El número de Dios (38 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

—Si es tan hermoso como ella, yo le haría caso, maestro Jacques —dijo Villard de Honnecourt, que asistía divertido a aquella conversación.

—Mi esposa ha logrado un tono de azul que ha causado admiración en Castilla y en León, os lo aseguro —terció Enrique.

—¿Podríais preparar una muestra? —le preguntó Jacques.

—La tendréis en una semana; si encuentro aquí los pigmentos que necesito, claro —afirmó Teresa.

—Os aseguro, señora, que lo que no encontréis en los mercados de París no lo hallaréis en ninguna otra ciudad del mundo —asentó Jacques.

—El mundo es muy grande —replicó Teresa.

Teresa Rendol recorrió tiendas y mercados y consiguió varios pigmentos y polvos de óxido de cobalto y antimonio; como le había dicho el maestro Jacques, había tal variedad de productos como jamás había visto en Burgos, Compostela o Salamanca. Tras varias pruebas, consiguió el tono azul deseado, «como el color del cielo en las mañanas de primavera de Burgos». Cuando lo tuvo listo, le llevó una muestra a Jacques.

—Maestro, aquí está el azul que os prometí la semana pasada.

Jacques observó la pintura azul que Teresa portaba en una vasija.

—Su aspecto es como el de cualquier otro azul.

—Hay que verlo aplicado sobre el muro.

—Acompañadme.

Jacques llevó a Teresa a la parte posterior de su casa, a un patio abierto a través del cual se accedía a un pequeño establo.

Teresa cogió un pincel, lo impregnó en la pintura y la aplicó sobre un pedazo de muro encalado en ocre. La pintura adquirió una tonalidad brillante, en un azul que Jacques miró asombrado.

—El fondo es demasiado oscuro. Este tono luce mucho más sobre un estuco de cal blanca, pero esperad a que seque —dijo Teresa.

—Teníais razón; al lado del vuestro, nuestro azul es decepcionante. ¿Os gustaría pintar los fondos de la Santa Capilla?

—¿Lo decís en serio?

—Por supuesto, señora. Me habéis convencido con esta prueba.

Cuando Teresa regresó a casa, su rostro lucía la más radiante de las sonrisas.

—¡Me ha encargado pintar la Santa Capilla! —exclamó, eufórica, ante Enrique.

—Pero no hay espacio para murales en esa iglesia —dijo el maestro de Rouen.

—¡Qué importa! Voy a pintar las bóvedas de la planta baja. Mi azul le ha encantado.

—Eso es estupendo. ¿Cuándo empiezas?

—Enseguida, en cuanto unos operarios acaben algunas tareas menores.

Teresa estaba feliz. Enrique había tenido miedo por si su amante no era capaz de adaptarse a la vida en la gran ciudad de París, pero ahora la veía entusiasmada. Aquella noche hicieron el amor como si se tratara de un juego, entre risas, susurros y zalamerías. Teresa estaba dichosa, Enrique había recuperado la estima por su trabajo al encargarse de la construcción del palacio del canónigo, y algunos ricos burgueses de la ciudad se habían interesado por ello. Las cosas les iban bien, pero Enrique echaba de menos Burgos y su catedral, y anhelaba que llegara el día en que un mensajero o una misiva le pidieran que regresara a Burgos para acabar su gran obra.

Teresa y Enrique estaban alegres con su nueva vida, pero la Cristiandad seguía convulsa. El rey Luis IX de Francia era tachado de débil y los juglares del reino ironizaban en sus canciones sobre el carácter pusilánime de su soberano. Y ello pese a que durante su reinado Francia había logrado ganar terreno a Inglaterra.

El maestro Jacques explicó esta aparente contradicción con claridad a Teresa y a Enrique durante los actos de despedida al rey Luis IX, que partía hacia la Cruzada. Era el día 12 de junio de 1248. El rey de Francia salió de su fortaleza del Louvre entre un alarde de caballeros y soldados que gritaban eufóricos y aireaban estandartes y pendones con los colores de sus señores.

—Es curioso, el rey de Francia se va a Egipto y deja su reino abandonado a su suerte, y la gente lo aclama —se sorprendió Teresa.

—La política tiene estas cosas, queridos amigos. El rey Luis está siendo un gran soberano para Francia y para la Cristiandad, y en cambio los juglares no cesan de crear poemas satíricos en su contra, ironizando sobre la debilidad de su espíritu, aspecto que para muchos otros no es sino prueba de su santidad.

»Por el contrario, cuando el rey Ricardo de Inglaterra, el Corazón de León, se marchó a la cruzada y dejó a su reino desamparado y abandonado a su suerte, los poetas cantaron su valor y su arrojo y lo convirtieron en ejemplo del caballero y del buen cristiano. Todavía se escriben versos en los que es comparado con Alejandro Magno, con el rey Arturo o con los mismísimos héroes de la antigua Troya.

