Tanto amor alberga mi corazón,
tanta alegría y dulzura,
que el hielo me parece flor
y la nieve verdor.
—Son versos muy sentidos.
—También decía Bernart que la poesía más auténtica surge cuando existe verdadero amor, y que en ese caso es la más excelente. Mi amor por ti es como el que cantan esos versos, como el que despertó Leonor de Aquitania en Enrique de Inglaterra, como el que cantan los lais de María de Francia. Y creo que tú también me amas así.
—¿Y qué importa todo eso? María de Francia, Eloísa, Enid… todas esas mujeres, reales o no, han sido vilipendiadas por la Iglesia y por los varones. La mayoría de los grandes filósofos consideran que las mujeres somos hombres imperfectos, en el mejor de los casos; cuando menos, hijas del diablo y del pecado, hermanas malignas de Eva obsesionadas por arrastrar al hombre al infierno. Un monje cisterciense llamado Bernardo de Morlaas escribió hace varias décadas que la mujer es un ser innoble, pérfido, fétido, infecto y ruin, que mancilla lo que es puro, rumia la impiedad y echa a perder todo acto. La tachó de precipicio de sensualidad, instrumento del abismo, boca de los vicios, y de no retroceder ante nada. Ese monje afirmaba que todas las mujeres éramos víboras, y no seres humanos sino bestias feroces —dijo Teresa.
—¿Dónde has leído eso?
—En la biblioteca del monasterio de Las Huelgas. Las monjas tienen libros donde esto que te he dicho está escrito.
—Yo no creo en esas patrañas. Para mí, tú eres la luz, mi luz, lo más importante en mi vida —repuso Enrique.
—Eres un hombre extraordinario, y si alguna vez decidiera que debo casarme con un hombre, no existiría otro en la tierra más que tú. Pero no puedo hacerlo. Tal vez algún día lo entiendas.
—Esperaré cuanto sea preciso.
Teresa dibujó una sutil sonrisa.
—Después del banquete de boda que nos ofrece el rey, me gustaría estar a solas contigo —dijo la maestra.
—No sabes cómo deseo que llegue ese momento —añadió Enrique.
Nada más finalizados los festejos que siguieron a la boda real, don Mauricio ordenó que se reiniciaran las obras con toda urgencia. El verano no fue demasiado caluroso y se aprovecharon las largas horas de sol para trabajar en las obras arquitectónicas de las dos portadas del crucero, que a comienzos de otoño de ese año de 1238 estaban acabadas y listas para recibir la decoración escultórica. Varias carretas traían todos los días decenas de bloques ya desbastados de las canteras de Hontoria, a media jornada de camino al sur de Burgos. A pie de obra, en unas casetas de madera, los canteros los escuadraban y los convertían en sillares, todos ellos de una medida semejante, la del pie de París, que debía de tener al menos una de las dos caras.
Enrique estaba obsesionado con que todo funcionara perfectamente organizado. Había que calcular muy bien el número de carretas que traían la piedra para que los canteros nunca se quedaran sin bloques para perfilar o que se amontonaran demasiados. Todos los días se marcaban los sillares que había labrado cada cantero, se apuntaban en un cuaderno y semanalmente se les liquidaba el dinero ganado por su trabajo.
Desde que un carpintero parisino inventara la carretilla, el trabajo de transporte en la propia obra había mejorado mucho. Gracias a la carretilla, un peón podía llevar a la vez varios sillares desde el puesto de trabajo del cantero hasta el del albañil encargado de colocarlos en los muros. Hasta doce sillares podían ser cargados de una vez, lo que suponía un considerable ahorro de tiempo y trabajo; andamios y poleas también facilitaban mucho la labor.
Aquella mañana de comienzos de octubre el cielo había amanecido encapotado. Desde las sierras del norte soplaba un viento frío y húmedo. Enrique miró al cielo y frunció el ceño. Estaba acabando de colocar el rosetón del Sarmental, y si comenzaba a llover tendría que interrumpir por algunos días la tarea.
Esa mañana don Mauricio no acudió a la catedral. Siempre que estaba en Burgos dedicaba al menos unos momentos a inspeccionar el estado de las obras y contemplar su imagen tallada en piedra en el parteluz de la puerta del Sarmental. Cuando acabó la jornada, poco antes de que la noche cayera sobre la ciudad, Enrique y Teresa dejaron la obra y se dirigieron a la casa del arquitecto, donde solían cenar juntos todos los días.
—Qué extraño —comentó Enrique—, hoy no ha venido don Mauricio.
—Habrá salido de viaje, o tal vez…
En ese momento sonaron unos golpes en la puerta. El criado de Enrique abrió y contempló a la luz de un candil a uno de los canónigos, que estaba acompañado por dos sayones del concejo.
El criado llamó a su señor.
—¿Qué ocurre, señores? —preguntó Enrique, todavía con la servilleta en las manos.
