—¡Teresa! ¿Cuánto tiempo llevas ahí, cuándo has llegado, cómo…?
Enrique se acercó hasta su amada y la abrazó.
—Acabé mi trabajo en la Santa Capilla, y entonces me di cuenta de que París es muy aburrido sin ti.
—Te he echado de menos.
—Yo también.
—Dos años… No has cambiado nada —le dijo Enrique.
—Algunas canas de más, los primeros dolores en la espalda, algunas manchas en la piel, más arrugas… no podemos detener el paso del tiempo.
—Sigues siendo la mujer más hermosa del mundo.
—El mundo es muy grande —replicó Teresa.
Enrique dejó la faena, le pidió a uno de los oficiales que siguiera con la figura en la que estaba trabajando y se marchó con Teresa.
—Es más modesta que la casa de Tenebregosa, pero tiene más luz y un huerto, y no hay cerca molestas carnicerías —le dijo Enrique a Teresa, mientras le enseñaba la casa que había comprado en el barrio de San Juan—. Todavía no es hora de comer, pero en la alacena hay queso, pan y un poco de vino; es muy denso, pero lo rebajaremos con agua.
—No tengo apetito.
—¿Cuándo llegaste, dónde te has instalado?
—Llegamos ayer al atardecer, y estoy en mi casa de San Esteban, claro.
—¿Llegamos? —se extrañó Enrique.
—He traído conmigo a dos aprendizas que incorporé a principios de este año a mi taller de París. Una de ellas apenas sabe mantener firme el pincel, pero la otra apunta muy buenas maneras, tal vez sea una gran pintora algún día.
»¿Y tú, por qué te has cambiado de casa?
—No soportaba la de la calle Tenebregosa; cada rincón me recordaba a ti. La vendí y compré ésta. Mira, esas verduras de invierno las he plantado yo mismo. Algo tenía que hacer para no estar pensando todo el día en ti.
Teresa abrazó a Enrique y lo besó. Los dos amantes comenzaron a despojarse de sus vestidos y quedaron en pie, completamente desnudos.
—Aunque mi sueño es hacer el amor contigo en un prado lleno de flores, ahora estaríamos mejor en una cama, ¿no crees? —le propuso Teresa.
Enrique la cogió de la mano y la llevó hasta su lecho.
—Ahora vuelvo —le dijo.
Enrique regresó enseguida con un puñado de flores, a las que arrancó los pétalos y los dispersó sobre las sábanas.
—No es exactamente mi sueño, pero es suficiente —añadió Teresa.
Y allí se amaron como si se hubiera detenido el tiempo.
Unos golpes sonaron en la puerta de la casa.
El maestro de obra se incorporó.
—Es mi criada; suele venir a estas horas a preparar la comida para los aprendices y para mí. He tomado la precaución de cerrar la puerta con cerrojo. Aguarda aquí.
—No te preocupes, no voy a ir a ninguna parte.
Enrique se cubrió con una manta y salió a abrir a su criada. No le puso ninguna excusa, pero tampoco hizo falta, pues ella se dio cuenta enseguida de que su señor ni estaba enfermo ni se había dormido. Sólo una mujer podía ser la causa de que estuviera en casa a esas horas y sin vestir.
De regreso a la alcoba, Teresa se estaba vistiendo.
—Les llaman «los perros de Dios» —dijo Enrique.
—¿Cómo?
—Se trata de una nueva orden de frailes; la ha fundado ese clérigo llamado Domingo de Guzmán y tiene como misión velar por la rectitud moral de los cristianos. En apenas un año ha logrado convertirse en un poderoso brazo de la Iglesia. Controla lo que llaman «las buenas costumbres de los fieles cristianos», vela para que la herejía no se propague, recela de cualquier manifestación que no se adecúe a lo que esa orden cree que deben ser las acciones de un buen cristiano y persigue a cualquiera que se desvíe de la línea que ella traza.
—Tendré cuidado —repuso Teresa.
—Si nos acusan, tendremos problemas. Las cosas han cambiado; ahora cohabitar con una mujer fuera del matrimonio comienza a ser denunciado.
—Mi opinión no ha cambiado sobre este asunto —zanjó Teresa.
Parecía como si no hubiera transcurrido el tiempo. Teresa se incorporó a su antiguo taller, que ahora tenía dos maestros, y Enrique siguió con la dirección de las obras de la catedral. Don Aparicio cumplió su palabra y, aunque la situación económica empeoraba, la nave mayor siguió creciendo. Las lentes que Teresa trajo de París causaron verdadera sensación en Burgos. En el monasterio de Las Huelgas, a cuyo escritorio Teresa acudía una vez por semana para dirigir a las hermanas en su tarea de iluminar manuscritos, dejó una lente para que una monja ya de cierta edad que no podía seguir pintando a causa de su mala visión pudiera mantener su actividad.
