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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El número de Dios (27 page)

—Has debido de trabajar con ahínco, pues observo que estás más delgado que cuando partiste hacia la sierra en busca de madera para tu catedral —le dijo Teresa nada más saludarlo.

—No es eso. Es que he comido muy poco.

—¿Todavía no te has acostumbrado a la comida de Castilla?

—A lo que no me he acostumbrado es a tu ausencia.

Teresa enrojeció, y por primera vez desde que la conociera, Enrique atisbo una cierta sensación de inseguridad y zozobra en el rostro de la joven maestra.

El arquitecto se acercó hasta Teresa, la abrazó por la cintura y la besó. La joven se dejó llevar y pocos instantes después sus bocas y sus labios se mezclaron en un frenesí de besos y caricias.

El ardor de Teresa devino en pasión y su cuerpo se entregó por completo al de Enrique, tal como había imaginado en aquellas noches solitarias en su casa de Compostela, cuando el entonces joven oficial dormía en la planta baja.

Teresa cogió de la mano a Enrique y lo llevó a su dormitorio; cerró la puerta y pasó un cerrojo de hierro. La cama de madera labrada y pintada en rojo y azul estaba cubierta por una colcha de lino, que Teresa plegó con delicadeza; después se quitó el vestido, que dejó caer al suelo ante los ojos extasiados de Enrique. El cuerpo de Teresa era de una perfección sublime. Su piel era clara pero con un ligero tono dorado, como el del horizonte en un amanecer invernal. Enrique se acercó hasta ella, la abrazó con extrema delicadeza y volvió a besarla.

—Todavía soy doncella —dijo Teresa.

—No te convertiré en una dama novel si tú no lo deseas —repuso Enrique.

—¿Una dama novel?

—Así es como define Chretien de Troyes a Enid después de que esta muchacha pasara la noche con su amado Erec y le entregara su virginidad. ¿Conoces la historia?

—Sí, la he leído en un libro del monasterio de las Huelgas.

—¿Quieres ser una dama novel o prefieres mantenerte como doncella? —demandó Enrique.

—Hace tiempo que deseo ser tuya; creo que el momento apropiado para ello ha llegado —repuso Teresa, a la vez que se tumbaba sobre la cama.

Enrique se quitó su jubón, las calzas y las botas y quedó desnudo junto al lecho. Teresa alargó su brazo y cogió la mano de Enrique atrayéndolo hacia sí. El cuerpo del arquitecto cubrió al de la pintora, y ambos se abrazaron con tal fuerza que parecían dispuestos a fundirse en uno solo. Después siguieron decenas de abrazos, besos y caricias. Teresa abrió sus piernas y dobló las rodillas, ofreciendo su sexo dorado y rosáceo a Enrique. El joven empujó con suavidad intentando penetrarla, pero la inexperiencia de ambos hacía difícil la culminación de su abrazo. Tras varios intentos, en los que Enrique procuró no hacer el menor daño a su amada, por fin logró penetrarla. Un escalofrío vibrante y dichoso recorrió la espina dorsal de la muchacha cuando sintió cómo el miembro terso y vigoroso de su amado rasgaba su virginidad y llenaba su vagina de un pálpito vital e incandescente.

Poco a poco la naturaleza y el instinto obraron el prodigio, y sus cuerpos se acoplaron en un movimiento acompasado y cadencioso, cuajado de susurros y jadeos, y un tremer placentero y gozoso fue creciendo como un huracán de dicha y arrobo que sorprendió a los dos amantes en forma de un vendaval de placer, delicia y fuego.

El ocaso cayó sobre la ciudad estival y violeta, y los dos jóvenes siguieron amándose en silencio; nadie molestó su duermevela. Y al final, tras la noche de amor y de dulzura, los sorprendió el amanecer plateado y fresco, abrazados como dos palmeras solitarias que hubieran aguardado durante siglos el momento más propicio para enlazar sus troncos y sus savias.

Don Mauricio fue informado enseguida de que el arquitecto y la maestra del taller de pintura habían pasado la noche juntos. El prelado no mostró el menor síntoma de asombro.

—Dios hizo a la mujer para el hombre, y el hombre para la mujer —comentó a un par de canónigos que parecían escandalizados por ello.

—Fornicar fuera del matrimonio es un pecado mortal —dijo uno de los canónigos.

—Para remediar semejante pecado, la Santa Iglesia, en su infinita sabiduría, ha establecido la confesión, la comunión y la penitencia. Haré saber a esos dos jóvenes que deben confesarse y les impondré una penitencia adecuada. ¿Os parece bien, señor canónigo?

—Este siglo es demasiado permisivo con los pecados de la carne. Por ahí es por donde el demonio comienza a ganar las almas de los cristianos, y así es como consigue conducirlas a su lado.

