El azul tenía que ser el color de Dios. Sólo el cielo y el mar eran azules, y azules parecían las montañas, al menos vistas desde la lejanía, azules los ojos de algunas personas y azules las piedras preciosas más raras. Azul era el color más difícil y el más caro de obtener en la naturaleza para cualquier tipo de pigmentos. Y ella había conseguido mezclar los distintos pigmentos y óxidos en la proporción exacta para lograr el azul más hermoso, «el del cielo en el mediodía de Burgos en primavera».
Las pinturas de las bóvedas de la Santa Capilla estaban casi acabadas. Con la ayuda de dos oficiales, un hombre y una mujer, y tres aprendices, dos muchachas y un joven, Teresa Rendol había logrado cambiar el aspecto interior de las bóvedas. Su azul era tan intenso que casi lograba eclipsar la luz que penetraba a raudales por los amplísimos ventanales multicolores. Cada día que entraba en la Santa Capilla, Teresa Rendol seguía asombrándose de la maravillosa captura de la luz que había logrado el maestro Jacques. Y entonces se imaginaba a Enrique en Burgos, recluido en su taller, esculpiendo tallas de apóstoles, ángeles y ancianos del Apocalipsis, inspeccionando todas las cargas de madera y de piedra que llegaban a los talleres desde las canteras y desde los bosques, subido a los andamios corrigiendo a los albañiles a la hora de colocar los sillares, revisando a los encargados de preparar el mortero de cal, midiendo con su compás una y otra vez los ángulos, comprobando con la escuadra y la polea la perfecta verticalidad de muros y pilares y trazando las líneas que debían seguir los canteros. Y lo ubicaba en su casa de Burgos, tumbado en la cama, pensando en ella, y en tantas noches de amor, en tantas madrugadas despiertos hasta el alba, embriagados de amor y de deseo.
Hacía ya un año que las noches de Teresa eran terriblemente solitarias. Una mujer sola, en una ciudad como París, llena de estudiantes dispuestos a cualquier cosa con tal de disfrutar de un rato de juerga, era una presa demasiado fácil. Por eso, Teresa se encerraba en su casa en cuanto llegaban las primeras sombras y atrancaba con un doble cerrojo y un grueso tablón la puerta y la ventana de la planta baja. Algunas noches solía oír en su calle las voces de un grupo de jóvenes que, pasaba cantando a gritos canciones obscenas aprendidas en las tabernas más sórdidas del barrio estudiantil de la ciudad.
Teresa vivía con sus dos aprendizas, dos jóvenes que había recogido en el orfanato de un convento de monjas y a las que estaba enseñando el oficio de pintar.
—Lo echáis de menos, ¿verdad?
Teresa se quedó sorprendida ante semejante pregunta. El maestro Jacques se había acercado en sigilo mientras ella preparaba pintura dorada en un barreño.
—¿A quién os referís?
—A vuestro esposo, porque es vuestro esposo, ¿no?
—Sí, claro. Él tuvo que marcharse a Burgos a continuar con su trabajo, y yo debo acabar el que vos me encargasteis.
—Y cuando eso ocurra os marcharéis con él.
—Sí, soy su esposa, debo hacerlo.
—Si yo fuera vuestro esposo, no me hubiera separado ni un instante de vos, doña Teresa.
—Sois muy galante, maestro Jacques.
—Por cierto, el maestro Villard está en Lausana, y piensa salir pronto hacia el reino de Hungría. He recibido una carta suya fechada hace tres meses; me la ha traído un monje de la orden que fundó Francisco de Asís. Pensé que tal vez os interesara saberlo.
—Sí, gracias; ese Villard era un tipo… —Teresa pensó un rato el calificativo.
—¿Peculiar?
—Eso es, peculiar. No encontraba la palabra justa en vuestro idioma, todavía no conozco todas las palabras del francés.
—Pues lo habláis estupendamente.
—Lo aprendí de mi padre, de los peregrinos a Compostela y de los mercaderes franceses que se han instalado en Burgos. ¿Sabéis que la mayoría de los comerciantes burgaleses de lana son judíos, franceses o de origen francés?
—No, no lo sabía —dijo Jacques.
—Pues así es, maestro. La gente de vuestra nación está por todas partes.
—¿Os gustaría acompañarme a un torneo? —le preguntó Jacques de pronto.
—¿Con vos?, ¿yo? —titubeó Teresa.
—Conmigo, sí.
—Enrique, mi esposo, dice que las artes de la guerra han sido ideadas por el demonio para sojuzgar a los hombres. Y que los maestros de obra han jurado no participar jamás en la construcción de un edificio destinado a la guerra.
—Eso depende de la corporación a la que cada maestro esté adscrito. Yo lo estoy en la cofradía de San Jorge, y en nuestros estatutos, aunque se recomienda que dediquemos nuestras vidas a procurar el bien, nada se dice sobre que no podamos construir castillos o murallas. Ya habéis visto el gran castillo-palacio del Louvre, la residencia de los reyes de Francia; pues bien, el maestro de obra es un compañero de mi corporación.
