—¿Consideráis que debo ir a París en su busca?
—No en estas circunstancias. No es el momento adecuado. En vuestra situación, yo esperaría a que regresaran a Chartres. En el peor de los casos, no creo que se demoren más de una semana.
»Podéis instalaros entre tanto en el hospital de los hermanos menores, la nueva congregación de frailes de origen italiano que siguen las enseñanzas de san Francisco de Asís. Jamás se vio en la iglesia un proceso de canonización tan rápido. Apenas habían transcurrido dos años de su muerte y ya fue colocado en los altares. ¿Sabéis que le salieron los estigmas de la Pasión cuando se retiró a meditar? Dicen que era hijo de un rico comerciante de tejidos y que en su juventud llevó una vida disoluta, siempre en pecado. Pero se le mostró el Señor y le pidió que arreglara su casa, que dijo que se derrumbaba. ¿Derrumbarse la casa de Dios? Fijaos, hermanos burgaleses, en la casa que le hemos construido a Dios en Chartres. San Francisco predicaba la sencillez y la pobreza, y creo que en alguna ocasión bordeó la herejía. La pobreza… La mejor manera que tiene el hombre de alabar a Dios es engrandeciendo su nombre con obras maravillosas. En nombre de la pobreza nunca se ha construido nada importante.
»Más le hubiera valido a san Francisco convertir a los sarracenos cuando marchó a la Cruzada. Este nuevo santo fracasó en su misión y no logró atraer ni a uno solo de esos infieles al seno de la Iglesia y de la verdadera fe. Pese a todo, esos hermanos os atenderán bien. Id con ellos y no olvidéis darles una buena limosna, es para los pobres.
—Así lo haremos. Gracias por vuestros consejos.
Martín Besugo comunicó a los restantes miembros de la embajada castellana que tendrían que esperar algunos días hasta que Enrique de Rouen retornara de París.
Isabel de Rouen aguardaba ansiosa el regreso de su marido y de su hijo. Un correo le había anunciado que estarían en Chartres aquel mismo día poco antes de anochecer. Y así fue. Juan y Enrique de Rouen aparecieron al fondo de la calle cuneándose sobre sus mulas y seguidos por dos criados. Isabel acababa de cumplir los cincuenta años de edad, algunas arrugas surcaban las comisuras de sus labios y el entorno de sus ojos y su cuello ya no tenía la piel tersa y lisa de antaño, pero mantenía un porte de distinción y un aire de elegante atractivo. Sólo había tenido un hijo, Enrique, pues en el segundo parto una niña nació muerta, y desde entonces, y de eso hacía ya más de veinte años, doña Isabel no había vuelto a quedar embarazada.
En cuanto vio las caras de su esposo y de su hijo, supo que Enrique había obtenido el grado de maestro.
—¿Lo has conseguido, verdad, lo has conseguido? —preguntó mientras se abrazaba a los dos hombres.
—Y con una brillantez extraordinaria, querida esposa. Puedes estar bien orgullosa de tu hijo, mujer, es un enorme escultor, tal vez el mejor que he visto hasta ahora, y uno de los maestros de obra con más futuro de Francia. Tenías que haber estado allí, en el aula de la universidad, con los cinco maestros del tribunal sentados en su banco, rígidos y serios como esculturas antiguas, y Enrique delante de ellos, contestando con rapidez y seguridad a todas sus preguntas. Y después, el trabajo de talla. ¡Cómo se quedaron cuando contemplaron la figura que Enrique había esculpido en apenas seis días! Era una Virgen en pie, con la pierna izquierda ligeramente adelantada, lo que hacía destacar los pliegues de la túnica tallados de un modo que parecían hechos de verdadera lana en vez de dura piedra.
»Y su idea de la luz, y de las medidas… Los ojos del maestro Rochenault se iluminaron como dos antorchas cuando Enrique explicó cómo quería jugar con la luz en el interior del templo.
»Y aquí está el título.