—Buenas noches, don Enrique. Se trata de don Mauricio. Ha tenido un ataque de tos y ha pasado todo el día con mucha fiebre. Su médico judío ha ordenado que permaneciera en cama; cree que se trata de algo muy grave. Don Mauricio nos ha ordenado que vengamos a buscaros para que nos acompañéis hasta el palacio episcopal.
—Vamos.
Enrique cogió su capote, le dijo a Teresa que aguardara allí y se dirigió con los tres hombres hacia el palacio del obispo.
Cuando llegaron, don Mauricio estaba en cama, empapado en sudor y con el rostro tan pálido que parecía que se lo hubieran embadurnado con harina.
—Don Enrique —balbuceó el obispo al verlo—, gracias por venir tan raudo. No me queda mucho tiempo…
—No digáis eso, eminencia, todavía tenéis que ver acabada vuestra catedral —repuso Enrique.
—No, mi buen amigo, no. Dios ya me ha llamado a su lado… o al menos eso espero. Ha querido castigar mi vanidad —don Mauricio tosió, y Enrique advirtió que con cada estornudo se le iba un poco de vida.
—¿Vanidad?, vos sois el hombre más humilde…
—No, no digáis lo que no sois capaz de sentir. Sí, he sido vanidoso, vanidoso por pretender construir una casa de luz para Dios, que no desea otra cosa sino que sus siervos sigamos las huellas que nos marcó su hijo Jesucristo. He pecado de soberbia, de soberbia por querer emular la obra del Creador y porque mi figura estuviera presente en el parteluz de la portada del Sarmental. Por fin he entendido los deseos de Dios. Moisés no pisó la tierra prometida porque dudó del Señor, yo no veré esta catedral acabada porque he pecado de soberbio.
—Sois el mejor siervo de Dios, el Señor os compensará…
—Tal vez en la otra vida, pero no en ésta. El mundo terrenal se ha acabado para mí. Lo siento en mi interior, sé que me queda muy poco tiempo. Hacedme un último favor.
—Lo que digáis, don Mauricio.
—Quitad mi estatua del parteluz del Sarmental y colocadla en el suelo de la puerta principal de la catedral, para que todos cuantos entren y salgan en ella la pisen y recuerden que todos somos mortales.
Enrique iba a decirle que eso no era posible en una estatua de bulto redondo, pero a una señal del médico judío, le mintió.
—Si es vuestro deseo, lo procuraré, eminencia.
Don Mauricio falleció esa madrugada. Había sido obispo de Burgos durante más de veinte años, había comenzado la nueva catedral y había logrado convertir su diócesis en una de las más importantes y prósperas de Castilla y León gracias a su voluntad y a su prudencia. Murió sin ver acabada la que había sido la principal obsesión de su vida. Los canónigos no hicieron caso de su última voluntad y su figura en piedra permaneció en el parteluz de la portada del Sarmental.
Unos días antes el rey Jaime de Aragón había conquistado el reino musulmán de Valencia, y con ello se había convertido en un monarca tan poderoso y afamado como Fernando de Castilla. En Francia, los judíos comenzaron a ser perseguidos. Un clérigo denunció ante un tribunal de París a un converso acusándolo de mantener de forma críptica sus ritos y creencias. Algunos predicadores comenzaron entonces a alentar la ira y el odio contra los judíos, asegurando que se estaban convirtiendo en falso con la única intención de engañar a los cristianos para dominarlos. Los jueces dictaron que el Talmud, el libro sagrado de los judíos en el que se contienen sus tradiciones, sus doctrinas, sus ceremonias y sus preceptos, fuera condenado por herético y se ordenó que cuantos ejemplares fueran requisados se quemaran en hogueras en las plazas públicas.
Teresa creyó que se avecinaban tiempos peores. Las noticias que traían los peregrinos de Francia y del Languedoc no eran nada halagüeñas. La larga época de bonanza y paz que se vivía parecía tocar a su fin. Los judíos comenzaron a ser perseguidos en Europa y pronto llegaría la ola de odio contra ellos a Castilla. Entre los judíos burgaleses había algunos que se habían enriquecido gracias al comercio de la lana. No eran pocos los cristianos que los envidiaban y que deseaban verlos arruinados cuanto antes.
Además, ese año la cosecha no había sido tan buena como se esperaba y en algunas regiones estallaron conflictos, pues los señores exigían a sus vasallos campesinos el mismo nivel de rentas que en los años de bonanza, que en esa temporada no podían satisfacer so pena de pasar verdadera hambre. En Burgos, la muerte de don Mauricio podía desatar una lucha por el control del obispado, pues eran muchas las rentas de que disfrutaba y eso podía provocar no pocas apetencias.
