—Hablamos de eso hace algún tiempo —Teresa hizo memoria—. Recuerdo que me dijiste que los judíos serían los primeros en ser perseguidos cuando las cosas comenzaran a ir mal.
—Y así parece que está ocurriendo. Además de lo que ya cotizan, que es mucho, el rey les ha impuesto un nuevo tributo; la aljama de Burgos tiene que pagar al hospital del emperador dos sueldos, un dinero y el portazgo correspondiente por la leña, el carbón y la sal. Creo que han comenzado muy malos tiempos para los hijos de Israel.
En los meses siguientes a la primavera de 1242, todo pareció empeorar en la Cristiandad, y algunos volvieron a predicar en los púlpitos que el Apocalipsis estaba llegando. En algunas iglesias, clérigos exaltados acusaban a los judíos de ser la causa de todos los males. Alguien recordó entonces que las aljamas judías pagaban la mayor parte de los impuestos que se recaudaban en los reinos de Castilla y León, que, pese a ser los hebreos un número muy escaso de la población, generaban la cuarta parte de cuanto se recaudaba.
Entonces, algunos sacerdotes comenzaron a divulgar, exaltados, que el pecado se había extendido por toda la tierra y que la culpable de ello no era otra que la mujer, que con sus malas artes y su capacidad de seducción alejaba al hombre de la verdadera senda que Dios había marcado. Algunos predicadores acusaban a «las hijas de Eva» de ser auténticos demonios enmascarados en cuerpos femeninos, los súcubos, diablos con apariencia femenina que arrastraban a los hombres de la tentación al pecado y a la condena eterna.
Enseguida se divulgó la noticia de que el rey Luis IX de Francia había organizado una nueva cruzada con la intención de recuperar el Santo Sepulcro en Jerusalén y que los tártaros seguían arrasando las tierras llanas de Europa central. Ese verano habían avanzado hasta las puertas de una importante ciudad llamada Wroclaw, en el límite de los bosques del este, y se aseguraba que, si nadie los detenía, en dos o tres años se presentarían ante las murallas de París.
Tal vez amedrentados por semejante aluvión de noticias y rumores, ese verano y el otoño siguiente muchos burgaleses y vecinos de las aldeas de su alfoz ofrecieron cuantiosas donaciones para la obra de la catedral y para remedio de sus almas. Las donaciones en casas o fincas fueron de inmediato arrendadas para que con esas rentas se pudiera seguir ejecutando la construcción del nuevo templo, en tanto que con las donaciones en dinero o joyas se hacían compras de bienes inmuebles para volver a arrendarlos.
«No hay mejor acicate para la limosna que el anuncio de inmediatas calamidades», le dijo el obispo don Juan a Enrique, un día que el arquitecto lo visitó en su palacio, todavía aquejado de la enfermedad que lo tenía varios meses postrado en cama, para informarle de que, una vez excavados los cimientos de la nave, habían comenzado a rellenar las zanjas con argamasa antes de que aparecieran las primeras grandes heladas del invierno, para sobre esos cimientos comenzar a levantar la nueva fábrica de la nave mayor en la siguiente primavera.
Aquel invierno comenzó lluvioso y acabó frío y con unas nevadas tan grandes como hacía tiempo que no se recordaba en Burgos. Con la llegada de la primavera y con los primeros peregrinos, también se conoció la noticia de que los tártaros habían desaparecido de Europa oriental tan repentinamente como habían aparecido. Se decía que su gran rey, a quien llamaban Ka Kan, había muerto en sus dominios del otro lado del mundo y que todo aquel ejército demoníaco se había dirigido hacia el este para jurar lealtad a su nuevo emperador. Por ello, algunos pensaron que aquellas gentes de apariencia fiera y ruda no eran los descendientes de Gog y Magog, sino una horda de guerreros salvajes como aquéllas que cada cierto tiempo aparecían en Occidente procedentes de las profundas estepas de Asia, que arrasaban cuanto podían y que regresaban a sus tierras brumosas para siempre.
Con el buen tiempo, el obispo don Juan, que había permanecido en cama todo el invierno, mejoró. En cuanto pudo levantarse y el clima se lo permitió, se presentó en la catedral y ordenó que se celebrara una misa de acción de gracias en la capilla de San Miguel, una de las cinco circulares de la cabecera. Aunque era un hombre de Dios, don Juan había pasado más tiempo entre soldados y nobles que entre clérigos, y por eso profesaba una especial devoción a San Miguel, el arcángel de la luz, el soldado de Cristo que fue capaz de derrotar al demonio.
Lo acompañaba su mayordomo Pedro, que desde que cayera enfermo había sido su principal soporte. Pedro era grande como un oso y fuerte como un buey; tanto, que podía levantar en brazos a su señor el obispo, un hombre de talla y peso normales, cual si transportara a un niño de dos años. Finalizada la misa, los asistentes cantaron el stábat, el himno en honor a la Virgen en el que se recordaban los dolores que sufrió María al pie de la Cruz en la que estaba agonizando su hijo.
