maestros fueron haciendo preguntas diversas sobre su trabajo futuro, a las que Enrique respondió con presteza y acierto. Sólo Teresa permaneció callada.

—Vos, doña Teresa, no habéis preguntado nada. ¿No tenéis dudas?

—En un templo como éste, la única duda posible para una pintora es qué color desea el maestro de obra que se aplique a cada escultura o en cada capitel. No hay lugar, ni espacio para otra cosa.

—Algo así decía vuestro padre, creo recordar.

—Mi padre era un hombre de otro tiempo. Ahora las cosas son diferentes, don Enrique.

Enrique de Rouen se despidió de los maestros un tanto confuso por la actitud de Teresa. Ella sabía necesariamente que el nuevo maestro que llegaba de Francia iba a ser él, y en lugar de mostrarse alegre por el reencuentro, en la primera conversación entre ambos había estado tan fría como una madrugada de enero en el páramo de Masa.

«Probablemente aquel primer y único beso debió de ser lo más parecido a uno de esos espejismos que los caballeros que regresan de la guerra en Tierra Santa dicen que se observan en el desierto», pensó Enrique.

Cuando Teresa regresó a su casa no supo muy bien qué es lo que había hecho. Desde que se enteró de que Enrique era el elegido de don Mauricio para continuar la obra, su corazón no había dejado de latir al ritmo del tiempo de espera, pero cuando lo vio en la puerta del Sarmental se quedó casi paralizada, como si su alma hubiera abandonado por unos instantes su cuerpo para dejarlo tan rígido, vacío e insensible como una de aquellas estatuas que aguardaban en el taller para ser ubicadas en alguna de las dos fachadas del crucero de la catedral.

«¿Qué habrá pensado de mí? —se preguntó Teresa—, tanto tiempo esperando su regreso, tantos meses pensando en él, y cuando lo vuelvo a ver no se me ocurre otra cosa que mostrarme distante y ajena.»

Aquella noche ambos jóvenes no dejaron de pensar en ese frío reencuentro. Los dos tenían motivos para presentarse excusas: Enrique por querer dar la imagen de que era él quien mandaba ahora, y Teresa por renegar de su carácter y aparentar lo que no era. Sin duda, habría tiempo para enmendar aquello.

Enrique se puso a trabajar de inmediato. Acompañado por los maestros de cantería y de carpintería, inspeccionó el estado de las obras de la catedral. La cabecera estaba completamente acabada. Toda la girola se había construido a partir del ábside semicircular con cinco capillas destacadas en planta, además de tres tramos en el presbiterio hasta llegar al crucero, cuya traza ya estaba excavada y el brazo derecho casi terminado, con la portada llamada del Sarmental, la sur trazada aunque faltaba colocar el rosetón en el vano para el reservado e incorporar las esculturas. Faltaba también casi toda la fachada norte, por la que debían entrar los peregrinos, que quedaba elevada con respecto a la catedral porque en ese lado comenzaba a inclinarse la ladera del cerro donde estaba asentada la ciudad de Burgos, de manera que la catedral quedaba como recostada en una de las terrazas artificiales excavadas en las laderas del cerro.

—Habrá que trazar aquí una escalera; es el único modo de salvar la altura de la calle con respecto al suelo de la nave. ¿Mi tío no os indicó nada al respecto? —les preguntó Enrique.

—Comentó que, dada la diferencia de nivel, sería una obra complicada, pero no dejó ninguna instrucción —respondió el maestro cantero.

—¿Habéis trabajado alguna vez en una obra semejante? —le preguntó Enrique.

—Sólo con escaleras simples de tirada recta o las espirales interiores para subir a una torre. Pero aquí ese tipo de escaleras es imposible, salvo que construyamos una escalera que arrancara desde el centro mismo de la catedral.

—Bueno, pensaré en ello. Por el momento acabaremos la puerta sur y comenzaremos a plantear la nave principal.

Enrique requirió la ayuda de dos oficiales. Utilizando unas largas cuerdas y unas estacas, comenzó a tomar medidas del espacio hacia el que iba a avanzar la nave, justo en el lugar donde se estaban demoliendo los restos de la catedral vieja.

Tras toda una mañana de mediciones, Enrique dibujó en su cara una mueca de preocupación.

—¿Qué ocurre, maestro? —le preguntó Mateo Sarracín, el carpintero.

—Hay un error. Está ahí, en el brazo izquierdo del crucero. No es muy grande pero existe una desviación de cuatro, tal vez cinco grados. Habrá que corregirlo.

Los dos maestros de taller se miraron extrañados.

—¿Tiene remedio? —preguntó Sarracín.