»Además, doña Teresa, los torneos sustituyen a las batallas. Sirven para que los jóvenes guerreros y los más ardientes caballeros se desfoguen en el combate y luzcan su habilidad ante las damas más hermosas. En este torneo se va a representar un espectáculo cómico. Dos enanos perseguirán a caballo a dos personajes coronados que imitan a dos reyes; es muy divertido, ya veréis. El torneo se celebra en el campo de justas ubicado una milla al este de San Germán de los Prados. Asistirá toda la corte. Lo pasaréis bien. Iremos a caballo hasta allí, disfrutaremos de las lides entre los caballeros, de las chanzas cómicas y de una buena comida. En unos espetones se asan decenas de patos, corderos e incluso algún buey, cuya carne se adereza con las hierbas y especias más aromáticas que podáis imaginar.
—No poseo caballo —dijo Teresa.
—Por eso no os preocupéis. Dispongo para vos de un palafrén bayo, de pelo casi dorado. Es manso como un corderillo. Lo compré hace dos años a un mercader de Dijon en la feria de ganado de otoño.
—Tal vez no esté bien que una mujer casada acompañe a un hombre como vos…
—Olvidad ese recelo. No soy el tipo de hombre al que le atraigan las mujeres. ¿Lo entendéis?
—¿Sois…? —Teresa no pudo acabar la pregunta.
—Sí; soy uno de esos varones a los que la naturaleza le ha otorgado otras querencias; tengo el honor de compartir identidad sexual con Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra, con el rey Felipe Augusto de Francia, o con el mismísimo Aquiles, el héroe griego que venció a los troyanos, con Alejandro Magno o con el gran Julio César, el primer hombre de Roma. Ya veis, señora, un humilde maestro de obra tiene los mismos sentimientos que los mayores héroes del presente y del pasado.
—Por eso no os habéis casado nunca…
—Bueno, tampoco vuestro querido Enrique, y él no es precisamente como yo.
—¿Cómo habéis sabido que no estamos casados?
—Vamos, doña Teresa, no soy un niño. Si hubierais sido esposos, no os hubierais separado tan fácilmente. No sé qué relación existe entre los dos, pero sé que os amáis profundamente. Y tampoco sé por qué no os habéis casado; desconozco vuestro secreto y lo que se encierra tras vuestra apariencia. En estos tiempos, el matrimonio no es necesario para que una mujer y un hombre cohabiten; aquí en París, y no creo que en Burgos sea muy distinto, hay centenares de parejas de hombres y mujeres que se aman y fornican sin necesidad de que un clérigo lascivo e hipócrita que copula con media docena de barraganas y mantenidas sacralice su unión.
»Este es el siglo de la admiración por la inteligencia. ¿Acaso creéis que de otra forma el obispo de París hubiera consentido que el rey encargara a un hombre como yo la construcción de la Santa Capilla?
»Estamos recuperando la razón. El gran Anselmo de Canterbury solía decir que la fe busca el intelecto y la comprensión, y la Biblia de Guiot nos invita a alejarnos de los tiempos terribles y oscuros en que se predicaban el miedo y la angustia, para vivir ahora según nuestros sentidos. ¿Qué otra cosa creéis que hacemos construyendo estos edificios?; en ellos, en su contemplación, invitamos a que los hombres observen, razonen y ordenen su caos interior. Por eso decimos que los arquitectos del nuevo estilo imitamos la obra de Dios.
»¿Vendréis conmigo?
—Sí —asintió Teresa.
—En ese caso, os recogeré el domingo por la mañana.
Los caballeros estaban formados en dos largas filas. Ataviados con sus armaduras de gala y con sus coloridos blasones, habían llegado de todos los rincones de Francia. Los estandartes de las grandes casas nobiliarias ondeaban al viento. El rey de armas apareció en el palenque montando un espléndido alazán. Portaba en su mano el bastón que lo identificaba como el juez del torneo y, en ausencia del rey Luis, que seguía en Tierra Santa, saludó al Delfín, que presidía el torneo.
Los contendientes saludaron a los espectadores y algunos de ellos prendieron lazos y pañuelos dedicados por hermosas damas en sus armaduras relucientes. Durante toda la mañana se libraron tremendos enfrentamientos. Los jinetes rompían lanzas en un combate que enfrentaba uno contra uno a todos los caballeros; los que caían quedaban eliminados, y los vencedores pasaban a la siguiente ronda de clasificación. No se trataba de un torneo de mera habilidad en la lucha y en cruce de lanzas, sino también de resistencia y fortaleza.
A mediodía se interrumpieron los combates. Fue entonces, mientras se servían bandejas llenas de carne asada, cuando salieron al centro del palenque los dos enanos. Vestidos con trajes hechos con retazos de tela de colores chillones, los dos enanos, montados en caballitos muy pequeños, persiguieron empuñando sendos látigos a dos enormes personajes que encarnaban la figura de dos reyes, que corrían delante de los enanos que pretendían darles caza.