»Fue su hermano Juan quien tuvo que hacerse cargo del peso del gobierno de Inglaterra y quien promulgó la que llaman Carta Magna, un estatuto que para sí quisieran muchos otros reinos. Pero las ironías del destino y de los hombres han convertido al rey Juan en un ser despreciable. En la mayoría de las crónicas que he podido leer es tildado de inestable y conspirador; se asegura que destruyó la moral al llevar en sus venas la sangre diabólica de la bruja Melusina, como si no fuera la suya la misma sangre que la de su hermano Ricardo. Se decía de él que estaba podrido en el interior, poseído y enloquecido con sortilegios y maleficios, que no tenía continencia y que era mala persona, adulador y contrariado, que abusaba de la fuerza y que violó a muchas hijas y esposas de sus súbditos.

—Eso mismo han asegurado de otros muchos soberanos; la opinión de los hombres es cambiante, demasiado mudable —replicó Teresa.

Capítulo II

A
ño y medio después de su llegada a París, Enrique había construido su primer palacio y Teresa estaba pintando las bóvedas de la sala baja de la Santa Capilla, que gracias a su color azul había ganado en esplendor.

A principios de 1249, un caballero francés recién llegado de Castilla se acercó hasta la casa de los dos maestros. Era amigo del canónigo a quien Enrique le había construido el palacio y se presentó para solicitar al arquitecto que le construyera su casa. Le dijo que su amigo el canónigo se lo había recomendado y que quería disponer de una gran casa de piedra con lo que había ganado en la guerra contra los musulmanes.

Teresa y Enrique escucharon atentos la narración que el caballero hizo de la conquista de Sevilla, en cuyo sitio había servido a don Fernando de Castilla y León al frente de su pequeña mesnada de seis caballeros y veinte peones y escuderos. Este caballero era un profesional de la guerra, uno de tantos soldados de fortuna que ofrecían sus armas y su grupo de fieles guerreros al mejor postor a cambio de una buena bolsa de plata y oro y una parte del botín obtenido en la victoria. En tiempos de paz, que eran breves, solían ganarse la vida en torneos y justas, y en la guerra alquilaban sus armas a reyes y nobles. Desde que los franceses aniquilaran al ejército inglés en los campos de Bouvines, en aquel memorable domingo del año 1214, los soldados de fortuna habían tenido pocas oportunidades para conseguir dinero fácil con sus armas y se habían dedicado a los torneos como medio de vida. La guerra total que habían desatado el rey Fernando de Castilla y León y el rey Jaime de Aragón contra el Islam en la península Ibérica había abierto nuevas posibilidades para los caballeros mercenarios.

El caballero les contó que en todos los reinos cristianos de Hispania la conquista de Sevilla había causado un gran impacto. Tras más de un año de asedio, el rey Fernando había entrado triunfante en la gran ciudad del sur. Les confesó que había sido un trabajo muy difícil y que a punto estuvo de fracasar, si no hubiera sido por el arrojo de varios soldados que se lanzaron en dos barcos río Guadalquivir abajo para romper el puente de tablas que unía a Sevilla con el arrabal de Triana, por donde no dejaban de llegar suministros a la ciudad. Una vez rota esa vía de intendencia, Sevilla quedó aislada y capituló a los pocos meses.

Les narró con detalle cómo había visto llorar a los duros guerreros de las milicias concejiles de Burgos cuando éstos contemplaron que el estandarte real de Castilla ondeaba sobre los muros del alcázar de Sevilla, y cómo al día siguiente el rey Fernando había entrado en la ciudad empuñando una espada con una gran gema engastada justo bajo la empuñadura, de la que se decía que había pertenecido al gran Roldan, el sobrino de Carlomagno.

Al caballero se le encendieron los ojos cuando contó las riquezas fabulosas que se encontraron en Sevilla y las riquísimas tierras del valle que se entregaron a los nobles y a las órdenes militares.

Enrique le preguntó si el obispo de Burgos había recibido parte de aquellos tesoros, a lo que el caballero le contestó que no lo sabía, pero que, por lo que él había presenciado, allí había tesoros para comprar todo un reino.

La pregunta de Enrique era interesada. El arquitecto confiaba en que, una vez conquistada Sevilla, las rentas que se habían detraído de la obra de la catedral de Burgos se emplearían de nuevo para continuar su construcción, y que incluso podrían incrementarse con parte del botín de guerra. Al fin y al cabo, era una deuda que el rey Fernando tenía contraída para con la que había sido la primera de las nuevas catedrales de su reino.

Sin embargo, el obispo de Burgos no había recibido una sola moneda del botín logrado en Sevilla. Y además, la conquista de esa ciudad, siendo la más grande y poderosa de cuantas restaban en poder de los musulmanes en Hispania, no significaba el final de los planes de don Fernando, pues todavía quedaban bajo dominio musulmán grandes ciudades como Niebla, Cádiz, Granada, Almería o Málaga, por lo que la guerra tendría que continuar por algún tiempo todavía.

