—Si vuestras mercedes estáis de acuerdo, por mi parte apruebo los planes del maestro Enrique —dijo el obispo.
Un murmullo de asentimiento se extendió entre los canónigos.
—En ese caso —prosiguió don Mauricio—, adelante con vuestro proyecto, maestro Enrique, tenéis nuestra venia para continuar.
T
eresa Rendol estaba inspeccionando unas tablas que un aprendiz del taller de Mateo Sarracín le acababa de dejar en casa. La abadesa del monasterio de Las Huelgas le había encargado un retablo en cuya escena central se representara la Coronación de la Virgen y en las laterales episodios de la vida de María niña.
La madera parecía de buena calidad, estaba bien curada y las tablas perfectamente ensambladas.
Teresa ya imaginaba aquella madera cruda y marrón convertida en pocas semanas en un magnífico retablo que sería el orgullo del monasterio femenino. Un aprendiz del taller interrumpió sus pensamientos.
—Está aquí el maestro Enrique —le anunció el aprendiz.
La joven apenas pudo sobreponerse.
—¿Aquí, en casa?
—Sí, señora; solicita que lo recibáis.
—Dile que pase.
El aprendiz regresó enseguida con Enrique, hizo una reverencia y se marchó.
Los dos jóvenes maestros quedaron frente a frente, de pie, apenas a tres pasos de distancia.
—Perdonad mi brusquedad de hace unos días. Creo que no estuve demasiado cortés con vos, y permitidme que os presente mi pesar por la muerte de vuestro padre. Don Arnal era un gran pintor y una excelente persona.
—Gracias, don Enrique. Yo también estuve poco amable.
—Estás bellísima; jamás he visto a una mujer tan hermosa como tú —dijo Enrique de pronto, sin poder contener ese impulso.
—Gracias, pero no es así como ahora entienden los poetas la belleza de la mujer.
—¿Ah, no?, ¿y cómo es para esos poetas una mujer bella?
—Lo sabes bien, pues lo oíste conmigo a los juglares en Compostela: piel blanquísima y mejillas rosadas, con el cabello cortado sobre la oreja, la frente blanca y lozana, «cara fresca como manzana», como se dice en algunos versos…
—Nariz proporcionada y recta, boca mesurada y dientes blancos, ojos negros y risueños, labios rojos algo gruesos, cintura estrecha y talle bien plantado… —continuó Enrique.
—Mis ojos son melados…
—Jamás he visto otros tan hermosos.
—Ha pasado mucho tiempo… —dijo Teresa.
—No he dejado un solo día de pensar en ti. Y por lo que veo en tus ojos…
—¿No te has casado?, a tu edad la mayoría de los hombres ya lo han hecho.
—No; no encontré en París ni en Chartres ninguna mujer que me recordara a ti.
—Apenas me conoces; sólo estuviste un mes en Compostela…
—Tú tampoco te has casado.
Teresa estuvo a punto de confesarle que entre los cátaros el matrimonio era contemplado como una especie de fraude a la naturaleza, pero prefirió mentir.
—No he tenido ningún pretendiente que pidiera mi mano. Tal vez los hombres huyan espantados cuando se enteran de que soy maestra de un taller de pintura. No soy ese tipo de mujer que los hombres desean como esposa.
—En Francia se escriben novelas en las que la mujer ideal ha de ser pasional, amorosa, cariñosa y elegante. Y tú reúnes todas esas condiciones. No creo que no hayas tenido docenas de pretendientes.
—También presentan a la mujer con cierto miedo a ser engañada.
—¿Lees libros?
—Algunos. Tengo media docena que he comprado en la única tienda de libros del mercado de Burgos. Y entre ellos hay dos en francés. No te extrañes, mi padre me enseñó a leer y desde niña aprendí castellano y occitano; además, mi padre me enseñó francés y con tantos franceses como hay en estas tierras no es difícil practicar tu lengua. ¿Sabes que una buena parte de los grandes mercaderes de Burgos son franceses o descendientes de franceses, y que son ellos los que controlan el concejo?
—Claro, recuerda que viví casi un año en Burgos. ¿Y tú, cómo volviste aquí?
—Simplemente, me cansé de la lluvia y de las eternas brumas de Compostela; añoraba el cielo azul de Castilla —respondió Teresa.
—Dice un poema que son los ojos los que envían el mensaje al corazón, que es donde en verdad se ama. Y que después de la mirada, la dulzura de los besos, que es el primer juego de los amantes, conduce al amor.
—Pero también dice que una vez que se ha besado, cuesta dejar de besar al amante.
—Nosotros lo dejamos hace tiempo.
—Fue sólo un beso, un ligero y corto beso de amigo —repuso Teresa.
Enrique dio dos pasos y se colocó tan cerca de la maestra de taller que podía tocarla con sólo extender los brazos.
—¿Puedo volver a visitarte? —le preguntó Enrique.
—Como maestro de obra, cuando lo desees.
—¿Y como amigo?