Juan de Rouen mostró el pergamino sellado por los lacres de la Universidad de París, del Concejo de la ciudad y de la Corporación de maestros que autentificaban que Enrique de Rouen había obtenido el grado de maestro de obra por unanimidad del tribunal.
Isabel besó en los ojos a su hijo y lo abrazó con fuerza.
—Un nuevo maestro en la familia. La saga de los Rouen se perpetúa —dijo—. ¡Ah!, por cierto, casi se me olvidaba, hace ocho días se presentaron en casa, acompañados por el secretario del señor obispo, unos hombres que dicen ser embajadores del obispo de la ciudad castellana de Burgos. Uno de ellos viene todas las tardes para comprobar si ya habéis regresado de París.
—¿Sabes cómo se llaman?
—Sólo sé el nombre de uno de ellos, el que parece mandar sobre los demás. Su nombre es Martín Besugo, y afirma que es el sacristán de la catedral de Burgos.
—Bien, mañana hablaremos con ellos —dijo Juan—; es probable que traigan nuevas noticias de la muerte de mi hermano Luis. Me gustaría saber algo más sobre cómo murió y cómo fueron sus funerales. En la carta en la que el obispo de Burgos nos comunicaba su muerte apenas decía otra cosa que cayó de lo alto del andamio y que lo enterraron en la nueva catedral.
—No tenía hijos; tal vez dejó un testamento con sus bienes a nuestro nombre y ahora nos traigan esos bienes. Éramos su única familia.
—Imagino que si tenía alguna propiedad ya estará en manos de la Iglesia, o de algún noble avezado que se habrá quedado con ella a cambio de unas monedas. Mañana hablaré con ellos.
—Querido esposo, no han preguntado por ti; con quien desean hablar es con Enrique.
—¿¡Con Enrique!?, ¿qué hiciste en Burgos, hijo?, ¿dejaste alguna cuenta pendiente?
—No, padre, no. No sé qué pretenden.
—Mañana saldremos de dudas. Y ahora, mujer, prepáranos algo de cenar que venimos hambrientos.
El sacristán de Burgos se presentó en la casa de Juan de Rouen a mediodía. Un puchero con carne, nabos y cebollas hervía al fuego del hogar mientras en la cocina olía a pan recién horneado y a manteca.
—Vos sois el burgalés —afirmó Juan.
—Así es, maestro. Mi nombre es Martín Besugo y soy…
—Ya sé quién sois. Mi esposa me ha informado de que hace varios días preguntáis insistentemente por mi hijo.
—En efecto, maestro. Vuestro hijo causó una gran impresión en nuestro señor el obispo don Mauricio; ha sido él quien me ha encargado que viajara hasta Chartres en busca de don Enrique. No sé si sabréis que vuestro hijo labró una escultura de cuerpo entero con la imagen de don Mauricio para ser colocada en el parteluz de la puerta sur de nuestra catedral.
—Lo sé, mi hijo me lo contó hace tiempo.
—Vuestro hermano Luis era un gran maestro, pero su muerte provocó la interrupción de las obras. Me acabo de enterar de que don Enrique, vuestro hijo, ya es maestro de obra, os felicito por lo que os toca en ello, y me alegro sobremanera, porque he venido a proponerle en nombre de mi señor don Mauricio que acepte el encargo de ser el nuevo maestro de obra de la catedral nueva de Burgos. Sería un honor que otro Rouen continuara lo que don Luis inició. Vuestro hijo trabajó muchos meses en Burgos, por ello estimamos que conoce la catedral como nadie, y que tal vez sepa cuáles eran los planes de don Luis, porque, salvo un plano muy esquemático que nos dejó, nada más sabemos de cómo ideaba la continuación.
»Si os he de ser sincero, estamos atascados en la cabecera y en el transepto; falta construir toda la nave, rematar las dos fachadas del crucero y fijar la portada principal. Necesitamos a vuestro hijo, don Juan.