Teresa y Enrique no habían vuelto a hablar de matrimonio. Se amaban intensamente, unas veces con pasión desbordada y casi animal, otras de manera reposada y dulce; en ocasiones hacían el amor despacio, sintiendo cada uno de sus movimientos, con una delicadeza extrema, pero en otras ponían todo su ardor en el juego amoroso, como si les fuera la vida en ello.

Enrique estaba a punto de cumplir cuarenta años, y Teresa treinta y ocho. Ambos se mantenían jóvenes todavía, pero para Teresa comenzaba a ser una edad tardía, sobre todo si algún día esperaba tener hijos.

Fue Enrique el que se decidió a comentarlo.

—¿No deseas tener un hijo? —le preguntó una noche, abrazados en el lecho, después de que se hubieran amado intensamente.

Teresa se mantuvo un buen rato en silencio. El dormitorio apenas estaba iluminado por el resplandor rojizo de las brasas de la chimenea.

—No quiero darte un… bastardo —dijo Teresa de pronto.

—Eso tiene fácil solución: casémonos.

—A los ojos de la gente de París ya lo estamos.

—No te entiendo, nunca te he entendido. Hace muchos años que estamos juntos, que vivimos como esposos, que compartimos lecho y mesa, ¿qué más puedo hacer para que quieras ser mi esposa?

—No puedo casarme contigo, tendría que renunciar a demasiadas cosas.

—No. No renunciarías a nada.

Tras un largo silencio, Teresa no pudo mantener su secreto por más tiempo.

—Soy cátara, soy cátara —confesó entre sollozos—. Una hereje, una enemiga de la Iglesia. Si alguien lo supiera y me denunciara, mi cuerpo no tardaría en arder en una hoguera. ¿Lo entiendes ahora?, ¿lo entiendes?

En ese instante el que se mantuvo un buen rato en silencio fue Enrique. Al fin, habló.

—Tu padre, claro. Tu padre era cátaro, fue él quien te inculcó esas creencias.

—Mi padre era un hombre extraordinario. Su alma rebosaba bondad y sólo anhelaba la paz y la felicidad para todos los seres humanos. Pero para la Iglesia de Roma su mensaje era un peligro que había que erradicar cuanto antes. Ahora ya lo sabes, has estado amando durante años a una «sierva de Satanás».

Teresa rompió a llorar. La mujer fuerte, decidida y valerosa que hasta entonces había conocido Enrique se vino abajo y apareció ante sus ojos como un ser temeroso y desvalido. Haber descubierto su secreto la había hecho vulnerable y frágil.

Enrique la abrazó con fuerza y le limpió las lágrimas.

—¿Y crees que eso me importa?

—Te he mentido, te he engañado; has estado todos estos años creyendo que no deseaba casarme contigo por sabe Dios qué razones y ahora te encuentras con la verdad desnuda. He sido una estúpida y una cobarde, debí confesarte todo antes, mucho antes, pero temía perderte, y no quería perderte, lo siento.

—Todavía podemos tener un hijo —insistió Enrique.

—Sería un bastardo —reiteró Teresa.

—Nadie, ni él mismo, lo sabría.

—Lo sabríamos nosotros, y lo sería a los ojos del dios en el que tú crees.

Las semanas siguientes a aquella noche, Teresa se mostró taciturna y callada. El brillo de sus ojos había desaparecido y su mirada ya no tenía aquella luminosidad interior que cautivara a Enrique cuando la vio por primera vez. Durante varios días estuvieron sin hacer el amor; por la noche, al acostarse, se abrazaban en silencio y se mantenían así, callados e inmóviles, hasta que el sueño los rendía. Cuando dos semanas más tarde volvieron a hacer el amor, no salió de sus gargantas un solo jadeo, ni un murmullo de placer. Y Teresa comprendió que, aunque Enrique no lo admitía, algo había cambiado en su amante, algo profundo y grave.

Enrique era un buen cristiano y creía en la Iglesia y en sus mandamientos; para él había sido muy difícil aceptar aquella nueva situación. Amaba a Teresa, la amaba como jamás lo había hecho con ningún otro ser de la Creación, pero la confesión de su amor le había abierto un abismo de dudas. Como todas las personas de su tiempo, Enrique temía los castigos del infierno más que cualquier otra cosa. Él sabía que los herejes estaban condenados a arder para siempre en el eterno fuego del tártaro y no podía soportar la idea de que su amada permaneciera recluida para siempre en el infierno.

Apenas comenzada la primavera de 1250, Enrique recibió una visita inesperada. Don Martín Besugo, sacristán de la catedral de Burgos, se presentó en su casa de París. El maestro había salido por la mañana a visitar algunos talleres porque le habían encargado que elaborara un plan para construir una pequeña iglesia en un barrio al sur de la ciudad. Cuando regresó y vio al sacristán allí, le pareció estar en presencia de una visión fantasmal.

—¡Don Martín!, ¿sois vos?, pero ¿qué hacéis aquí? —le preguntó.

—Cuando os despedisteis de Burgos, dijisteis que si alguna vez os necesitábamos, preguntáramos por vos en París. Pues bien, os necesitamos, y aquí estoy.

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