—Si lo haces, pronto murmurarán sobre nosotros en Burgos.
—No me importa.
Teresa dio un paso y se colocó tan próxima a Enrique que sus labios casi se rozaban.
—Si te doy un beso, no podré parar; al menos eso dice la canción —repuso Teresa.
La joven maestra estiró un poco su cuello y sus labios se unieron en un delicado, largo y profundo beso.
—Todavía es mejor de como lo recordaba —dijo Enrique, que volvió a besar a Teresa.
—Los aprendices vendrán enseguida —repuso la maestra—. Tenemos que preparar esta tabla para que quede lista para pintar un cuadro; es un encargo para la abadesa de Las Huelgas.
—Volveré mañana —dijo Enrique.
Don Mauricio estaba contento. El rey Fernando seguía adelante con sus planes de conquista de al-Andalus, pero la guerra permanente no suponía, al menos por el momento, ninguna merma en las rentas del obispado. El soberano de Castilla tenía suficiente para mantener a su ejército con el botín que lograba tras cada una de sus conquistas y en sus razias de saqueo por el valle del Guadalquivir. En la zona oriental, junto a las costas del Mediterráneo, el joven rey Jaime I de Aragón había superado una difícil minoría de edad en la que los nobles del reino habían logrado importantes privilegios aprovechando que los Estados agrupados en torno al viejo reino pirenaico habían atravesado unos años difíciles ante la imposibilidad de que don Jaime pudiera ejercer con autoridad su soberanía debido a su escasa edad.
Con los musulmanes en permanente retroceso en el sur, los Estados del rey de Aragón parecían la única fuerza capaz de discutir la hegemonía castellana en la Península que un día los romanos denominaran como Hispania. Había incluso quienes sostenían que el rey de Castilla se convertiría en un día no muy lejano en señor de todos los reinos y Estados entre los Pirineos y el estrecho de Gibraltar, y soñaban con una monarquía unida en torno al legendario trono de los godos, del que algunos cronistas sostenían que los reyes de Castilla y de León eran los legítimos herederos.
A la par que el poder y la fama de don Fernando, en Castilla seguían creciendo los bienes materiales, los campos producían abundantes frutos y las mercancías de todo tipo y procedencia atiborraban los mercados y las tiendas de las ciudades. Tal era la prosperidad, que decenas de juglares y trovadores se ganaban la vida cantando y declamando por plazas y mercados hermosas o trágicas leyendas de personajes del pasado, como el conde Fernán González o el caballero Rodrigo Díaz de Vivar, que ya se había convertido en el principal héroe de Castilla.
Durante el invierno, Enrique de Rouen dibujó los planos de la nave de la catedral de Burgos, seleccionó al personal de los talleres, mantuvo numerosas entrevistas con el cabildo, con el obispo don Mauricio y con los maestros de los talleres y recorrió las canteras de los montes al sureste de Burgos en busca de las mejores vetas de piedra caliza para labrar los sillares.
A fines del invierno del año del Señor de 1234, la catedral vieja de Burgos había sido casi totalmente derribada. Ante el crucero de la nueva catedral se extendía un amplio solar perfectamente allanado para ubicar la nave del nuevo templo.
Y entre tanto, el obispo don Mauricio seguía empeñado en hacer valer sus privilegios sobre todos los eclesiásticos de su diócesis. No contento con extraer rentas y derechos de todas las aldeas, monasterios y parroquias que se ponían a su alcance, utilizaba su cargo de obispo para actuar como juez en numerosos pleitos entre religiosos o laicos y dictar sentencias inapelables que siempre resultaban favorables a sus intereses. Para ello contaba con el beneplácito del rey don Fernando, cuya vida parecía dedicada en exclusiva a extender los dominios de Castilla, y con ellos la Cristiandad, por toda la tierra de los musulmanes.
Aquella primavera Teresa había acabado la tabla que le encargara meses atrás la abadesa de Las Huelgas. La maestra de pintura estaba muy contenta porque había logrado al fin un azul muy similar al color del cielo de Burgos en los mediodías de principios de junio, cuando el aire es más luminoso y la luz más brillante y pura.
Mateo Sarracín, el maestro carpintero, se había desplazado con Enrique a los pinares de la sierra de Mencilla, donde el rey don Fernando había autorizado a don Mauricio a extraer cuanta madera hiciera falta para continuar las obras de la catedral nueva.
Durante una semana fueron seleccionando los mejores y más gruesos y altos pinos, cuyos troncos serían necesarios para preparar las vigas de la techumbre de la nave, que Enrique pensaba comenzar a levantar enseguida. Pocos días antes el cabildo y el obispo habían aprobado el plan de Enrique, con el encargo de que realizara la obra en el menor tiempo posible.
Una vez seleccionados los árboles que debían abatir, los maestros Enrique y Mateo se retiraron a la villa de Palazuelos, donde habían decidido establecer una serrería para trabajar los troncos hasta dejarlos listos para ser transportados a Burgos.