El rey don Alfonso ordenó que la escuela de Toledo, donde se traducían textos del árabe al latín, incrementara su actividad cuanto le fuera posible. De los escritorios de Toledo salieron libros traducidos del árabe al latín para surtir a muchas de las bibliotecas episcopales y monacales, hasta entonces apenas compuestas por libros de sermones, biblias, misales, epistolarios, antifonarios, libros de horas y salterios. Enrique reclamaba a su obispo aquellos libros que podían facilitar su trabajo. A las traducciones de los filósofos griegos y latinos, cuyos textos se habían conservado gracias a que los musulmanes los habían vertido al árabe, siguieron traducciones de las mejores obras de los matemáticos y científicos árabes.
Como algunos de esos libros no se encontraban en Burgos, Enrique viajó a Salamanca. Hacía algunos años que allí se había fundado una universidad, pero era en los últimos tiempos cuando se había convertido en un centro de enseñanza muy importante. En su biblioteca pudo consultar las obras de Aristipo, Cleóbulo, Platón, Séneca, Aristóteles, Virgilio, Sócrates, Lucano, Diógenes, Priscino, Terencio, Ovidio o Estado, pero sobre todo le interesaron los tratados científicos de Pitágoras, Abenragel y su
Libro de las estrella
., el
Libro de la Cábal
., que contenía la ciencia de los números de los judíos, el
Libro de la octava esfer
., donde se reunían todas las teorías de Ptolomeo, varios libros de cálculos matemáticos de diversos autores árabes o el
Libro de las cruce
., un tratado sobre las estrellas con el que varios sabios astrónomos estaban confeccionando unas tablas para establecer todos los movimientos de los astros en el firmamento. Los ojos de Enrique se abrieron a un mundo nuevo. En los tratados matemáticos escritos por autores árabes aprendió la importancia de combinar experimentación y razonamiento, y la preocupación de los tratadistas árabes por poner fin al cisma que Aristóteles había abierto entre la física y las matemáticas, al tratar como contrarios a lo cualitativo y lo cuantitativo.
«¿Una catedral grande o una catedral armónica? —pensó—. Durante años hemos estado debatiendo sobre esta cuestión, cuando aquí está ya resuelta.»
Y desde entonces miró con otros ojos a aquellos musulmanes que trabajaban a sus órdenes en la obra de la catedral, a los que sólo había visto como hábiles artesanos.
La catedral de Burgos comenzaba a mostrar lo que sería su aspecto definitivo: cabecera de tres naves, amplio crucero de una sola y nave mayor también con tres naves. Aquel templo era un compendio de lo que su tío Luis y él mismo habían aprendido, una mezcla de los planos de las catedrales de Chartres y Bourges más las innovaciones creadas por el taller de los Rouen. Bueno, el resultado final podía ser original, pensó Enrique.
El hijo de Juan de Rouen se había acostumbrado a vivir en un permanente estado de zozobra. Cuando parecía que la situación se había calmado y la paz con Portugal alejó la amenaza de una guerra entre los dos reinos cristianos del occidente peninsular, el poderosísimo señor de Vizcaya se reveló contra don Alfonso y ofreció sus servicios al ambicioso rey Jaime de Aragón. Los dos reinos más poderosos de la cristiandad hispana estuvieron al borde de la guerra, pero se impuso la cordura y se restauraron las relaciones, no en vano don Alfonso estaba casado con doña Violante de Aragón, hija de don Jaime.
El rey Alfonso consolidó su autoridad y comenzó a ser respetado por los demás reyes cristianos, que le ofrecieron regalos y presentes y solicitaron alianzas matrimoniales. El piadosísimo rey de Francia le remitió varias biblias encuadernadas en plata, camafeos y sortijas, y el rey de Inglaterra envió una embajada para tratar de acordar matrimonios entre infantes e infantas de Castilla y León y príncipes y princesas inglesas.
Todo parecía mezclarse y confundirse. Don Alfonso impulsaba la traducción y difusión de obras escritas por musulmanes y por judíos, pero también permitía que se dictaran normas contra los miembros de esas dos religiones. Se promulgó que aplicara la pena de muerte para el judío que pretendiera convertir a su religión a un cristiano y para el cristiano que se convirtiera al judaísmo, se encerró a los hebreos en sus barrios desde la mañana del Viernes Santo hasta el sábado y se les prohibió construir nuevas sinagogas aunque podían reparar las ya existentes. De ningún modo se consentiría que hubiera relaciones carnales entre personas judías y cristianas, y se castigó su práctica con la pena de muerte. Y para mayor agravio, se impuso a los judíos la obligación de llevar una rodela de tela amarilla cosida sobre el gorro o en la ropa, a la altura del hombro, para diferenciarse de los cristianos.
No, las cosas ya no iban a ser nunca iguales.
D
on Alfonso deseaba gobernar un reino unido bajo las mismas leyes, y por ello pidió a varios juristas que llevaran a cabo un gran esfuerzo legislador. En el reino de León los delitos se juzgaban por el viejo texto llamado el Fuero Juzgo, mientras que en Castilla había diversos ordenamientos jurídicos, lo que constituía un grave problema para la idea centralizadora del rey. Para evitar semejante atomización de las leyes, se redactó un fuero real a partir del cual se pretendía unificar las diversas legislaciones municipales de Castilla.