—Yo no tengo nada que decir, señor sacristán. Mi hijo es maestro de obra y ha de ser él quien tome sus propias decisiones.
Martín Besugo miró a don Enrique con cara de súplica.
—Don Mauricio me dijo que, si os encontraba, no regresara sin vos, maestro. Y desde luego que no pienso hacerlo. Si no volvéis conmigo a Burgos, pediré asilo en algún convento de esta tierra. Ya sabéis cómo las gasta su eminencia.
—Señor sacristán, dejadme que lo medite unos días. Vuestra propuesta me ha sorprendido, ahora no estoy en condiciones de decidir con plena convicción.
—Claro, claro, maestro Enrique, tomaos el tiempo que necesitéis, nosotros podemos esperar. Ya os he dicho que no pienso regresar sin vos.
»Estamos hospedados en el hospital de los hermanos de Francisco de Asís, ese convento de frailes italianos…
—Sí, sí, ya lo sé —repuso Enrique.
Martín Besugo hizo una inclinación de cabeza y se retiró.
—Si lo deseas, ya tienes tu primer encargo, hijo.
—Voy a aceptar su oferta, padre.
—¿Y por qué no se lo has confirmado ya?
—Hay que hacerse desear un poco. Me lo enseñó el tío Luis.
—Tu tío era un hombre extraordinario; lástima que muriera tan pronto.
—Él me enseñó muchas cosas, padre, aunque lo que he conseguido te lo debo sobre todo a ti.
—Haz lo que consideres correcto, hijo. Bueno, si te vas a Castilla, tu madre sentirá que se le rompe el corazón. Eres nuestro único hijo, y ella te quiere con locura. Pero es una mujer muy serena y sabe que su retoño tiene que volar algún día por sí mismo. Al fin y al cabo, empeñó toda su vida para enseñarte a hacerlo.
—Crees que debo decírselo ya.
—No. El sacristán de Burgos ha dicho que no tenía prisa, que tomaras tiempo para decidirte. Espera una semana al menos, y empléala en estar con tu madre. Si te vas a Burgos tal vez no vuelvas a verla.
—No digas eso, padre.
—Tu madre y yo hemos cumplido ya los cincuenta. A estos años la muerte espera al acecho agazapada para atraparte en cualquier momento. Son muy pocas las personas que sobrepasan esta edad. La vida es así, hijo mío. Venimos al mundo para morir, y nadie puede evitarlo.
—Haré lo que dices, padre.
—Una semana, tan sólo una semana y luego podrás marcharte a Burgos. Además, bueno, nunca te lo he preguntado, pero creo que en Castilla esperas encontrar algo más que una catedral. ¿No es así?
—Hay una muchacha. Se llama Teresa, Teresa Rendol. Trabaja en Compostela, en el taller de su padre, el maestro de pintura Arnal Rendol. Ya te dije que estuve trabajando con ellos unas semanas cuando hice la peregrinación a la tumba del apóstol.
—De eso hace dos años, y por lo que veo, todavía no la has olvidado.
—Si la conocieras, padre, ¡cómo poder olvidarla!
—¿Y ella, crees que sentía lo mismo hacia ti?
—Creo que sí.
—En ese caso estará esperando.
—No sé, ha pasado mucho tiempo, más de dos años…
—Te espera, hijo, ya lo creo que te espera. Vamos, aprovecha estos días para estar con tu madre y luego vete a Burgos. A veces el destino nos alcanza sin que podamos evitarlo.
No hizo falta decirle a Isabel de Rouen que su hijo Enrique se iría muy pronto de Chartres. Lo supo en cuanto vio en los ojos del joven maestro una contradictoria mirada, a la vez melancólica y esperanzada.
Durante una semana pasearon juntos por los caminos arbolados de los alrededores de Chartres, los dos solos. Hasta que llegó el día.