Aquella noche de mediados de junio estaban cenando un potaje de lentejas con tocino, queso fresco con miel y nueces. Habían caminado todo el día desde la sierra y habían llegado cansados pero alegres por el trabajo realizado.
El maestro carpintero había devorado un buen plato de lentejas y reclamaba otro. Por el contrario, Enrique todavía tenía sobre la mesa más de media ración sin consumir.
—¿Estáis desganado? —le preguntó Mateo.
—No, no.
—Es por causa de doña Teresa, ¿verdad?
—¿Cómo?
—Doña Teresa. Vamos, os he visto mirarla como un garañón en celo.
—¿Yo…? —Enrique se ruborizó.
—Esa mujer es extraordinaria; os lo aseguro. Si yo estuviera en vuestro lugar, jamás dejaría escapar a una hembra como ella.
—¿Y cómo sabéis…?
—Conozco a doña Teresa desde hace tiempo; yo le he preparado todas las tablas para sus cuadros y retablos. Creedme, don Enrique, que, si tuviera veinte años menos y estuviera soltero, haría todo lo posible para que esa mujer fuera mía. Por cómo la miráis, presiento que es de vuestro agrado, y por cómo os mira ella, creo que os corresponde. Ambos sois jóvenes y solteros, a nadie en Burgos le extrañaría que os casarais.
—Apenas la conozco —dijo Enrique.
—Una mujer así no tiene dobleces.
—Parece que entendéis bien a las mujeres.
—Mi padre nació musulmán; luego, poco antes de que yo naciera, se convirtió al cristianismo y se casó con una cristiana de Hontoria. Fui bautizado en la catedral vieja de Burgos y me educaron en la fe de Cristo, pero mi padre me contó muchas cosas del Islam antes de morir. Todavía guardo un libro de poemas en los que se alaba a la mujer como la más perfecta obra de la Creación. Está escrito en árabe; lo hizo un poeta cordobés hace dos siglos. Mi padre me enseñó a leer y a escribir en árabe, y también me contó el respeto y a la vez la pasión que el Profeta sentía por las mujeres.
—En mi país, en Francia, la mujer se considera inferior al hombre, pues así lo dice la Biblia.
—Y entre los cristianos viejos castellanos también, aunque, desde que han llegado esas extrañas modas por el Camino Francés, los castellanos más cultos han comenzado a ver a la mujer de otra manera.
—¿Conocéis la historia de Erec y Enid? —le preguntó Enrique.
—No, nunca he oído hablar de ellos, ¿quiénes son? —demandó Mateo Sarracín.
—Es una vieja historia que se cuenta en mi país; la escribió Chretrien de Troyes, nuestro más famoso autor. Erec era uno de los caballeros de la Tabla Redonda, hijo del rey Lac y compañero del rey Arturo; Enid era su esposa. Entre los dos jóvenes surgió el amor como las flores de los manzanos en primavera, y cuajó hasta que se convirtieron en esposos y en reyes. Es una hermosa historia de amor que acaba bien.
—¿Así de sencillo?
—Sí, así de simple —repuso Enrique—. Las historias de los caballeros de la Tabla Redonda suelen ser trágicas, y casi todas ellas acaban mal, de manera sangrienta, pero la de Erec y Enid es una excepción, ¿y sabéis por qué?
—Sí, claro que lo sé: triunfó el amor de los dos esposos.
—¿Y sabéis cómo se enamoraron?
—No.
—Pues a través de la mirada; una mirada que los reconfortaba a ambos, una mirada en la que ambos encontraban el amor del otro.
—Ese sentimiento y la forma de expresarlo son comunes a cristianos y musulmanes, don Enrique. En el libro del que os he hablado, los enamorados también intercambian miradas cómplices. Las mismas miradas que yo he visto cruzar entre vuestros ojos y los de doña Teresa. Vuestra falta de apetito es debida a que no podéis dejar de pensar en ella, ¿no es así?
Enrique asintió con la cabeza.
—Sí; no he podido olvidarla desde que la conocí en mi viaje a Compostela, cuando yo era oficial bajo la dirección de mi tío Luis. Su recuerdo me persigue a todas partes, su imagen siempre está presente en el interior de mi cabeza.
—Eso se llama amor, don Enrique, y es un mal bastante frecuente en nuestro siglo. Pero no os preocupéis por ello; si no consigue anular vuestra voluntad, no es demasiado peligroso.
Mateo Sarracín comenzó a dar buena cuenta del segundo plato de lentejas. Enrique intentó hacer lo propio con lo que restaba del primero, pero su estómago parecía estar bloqueado por una especie de barrera que le impedía ingerir un solo bocado.
D
e regreso a Burgos, Enrique visitó en cuanto pudo a Teresa. La maestra de pintura lo esperaba en una pequeña sala en la que olía a una delicada mezcla de anís, hinojo y comino. Teresa solía tomar pequeñas infusiones de esta mezcla de hierbas después de comer, pues propiciaba un aliento fresco.