—Gracias por asistir a este oficio, don Enrique. Hubiera preferido que se celebrara en el altar mayor, pero ya sabéis que algunos canónigos están enfrentados conmigo y no deseo generar más problemas —le dijo el obispo.
—No hay de qué, eminencia. Me alegro mucho de que hayáis superado vuestra larga enfermedad.
—Ha sido la voluntad de Dios.
»Y bien, vayamos a ver las obras.
Los cimientos de argamasa de la nave estaban siendo preparados para comenzar a colocar las primeras hiladas de sillares. Los carpinteros estaban ultimando la colocación de los andamios, de momento de una altura similar a las de dos hombres, sobre los que trabajarían los canteros y albañiles. El mortero blanquecino destacaba sobre la tierra roja del suelo, de manera que era muy fácil contemplar cómo iba a ser la planta de la nave mayor y las dos laterales.
—Diez años, me dijisteis, ¿no? —preguntó el obispo.
—Si no se detiene la obra, en efecto, eminencia, diez años.
—Pues adelante, don Enrique, adelante.
Las obras de la nave mayor se iniciaron con precisión. Enrique de Rouen seguía con absoluta meticulosidad cada uno de los trabajos. Sabía que una pequeña desviación en la base de una columna o en los cimientos de un arbotante podía suponer un verdadero desastre en su plan o provocar una corrección tal en altura que afeara la obra de manera considerable.
En los años siguientes las obras siguieron a buen ritmo. Entre tanto, el rey Fernando mantenía su presión sobre los musulmanes y año tras año les causaba sucesivas derrotas que acarreaban la entrega de ciudades cada vez más importantes. El príncipe heredero de Castilla y León, el prudente don Alfonso, comenzó a tomar parte en las empresas guerreras de su padre. El joven príncipe tuvo el honor de dirigir la conquista del reino de Murcia, al sustituir a su padre al frente del ejército a causa de una grave y larga enfermedad de don Fernando. Durante más de un año, entre la primavera de 1243 y el verano de 1244, don Alfonso logró incorporar este rico reino musulmán a la Corona. Lo hizo con la ayuda de don Jaime de Aragón, pero logró que, por primera vez, el Mediterráneo occidental no fuera un mar exclusivamente aragonés. Los marinos castellanos disponían ahora de puertos en la costa murciana para competir con los mercaderes catalanes en el comercio marítimo con Oriente. En Almizra, los dos reyes más poderosos de la cristiandad peninsular firmaron un tratado en el que se repartían las tierras de Levante.
Enrique de Rouen y Teresa Rendol se habían habituado a vivir juntos y a desdeñar las murmuraciones de algunos burgaleses sobre su modo de vida sin estar casados. Alguno de los consejeros reales se había incluso atrevido a insinuar a don Fernando que los dos maestros estaban dando un mal ejemplo a los cristianos y que sería conveniente poner fin a su situación de pecado de lujuria. Pero don Fernando le había hecho callar, señalando que no era misión de un rey dirimir sobre el modo de vida de sus súbditos, sino precisamente combatir para que esa misma vida fuera lo más placentera posible.
«Un rey —llegó a decir don Fernando en el transcurso de una curia— debe mantener su reino, con la espada si es preciso, pero debe procurar sobre todo el bienestar de sus súbditos.»
El monarca pronunció esas palabras en un acto de Corte en el cual confirmó los privilegios de la Universidad de Salamanca, que, aunque fundada después que la de Palencia, la primera del reino, se había convertido en la más importante. Don Fernando había dicho que una vez asegurada la alimentación de los cuerpos de sus súbditos, era preciso atender a los alimentos del alma.
Teresa seguía siendo reclamada por parroquias, monasterios y conventos para pintar murales. El nuevo estilo de la luz y del arco ojival se había impuesto en las nuevas catedrales de Burgos y Toledo, pero todavía existían algunos clérigos que preferían construir sus nuevos templos en el viejo estilo «al romano», incluso en ciudades importantes del reino como Segovia, Ávila o la mismísima León, a pesar de que su obispo estaba sopesando la posibilidad de afrontar la construcción de una nueva catedral que compitiera en belleza y grandiosidad con las de Burgos y Toledo, o con la que se había proyectado construir en Compostela.
Aquel verano de 1244, Enrique de Rouen acompañó a Teresa Rendol a Segovia. El párroco de la iglesia de San Esteban quería que la maestra de pintura más reputada del reino le decorara los ábsides de su iglesia recién construida aún al viejo estilo. Segovia estaba prosperando gracias a los talleres de paños de lana, al comercio de cereales y al dominio que el concejo ejercía sobre decenas de aldeas de su alfoz, que tenían que contribuir con sus pechas a la construcción de las murallas y de las iglesias de la ciudad.
Los dos amantes se instalaron en la posada del Agua, ubicada en una pequeña casita construida al pie del gran acueducto de piedra que los romanos levantaran para llevar agua a una antigua ciudad que habían fundado sobre el farallón rocoso en cuya base confluían los cauces de los ríos Eresma y Clamores.