Sin embargo, el rey Fernando atajó las posibles disputas por el obispado burgalés con un hábil golpe de mano. Tras varios meses sin obispo, el rey nombró prelado de Burgos a don Juan, que lo era de Osma desde hacía siete años. Don Juan era uno de los personajes de la Corte en los que más confiaba el rey, no en vano era su canciller desde que con diecisiete años tomara posesión del trono por renuncia y transmisión de su madre doña Berenguela. Don Juan había sido nombrado obispo electo de León desde hacía un año por el papa Gregorio IX, pero ahora era necesario en Burgos para asentar la política eclesiástica planeada por el rey de Castilla y León.
Don Fernando puso todo su tesón en ello y el Papa rectificó. El rey tuvo que emplearse a fondo con el cabildo burgalés, pues los canónigos no querían a don Juan como nuevo prelado, ya que deseaban influir en el sucesor de don Mauricio y que al menos se contara con ellos para la elección. La presión del rey Fernando obtuvo sus frutos y al fin el cabildo aceptó el nombramiento de don Juan como nuevo obispo de Burgos. Pocos meses después llegó la ratificación pontificia.
Uno de los canónigos, llamado Aparicio, el más veterano de todos, había defendido la propuesta del rey indicando que, aunque el nuevo obispo no era de su agrado, sus funciones como canciller del reino lo mantendrían cerca del rey todo el tiempo, y que por tanto debería ausentarse durante largos períodos de la ciudad, como había ocurrido durante su episcopado en Osma, de modo que tendrían las manos libres para poder ejercer su influencia en la diócesis, cosa que no habían podido hacer durante el mandato del autoritario don Mauricio.
El cabildo aprobó también que se labrara un sepulcro para don Mauricio y que se colocara en la nave mayor en la zona de la cabecera, al lado izquierdo del centro del crucero; le encargaron a Enrique que presentara un boceto y que lo ejecutara cuanto antes. Para ello, el cabildo aprobó una cantidad extraordinaria de dos mil maravedís.
Para entonces, las obras arquitectónicas del crucero y de sus dos fachadas ya estaban acabadas y las esculturas de ambas portadas listas en los almacenes para ser colocadas. Los tallistas desplazados desde Amiens y Bourges habían acabado su trabajo, habían cobrado y muchos de ellos habían regresado a Francia.
El nuevo obispo mantuvo una reunión con el cabildo. Los canónigos se mostraron correctos, pero era evidente que don Juan nunca supliría la ausencia de don Mauricio. Don Juan ratificó que el sepulcro de don Mauricio fuera ubicado en el centro del crucero. El sepulcro sería de piedra, pero la tapa iría fabricada en madera con una chapa de cobre dorado que se decoraría con esmaltes de Limoges.
También se acordó que las figuras de piedra para las portadas del transepto comenzaran a colocarse en los lugares para los que habían sido talladas. A mediados del año 1240 todas las figuras estaban en su sitio. La portada del Sarmental lucía esplendorosa, con la estatua de don Mauricio en el parteluz de la puerta, como dando la bienvenida a cuantos entraban en la catedral por el portal sur.
Los miembros del taller de Teresa Rendol comenzaron a pintar la portada del Sarmental a mediados del verano. Durante varios días Teresa y Enrique habían discutido sobre los colores más apropiados para pintar las figuras de la portada. Teresa era partidaria de pintar las figuras en tonos cálidos, como el rojo, el amarillo y el ocre, dejando para los fondos el azul y el verde.
—Los colores fríos provocan la sensación de lejanía, en tanto los cálidos acercan la figura al observador. Si se pintan así, parecerá que existe mucha más profundidad en las escenas de los tímpanos.
Enrique la miraba asombrado.
—Es increíble que sepas tantas cosas acerca del arte de la pintura.
—Me las enseñó mi padre; era el mejor pintor de frescos del mundo.
—El mundo es muy grande —replicó Enrique.
—Ya lo sé, pero seguro que nadie ha pintado como él.
—Tenemos que lograr atraer la atención de los peregrinos —dijo Enrique—. Esta catedral no es un templo cualquiera. Mi tío planificó un crucero muy amplio y destacado, de una sola nave, como símbolo de acogida a los peregrinos que van a visitar la tumba del apóstol Santiago. Cuando visité Compostela observé que su catedral tiene un crucero con tres naves, que le hace perder sensación de grandiosidad, aunque ofrece un aspecto mucho más intimista. En cambio, el crucero de la catedral de Orense, también construida en el viejo estilo, sólo tiene una nave pero le falta la luz y la ligereza del nuevo estilo. Estas nuevas catedrales de la luz necesitan amplios espacios para manifestar toda la fuerza de su luminosidad.
—Mate —avisó Teresa.
Los dos amantes estaban jugando una partida de ajedrez mientras charlaban.
Teresa había aprendido a jugar con su padre, en tanto Enrique lo había hecho en París. Enrique cogió la figura del rey negro con su mano izquierda; las figuras estaban talladas en marfil y el tablero era una obra de taracea en madera de haya y ébano.
—Este tablero es muy bello.
—Lo compró mi padre en Compostela a un mercader italiano que reside en Málaga.