—Dejad que el demonio resuelva sus propios asuntos. Ahora, lo que de verdad importa son las victorias de los ejércitos del Señor que dirige nuestro buen soberano don Fernando. El rey ha conquistado la plaza de Medellín y con ella la llave hacia el sur por los pasos occidentales de la Sierra Morena. Sevilla y Córdoba pueden ser atacadas por dos flancos, y eso significa que no pasará mucho tiempo antes de que el estandarte real de Castilla y León ondee sobre los alcázares de esas dos ciudades. Ahora sólo debe preocuparnos el ascenso al trono de Navarra del rey Teobaldo de Champaña, cuya enemistad con la reina regente de Francia, nuestra amada doña Blanca de Castilla, es manifiesta. Eso es lo importante; dejad de preocuparos por esos dos jóvenes, que es el Señor quien protege a los suyos.

Aquel verano Teresa y Enrique se amaron casi hasta la extenuación. Noche tras noche los dos jóvenes maestros hacían el amor una y otra vez hasta que la luna los sorprendía rendidos pero apasionados.

Y entre tanto, don Mauricio no cesaba de apremiar a los diferentes gremios para que pusieran el máximo afán en cada uno de sus talleres para que la obra de la catedral siguiera a buen ritmo y no se retrasaran los trabajos. Los tiempos continuaban siendo dichosos, pero don Mauricio sospechaba que algún día acabaría aquella bonanza y vendrían tiempos peores; había que hacer todo lo necesario para aprovechar los aires venturosos y culminar la catedral cuanto antes, no fuera a ocurrir que volvieran las malas cosechas, las epidemias, las guerras ruinosas y el hambre y se acabaran las rentas para continuar las obras. Había trabajado demasiado, había puesto todo su empeño en aquella catedral como para no verla terminada antes de morir. Por ello, estaba dispuesto a hacer cuanto fuera necesario para ver colocada la última piedra antes de entregar su alma al Señor.

Don Mauricio había leído en una obra de Juan de Salisbury, el gran filósofo de la centuria anterior que fuera obispo de Chartres durante casi tres años, una frase que le había influenciado de manera muy notable. Decía el doctor de Salisbury que el Espíritu Santo había revelado que «la vida del hombre sobre la tierra es una batalla»; el maestro había deducido que si el Espíritu Santo hubiera considerado esos tiempos, hubiera modificado su aserto y hubiera asegurado que «la vida era una comedia».

Y desde que muriera Juan de Salisbury, hacía de ello más de cincuenta años, las cosas apenas habían cambiado. Los tiempos bonancibles y prósperos, los graneros llenos de frutos y granos, los lagares rebosantes de vino y las almazaras de aceite, las rentas de las iglesias boyantes y en aumento y el clima apacible y propicio para los cultivos y la salud eran los bienes con los que Dios había bendecido aquella centuria; entre tanto, los nobles mostraban su rostro más elegante y amable en torneos y alardes, las damas paseaban su elegancia y lucían su hermosura para deleite de jóvenes galantes, los comerciantes se enriquecían vendiendo mercancías lujosas importadas de Oriente, los campesinos cultivaban campos feraces y aprovisionaban de abundantes cosechas los repletos graneros y los clérigos alababan las bondades del Creador.

Para don Mauricio, lo más importante era el buen devenir de los tiempos futuros; que dos jóvenes copularan como venados en celo sin estar casados no era sino un contratiempo muy menor cuya corrección no merecía siquiera un leve reproche. Dios ofrecía demasiados dones a los hombres como para preocuparse porque dos almas ardientes pasaran las noches fornicando sin estar casados conforme a los cánones de la Iglesia.

Además, aquella situación no era nada extraña. Más bien al contrario; en Burgos eran decenas los hombres y mujeres que cohabitaban maritalmente bajo el mismo techo sin haber contraído matrimonio y centenares los hombres que acudían regularmente a los burdeles a satisfacer sus instintos primarios y a aliviar el ardor de su entrepierna, entre los que no faltaban los párrocos y clérigos que tenían barraganas y concubinas a cuenta de las rentas de la parroquia. El mismo don Mauricio tenía que reprender a algunos de ellos en el transcurso de sus visitas pastorales a las villas y aldeas de su diócesis, cuando se veía obligado por la presión de algunos canónigos a recomendar a algunos de sus sacerdotes que mantuvieran a sus concubinas y barraganas, si no podían desprenderse de ellas, pero que limitaran en lo posible los gastos que ello ocasionaba a las rentas de la Iglesia. Todavía recordaba el día en que, recién llegado a la sede burgalesa, tuvo que reprender al párroco de una de las villas más importantes de la diócesis porque mantuviera hasta siete barraganas a cuenta de las rentas de su parroquia, y cómo se vio en la necesidad de recomendarle a aquel sacerdote que renunciara al menos a dos de las siete, y que si éstas dos no tenían otro medio para ganarse la vida, que no se preocupara por ello, que procuraría por ellas ante la abadesa de algún convento para que las acogiera en su seno y allí les proporcionarían habitación y sustento.

El rey don Fernando seguía logrando victorias. Año tras año caía una ciudad, una fortaleza o un territorio musulmán en manos de Castilla, y año a año crecía la esperanza de que pronto se ocuparía todo el sur a los infieles.