—Es grandioso. En mi país, los romanos también construyeron alguno tan grande como éste, pero ninguno tan hermoso —le dijo Enrique a Teresa, a la vista del acueducto de granito—. Claro que si hubieran dispuesto del arco ojival, podrían haberlo elevado todavía más.
—Probablemente no les hacía falta una mayor altura —supuso Teresa.
—Siempre hace falta algo más. Tú misma sigues intentando buscar nuevas fórmulas, nuevas mejoras a tu pintura.
Enrique levantó los brazos maravillado ante la mole a la vez gigantesca y grácil del acueducto.
—¿Te gustaría construir uno como éste, no es así?
—Prefiero construir catedrales. Pero sobre todo, preferiría que fueras mi esposa. Tengo treinta y cuatro años; a mi edad algunos hombres ya son abuelos. Hace casi diez años que vivimos juntos, que nos amamos, que compartimos lecho y creo que sentimientos. Te lo pido una vez más, y lo seguiré haciendo hasta que aceptes: cásate conmigo.
—Sabes que no puedo —dijo Teresa.
—Sé que no quieres, y no lo entiendo.
—Debes entenderme, no puedo, no puedo casarme.
—No, no lo entiendo. Eres una mujer soltera, libre. Ni siquiera necesitas el permiso paterno para celebrar tus esponsales. Mi amor por ti es cada día más grande.
—Mi corazón es tuyo, mi cuerpo es tuyo, mis sentimientos, toda yo soy tuya… Pero no me pidas que me case contigo, no puedo aceptar ese compromiso —insistió Teresa.
—Crees que si te casas conmigo perderás la libertad que tanto aprecias. Me conoces bien; siempre dejaré que hagas cuanto desees…
—¿Conoces la historia del «corazón comido»? —le preguntó Teresa.
—Sí. Es una de las más populares entre los estudiantes de mi universidad. Pero ¿a qué viene ahora esto?
—Ocurrió en el castillo de Coucy. El señor del castillo, un marido celoso, se vengó de la infidelidad de su esposa dándole a comer el corazón guisado de su amante sin que ésta lo supiera.
—Sí, en efecto, así fue, pero no entiendo qué tiene que ver esa historia de celos con nuestra situación.
—Mucho, mucho. Ahora somos los dos iguales, dos amantes que viven con pasión cada momento de sus vidas, y lo hacen sin ataduras, como la señora del castillo y su amante secreto, pero con la enorme ventaja sobre ellos de que podemos amarnos a la vista de todos, sin que nadie intervenga para destruir nuestro amor.
—Sigo sin entender qué tiene que ver…
—Nuestro amor es libre, Enrique, libre y hermoso. Cada vez que nos amamos lo hacemos por nuestro libre albedrío, sin que medie entre nosotros otra cosa que el amor. Nos servimos uno del otro como ocurre con los amantes perfectos; tú eres mi siervo y yo soy tu sierva, los dos somos vasallos y a la vez señores del otro. Si nos casáramos, las cosas dejarían de ser así, y tú podrías ofrecerme el corazón de otro como venganza; en nuestra situación no hay lugar para la venganza, sólo para el amor, para el más puro amor.
—Algún día me explicarás por qué no quieres casarte conmigo…, salvo que…
—No supongas nada de lo que luego puedas arrepentirte —le advirtió Teresa.
Los dos amantes regresaron a Burgos sin que Teresa hubiera llegado a ningún acuerdo con el párroco de San Esteban de Segovia. El clérigo le había pedido que pintara una escena del Juicio Final en el ábside central de la iglesia, con decenas de demonios martirizando a los condenados. Quería que quedaran bien patentes los sufrimientos de los que se habían desviado de la recta senda de los justos y de los creyentes. Deseaba atemorizar a sus feligreses con escenas del infierno en las que los condenados se consumieran en el fuego, hostigados por espantosos demonios que los atormentaban con ganchos, tenazas y látigos a la vez que ardían entre llamas.
Sin embargo, Teresa no estaba dispuesta a poner sus pinceles al servicio de un clérigo tan cruel. Ella quería pintar escenas amables, llenas de luz y de vida, en las que predominara el azul «del tono del cielo de Burgos a mediodía».
Ya en Burgos, se enteraron de que Jerusalén había caído de nuevo, como ya ocurriera en 1187 con el sultán Saladino, en manos de los musulmanes, y que la presencia de los cruzados en Tierra Santa empezaba a complicarse. También supieron que las tropas del Papa habían atacado y conquistado el castillo de Montségur, hasta entonces bastión de los rebeldes cátaros frente a Roma.
Al enterarse de aquello, Teresa sintió que cuanto le había enseñado su padre estaba a punto de extinguirse, y que los cátaros nunca disfrutarían del país libre y feliz por el que tanto habían luchado y por el que tanta sangre habían vertido.