—Las cosas están yendo a peor. Ya te lo dije en una ocasión; se comienza por perseguir a los judíos y a los sarracenos y se acaba condenando a la hoguera cualquier disidencia. Acaban de ser aprobadas unas constituciones mediante las cuales los clérigos deben informar al obispo sobre cualquier relación carnal que se realice fuera del matrimonio canónico. De momento sólo se están denunciando los incestos y las prácticas sodomitas, pero pronto se condenará cualquier otra. Nuestra situación va a ser difícil de soportar —le dijo Enrique a Teresa.
—Hasta el momento no hemos tenido problemas —asentó Teresa.
—Pero creo que vamos a tenerlos. El obispo ya me ha advertido en un par de ocasiones que legalice nuestra situación o que rompa mi relación contigo. Varios canónigos han criticado que vivamos como esposos sin serlo.
—Pero la mayoría de los clérigos de esta ciudad tienen barraganas reconocidas y mantenidas; lo sabe todo el mundo. Algunas gozan de cierto prestigio social y los hijos que tienen con los clérigos incluso poseen derechos de herencia —protestó Teresa.
—Así es, pero ellos son poderosos y, además, su condición eclesiástica los protege de la justicia civil. De todos modos, esos mismos derechos también se aplican a los hijos de mujeres que no están casadas.
—Pero sólo en el caso de que los padres sean viudos o solteros. Eso no es justo.
—Esta vida está llena de asuntos injustos —afirmó Enrique.
—Mi padre me enseñó a amar la bondad, la hermandad entre las personas…
—Esas doctrinas son consideradas una herejía; procura ocultar tus creencias o te llevarán ante un tribunal. Esos «perros de Dios» están metiendo sus narices por todas partes.
—Tendremos cuidado —dijo Teresa.
En el año del Señor de 1254, Enrique de Rouen colocó la primera piedra de los cimientos de la que iba a ser fachada principal de la catedral de Burgos. Para festejar semejante acontecimiento, el obispo don Aparicio celebró una misa en la capilla de San Juan Evangelista. A la salida del oficio, Enrique le enseñó al obispo las dos nuevas poleas de ruedas que se habían fabricado en el taller de carpintería siguiendo sus instrucciones.
—Estos dos artilugios son imprescindibles para poder subir los grandes bloques de piedra a lo alto de las torres de la fachada principal. Nunca hemos elevado bloques tan grandes a alturas semejantes. Las piedras de las bóvedas son pequeñas, pero los sillares de las torres seguirán siendo pesados, como los de los muros, pero ubicados a mayor altura —explicó Enrique.
—Realmente, son dos artilugios imponentes —asentó el obispo.
—Los he construido tal cual me enseñó a hacerlo mi padre en Chartres. Funcionan mediante un complejo sistema de ruedas que permiten con poco esfuerzo alzar grandes pesos. No están acabadas del todo, pues hasta que las torres no vayan ganando altura no podemos instalarlas en sus andamios.
—¿Y cómo vais a subirlas hasta el andamio? Esas ruedas pesarán muchísimo.
—Lo haremos con un sistema de doble polea y con la máquina que llamamos «gato», capaz de elevar grandes pesos. Cada vez que haya que elevar el andamio, conforme vayamos ganando altura, desmontaremos las ruedas y las volveremos a montar más arriba; así, hasta el remate de las torres.
—Nuestro rey don Alfonso me ha comunicado que desea que su hermana la infanta Leonor contraiga matrimonio con el príncipe Eduardo, que será en el futuro el rey de Inglaterra, en esta catedral. Es un gran honor y debemos estar preparados para ello. El príncipe se ha mostrado muy ufano y le ha dicho a nuestro rey, según he sabido, que el rey Luis de Francia le ha regalado al rey Enrique de Inglaterra un elefante, que a su vez recibió del sultán de Egipto cuando los cruzados conquistaron la ciudad de Damieta, en el delta del Nilo. Nosotros no podemos sorprender a ese petulante inglés con una bestia como ésa, pero me gustaría que colocarais esas dos ruedas sobre la base de las futuras torres.
—En su confección han participado algunos carpinteros sarracenos; son los que mejor manejan la gubia para trabajar las líneas curvas en la madera —aclaró Enrique.
—No creo que el sultán de Egipto sea precisamente un cristiano ejemplar.
El príncipe inglés fue armado caballero en el monasterio de Las Huelgas por el propio rey Alfonso y poco después se casaba en la catedral de Burgos con la hija del rey Fernando. Aquella boda supuso la primera visita a Burgos de don Alfonso como rey de Castilla y León. Don Aparicio le pidió que mantuviera las rentas concedidas para poder culminar la obra, a lo que el rey le respondió que sólo Dios era capaz de saber qué ocurría al respecto.