Martín Besugo comenzaba a impacientarse, una semana después de que le ofreciera a Enrique de Rouen la dirección de la obra de la catedral de Burgos en nombre del obispo don Mauricio. Un aprendiz de Juan de Rouen se acercó hasta el convento de los hermanos de Francisco de Asís para decirle que el hijo de don Juan reclamaba su presencia en la casa familiar.
El sacristán de Burgos salió presto con la esperanza de que la respuesta de Enrique fuera afirmativa.
—Iré con vos a Burgos —le dijo Enrique nada más verlo.
—¡Qué alegría me dais, don Enrique, qué alegría! Y don Mauricio… no sabéis cuánto os aprecia desde que labrasteis aquella escultura suya. No pasa un día que no se acerque al taller para contemplarla.
—No hemos hablado de mis honorarios.
—En ese tema no escatimaremos ningún gasto, don Enrique. Gracias a Dios, las rentas de la diócesis son abundantes. El rey Fernando nos entrega de vez en cuando parte del botín de guerra que gana a los sarracenos, las donaciones generosas no faltan y las misas, los derechos de sepultura, las limosnas y las aportaciones para ganar indulgencias proporcionan un buen dinero. Podréis utilizar la casa en la que vivía vuestro tío, que el cabildo pone a vuestra disposición.
—¿Estáis autorizado para firmar el contrato?
—No, el contrato no, pero sí un aval por cincuenta maravedís que podréis hacer efectiva en Burgos como adelanto y cincuenta más que os entregaré hoy mismo si firmáis el compromiso previo.
—¿Cuándo partimos?
—En cuanto vos deseéis, don Enrique. Nosotros estamos preparados.
—¿Os parece bien el martes?
—¿Pasado mañana? Sí, sí, excelente. Cuanto antes mejor, así atravesaremos los Pirineos antes de que caigan las primeras nieves y estaremos en Burgos a fines del otoño, ya sabéis que en aquellas tierras de Castilla el invierno es muy crudo.
El último martes del mes de septiembre del año del Señor de 1233 Enrique de Rouen y los seis castellanos abandonaron Chartres en dirección sur por el Camino Francés. Al despedirse de su hijo, Isabel de Rouen supo que no volvería a verlo, y un escalofrío intenso y profundo le atravesó la espalda hasta alojarse en su herido corazón.
Durante algo más de un mes, Enrique de Rouen, Martín Besugo y sus cinco compañeros de viaje recorrieron la enorme distancia que separaba a Chartres de Burgos. Viajaron sin apenas descanso, avanzando etapa tras etapa a lomos de sus caballerías, que tuvieron que cambiar en San Juan de Pie de Puerto por otras de refresco.
A lo largo de la ruta se cruzaron con centenares de peregrinos que regresaban de Compostela tras haber cumplido con la peregrinación y antes de que comenzaran a caer las primeras nevadas. En todo el recorrido sólo tuvieron un contratiempo. Fue en Sangüesa, donde uno de los dos soldados fue coceado por una de las mulas, que lo dejó muy maltrecho.
En tanto esperaban a que un físico judío les dijera qué hacer con aquel hombre, Enrique aprovechó el receso en el camino para visitar la iglesia de Santa María la Real, en cuya portada descubrió asombrado una escena esculpida en piedra en la que el héroe germano Sigfrido forjaba su legendaria espada y luchaba con el dragón.
Recordó entonces un relato que había leído en la biblioteca de la Universidad de París en el que el héroe Sigfrido mataba al dragón y se bañaba en su sangre para conseguir la inmunidad, y cómo en el momento de sumergirse en el baño de sangre una hoja había quedado adherida a su espalda, dejando ese lugar como el único que no había recibido la cobertura de la sangre maravillosa y por tanto el punto débil por el que podía ser vencido y muerto Sigfrido. Al joven maestro aquella historia le recordó la de otro héroe, el belicoso Aquiles, que sólo tenía como punto débil el talón, al haber sido sumergido de niño en un baño de inmunidad que protegió todo su cuerpo salvo el talón por el que había sido sujetado al introducirlo en el baño.