La escena era tan grotesca que los espectadores reían a carcajadas, mofándose de los presuntos reyes, a los que algunos niños arrojaban las bostas que los caballos habían dejado esparcidas por todo el campo.
—No os divierte, ¿no es así? —le preguntó Jacques a Teresa.
El maestro de la Santa Capilla había recogido a la maestra de pintura a primera hora de la mañana. Jacques vestía un elegante jubón verde y unas calzas de seda a juego, con una capa de terciopelo negro, calzaba unas botas de cuero negro y se tocaba con un sombrero de pico en el que lucían dos plumas de pavo real. Teresa jamás había visto a nadie vestir de manera tan refinada.
—Es cruel —dijo la pintora, a la vista del espectáculo de los enanos.
—No, grotesco tal vez, pero cruel no. La vida es terrible, Teresa, sobre todo para la mayoría de esa gente que ni siquiera sabe qué podrá comer mañana. Estas chanzas ayudan a sobrellevar esta sufrida vida en, como dicen los clérigos, «este valle de lágrimas». Hoy es un día de felicidad para ellos, de felicidad porque, por unas horas, olvidan quiénes son y de dónde vienen.
—¿Por qué me habéis traído aquí —le preguntó Teresa—, si lo único bello de todo esto son estos hermosos prados llenos de flores? Además, creo que a vos tampoco os gusta este espectáculo.
—Os veía sola, quería sacaros de vuestra monotonía, pero me he equivocado. Sois mucho mejor de lo que suponía.
—Guardo en mi cocina una olla con un guiso excelente. Está hecho al estilo de Galicia, con carne de buey, jamón, cebolla y puerros, y un pichón relleno de pasas asado en su propio jugo… tal vez os gustaría probarlos.
—Por supuesto, mucho mejor que esta carne de pato asada aderezada con salsa de arándanos y moras.
—Pues vamos allá.
Los dos maestros recogieron sus caballos y partieron de regreso a París; en varias tiendas, los caballeros que no habían sido eliminados en los primeros envites reponían fuerzas para los combates de la tarde, en los que se dirimiría el ganador del torneo.
—Hoy saldrá de aquí un nuevo héroe —dijo Jacques.
—Y varios derrotados, heridos e incluso algún muerto de los que nadie se acordará.
—Las cosas suceden así. Sólo los vencedores pasan a la historia. Si alguien escribe la crónica de este torneo hablará de la gallardía del vencedor, de su habilidad con la lanza, de su fortaleza y de la hermosura de las damas a las que robó el corazón, pero no dirá nada de los vencidos.
—Lo mismo ocurrirá con vuestra obra. Cuando muráis, nadie recordará quién ideó la Santa Capilla, quién dibujó los planos de Nuestra Señora o quién hizo posible la catedral de Chartres, pero todos recordarán a los obispos bajo cuyos episcopados se erigieron esos edificios y los nombres de los reyes que los sufragaron estarán esculpidos en piedra en sus fachadas —dijo Teresa.
—En nuestra corporación de maestros hemos acordado que cada uno de nosotros ponga su nombre grabado en una placa en el edificio cuya construcción haya dirigido.
—Hace tiempo que yo he pensado hacer lo mismo en mis pinturas.
—Pues en eso estamos de acuerdo, doña Teresa.
Los dos maestros continuaron cabalgando hacia París. Aunque el cielo estaba cubierto de nubes, la primera hora de la tarde era luminosa y fresca y algunas gotas comenzaban a caer sobre la campiña del Sena.
—Mala suerte para la brillantez del torneo, las hermosas gualdrapas de los caballos acabarán cubiertas de barro —comentó Jacques al arreciar la lluvia.
—Descuidad, maestro, no serán los caballeros quienes las limpien.
Los dos jinetes arrearon a sus monturas y entraron en París al galope.
D
emasiado tiempo sin él. Dos años sin Enrique era mucho tiempo, incluso para una mujer del temple de Teresa. A sus cuarenta años, todavía no había disminuido el atractivo de la juventud, pero los rasgos del paso del tiempo comenzaban a notarse en el rostro y en el cuerpo de la maestra pintora. No había perdido un ápice de la intensidad del brillo de sus ojos, ni la esbeltez de su porte, pero algunas canas habían poblado su cabellera melada y se las teñía con una pasta de ceniza de sarmientos macerada en vinagre. También había empezado a depilarse el vello con pez caliente, a pesar de que el calor y los tirones le producían una rojez en la piel que tardaba al menos un par de días en desaparecer cada vez que se depilaba. Algunas mujeres lo hacían con cal viva, que era menos doloroso pero dejaba la piel mucho más estropeada.
Seguía vistiendo como cuando tenía veinte años, pero recogía su cabello en un moño y lo cubría con una redecilla y un pañuelo de seda blanca tan ligero que casi era transparente. Apenas llevaba joyas, a excepción de una pulsera que le regaló Enrique en una ocasión y un collar que había heredado de su madre y que guardaba en una pequeña arqueta de plata chapada con plaquitas de marfil que su padre le entregara el día que cumplió dieciséis años.