—Sí, claro que sí. Se trata de una ligera desviación del brazo izquierdo del crucero debido a que tuvo que explanarse la ladera del cerro para ubicarlo. Mi tío debió de encontrarse ahí con algún impedimento, tal vez un afloramiento de rocas muy duras, o un pozo de agua, y tuvo que modificar la planta inicial. Sólo así tiene sentido el grosor de ese muro.

Enrique señaló el muro izquierdo del primer tramo de la girola, en cuyo interior había empotrada una escalera de caracol para subir hasta lo alto de las bóvedas.

—¿Y qué hacemos?

—Por el momento, acabar la portada sur y asegurar el muro oeste del crucero, y continuar con la demolición de lo que queda de la catedral vieja. Entre tanto, dibujaré la planta de la nave. Tengo todo el invierno por delante. Espero que en primavera podamos comenzar a excavar sus cimientos.

De vuelta a casa, Enrique desplegó el plano que su tío Luis había presentado al cabildo años atrás. El dibujo era nítido y se reflejaban perfectamente la girola con las cinco capillas ultrasemicirculares destacadas en planta, el crucero bien desarrollado, con dos tramos en cada uno de los brazos, y la nave de seis tramos hasta alcanzar la que sería la portada principal.

Durante varios días Enrique estuvo dándole vueltas a aquel plano, dibujando en papel nuevas soluciones, trazando con el compás arcos y más arcos, calculando proporciones y medidas. Sabía que su tío Luis había aplicado el pie de Chartres como medida única para toda la catedral y para todos los talleres. Uno de los principales problemas en este tipo de obras, en las que solían participar individuos de procedencias muy diversas, era la falta de uniformidad de pesos y medidas. Dado que los talleres y sus maestros eran itinerantes y solían ir de una obra a otra con cierta frecuencia, cada uno de ellos utilizaba sus propias medidas, que en la Europa occidental eran muy variadas. La medida principal de longitud era el pie, pero el pie de París no era el mismo que el de Chartres o que el de Castilla.

Uniformar las medidas y los pesos era fundamental para el perfecto desarrollo de la obra, y que existiera la necesaria coordinación era trabajo del maestro. Aquella ligera desviación en el muro del brazo izquierdo del crucero era un contratiempo. Por más que lo intentó, Enrique no pudo encontrar una solución para eliminar ese defecto. Simplemente, no existía, salvo que se derribara todo el crucero y se trazara uno nuevo, lo cual retrasaría la obra al menos diez años.

Cuatro grados tan sólo de desviación; cuatro grados apenas perceptibles al ojo humano pero que eran suficientes como para impedir que la obra de la catedral nueva fuera tan perfecta como él anhelaba.

Tras varios días de trabajo, Enrique estuvo al fin en condiciones de presentar su proyecto al obispo y al cabildo.

Enrique entró en la sala del capítulo con un rollo de papel debajo del brazo. Don Mauricio y todos los canónigos de Burgos esperaban expectantes los planes del joven arquitecto, que saludó con una delicada reverencia y desplegó el plano.

—Señorías, aquí está la nueva catedral de Burgos. La nave tendrá seis tramos, de la misma factura y con la misma cubierta de crucería simple que los tres tramos del presbiterio, pero serán algo más anchos. Pretendo crear un efecto de perspectiva.

Algunos canónigos se miraron extrañados.

—Deberíais explicar con más detalle ese efecto —dijo don Mauricio enfatizando la palabra «efecto».

—Por supuesto, eminencia. Pretendo crear la ilusión de que la catedral es más grande de lo que en realidad es.

—¿Y cómo vais a lograrlo? —preguntó uno de los canónigos.

—Pues, como ya he dicho, creando un efecto de perspectiva. Claro que esa ilusión óptica sólo es posible contemplando la catedral desde la nave hacia el altar. Al hacer los tramos de la nave de mayor anchura que los del presbiterio, vista desde la zona de la nave, la cabecera parece más lejana. Imaginad una larga fila de árboles del mismo tamaño; los más lejanos los vemos más pequeños. Bien, ahora imaginad una fila de árboles en la que los más lejanos en la realidad son más pequeños; nuestros ojos nos transmitirán la imagen de que están más lejos que la distancia real. Eso es la perspectiva.

—El tiempo y el dinero, don Enrique. ¿Cuánto costará y cuándo estará terminada? —demandó el obispo.

—Diez años; y en cuanto al dinero… un millón de maravedís.

Don Mauricio calculó deprisa. El millón de maravedís podía salir con facilidad de las rentas de la diócesis, de los donativos y de los demás ingresos. Y por lo que a los diez años se refiere… bueno, él todavía no había cumplido los cincuenta; si Dios no lo llamaba antes a su lado, tenía tiempo por delante para ver acabada su catedral.

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