Sin embargo, a mediados de aquel otoño un desgraciado suceso vino a entristecer la dicha que se vivía en la Corte de Castilla y León. A principios de noviembre murió la reina Beatriz de Suabia. La bella esposa del rey Fernando tenía treinta y tres años, pero había soportado diez partos. Falleció en la villa leonesa de Toro sin que la hubiera aquejado aparentemente enfermedad alguna. El propio soberano de Castilla se encargó de velar el cadáver de su esposa y de trasladarlo a Burgos para ser enterrado en el monasterio de Las Huelgas, que para entonces ya se había convertido en el panteón real.

Durante su estancia en la Corte castellano-leonesa, la reina Beatriz, cuya belleza fue admirada por todos, no se dedicó a otra cosa que al cuidado de sus hijos y de su esposo. Jamás se inmiscuyó en los asuntos de Estado que quedaron en manos de don Fernando y de su madre doña Berenguela.

A los funerales asistieron todos los altos funcionarios de la Corte: el alférez jefe del ejército, el mayordomo de la casa real, el aposentador, el caballerizo, el camarero, el copero, el despensero, el repostero, el tesorero… todos vestidos con sayales negros, desprovistos de toda joya, insignia o medallón que indicara su alto cargo, formados en una procesión que recorrió la llamada Vía Regia, desde la puerta de San Esteban hasta la iglesia de San Nicolás, precedidos por medio centenar de plañideras profesionales que, vestidas con hábitos negros y encenizados sus rostros y cabelleras, lloraban desconsoladas y se mesaban los cabellos clamando por la muerte de la reina. Durante los funerales, el rey Fernando se mostró muy afectado. Tras enterrar a su esposa, el monarca pasó varios días en Burgos. Se le veía caminar taciturno y pesaroso por los alrededores del castillo, siempre con la mirada como ausente y la vista perdida en algún lugar inconcreto del horizonte.

Varios días después del entierro, el obispo de Burgos, que había oficiado el sepelio, se atrevió a dirigirse a su rey para pedirle más ayuda para las obras de la catedral.

Don Fernando se limitó a mirarlo de soslayo y a preguntarle cuánto necesitaba para acabar el templo. Don Mauricio le resumió las peticiones que había preparado y el rey las aceptó todas con un leve gesto dirigido a su notario.

Entre tanto, en la nueva catedral de Burgos se comenzaba a recobrar el ritmo de trabajo que se había desarrollado en los primeros diez años. El maestro Enrique había puesto a todos los talleres a trabajar en la culminación de las obras planeadas por su tío Luis de Rouen. Las dos portadas del crucero, la sur del Sarmental y la norte de la Coronería, estaban ya tomando su forma definitiva, aunque faltaban por labrar muchas esculturas. Enrique estaba preocupado por cómo habían quedado las bóvedas del crucero. La línea central no formaba una recta continua, sino que cada uno de los tres ejes de los tres tramos ofrecía una ligera desviación con respecto al anterior. Eso se debía a que los cimientos no habían sido excavados con la perfección deseada. El sistema de construcción empleado por su tío para levantar los muros se había demostrado muy eficaz y de rápida ejecución, pero por ello mismo daba lugar a algunas desviaciones que afeaban la visión de las bóvedas del transepto. Algo similar ocurría en las bóvedas de la nave central en la cabecera, donde el eje longitudinal de las bóvedas presentaba esa misma desviación, aunque algo menos acusada. Enrique tuvo que replantear el sistema de construcción que iba a emplear en la nave, pues no quería que ese defecto se repitiera en la zona que iba a ser construida bajo su dirección.

A fines de 1235 comenzaron a tallarse las esculturas que restaban de la fachada del Sarmental, que se irían ensamblando conforme se elevara la portada diseñada por Enrique a partir de unos dibujos que había dejado su tío. El proyecto original fue ligeramente retocado. Se mantuvo todo el programa de esculturas, y por supuesto la gran figura del obispo don Mauricio que el propio Enrique esculpiera durante su primera estancia en Burgos, además de las estatuas de los apóstoles y del Cristo en majestad rodeado de los cuatro evangelistas con sus símbolos. La triple arquivolta fue decorada con figuras de ángeles músicos. Para la portada de la Coronería, Enrique cambió casi todo el proyecto original y planeó un programa similar al meridional del crucero de Chartres, como un homenaje a su padre.

Enrique quiso destacar el gran rosetón de la fachada sur, de ahí que lo convirtiera en un elemento casi exento, rodeado tan sólo por sillares carentes de cualquier decoración. A fines de 1235 ordenó que se comenzaran a esculpir las piezas de la trama de piedra del rosetón del Sarmental, que Luis había previsto que se convirtiera en el gran foco de luz de todo el crucero. El maestro dibujó la traza del gran ventanal circular sobre el suelo, en un amplio espacio junto a la catedral, y ordenó a los canteros que fueran tallando cada una de las piezas como si de un gigantesco rompecabezas se tratara. Enrique dirigía cada uno de los pasos en el taller de cantería y supervisaba el tallado de las piezas que componían el armado de piedra del rosetón, que debía ser perfecto, pues tenía que encajar sin errores. Para que no hubiera ninguna desviación, montaría el rosetón sobre el suelo, y cuando todas las piezas estuvieran perfectamente ajustadas, las colocaría en su lugar correspondiente en el muro.

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