El número de Dios (23 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

Cuando la tarde comenzaba a declinar sobre la suave colina de Chartres, Luis de Rouen abrazó a su hijo por el hombro y lo miró fijamente a los ojos.

—¿Qué pasa, padre? —preguntó Enrique.

—Sí, creo que ya estás preparado —le respondió Juan.

Teresa Rendol acababa de dar la última pincelada a una tabla en la que había pintado a la Virgen sentada en un trono, con el Niño sobre sus rodillas y rodeada de ángeles. Se trataba de un encargo que la reina madre Berenguela le había encomendado varias semanas atrás, semejante al que le había hecho su hijo el rey. La madre de don Fernando deseaba poseer un pequeño retablo que pudiera llevar consigo en sus desplazamientos por los reinos de su hijo. La tabla principal con la imagen de la Virgen y el Niño se cerraba con dos puertas ancladas con bisagras en las que también había pintados algunos ángeles. El retablo medía cinco palmos de alto por tres de ancho una vez cerradas las puertas, y la labor de madera había sido realizada por uno de los carpinteros del taller de la catedral de Burgos, que empleó para fabricarlo las proporciones en las medidas que le había enseñado Luis de Rouen.

La Virgen estaba sentada en un trono dorado; Teresa la había dibujado vestida con un manto carmesí y con la cabeza cubierta con un paño del mismo color. Sostenía al Niño sobre su rodilla izquierda y, para dar la sensación de movimiento que le enseñara su padre, tenía el cuerpo ligeramente girado hacia la izquierda y la cabeza ladeada e inclinada hacia abajo. Las dos manos de María sobresalían de unas amplias mangas de la túnica carmesí y destacaban por su palidez y por la delicadeza con la que sostenían a su hijo. El rostro era sereno y delicado, con una mirada tierna y protectora sobre una nariz recta y fina y unos labios estilizados.

El Niño era un prodigio de técnica pictórica. Vestía una túnica azul, de ese tono celeste tan intenso que tanto le gustaba desde niña, «como el azul del cielo de Burgos a mediodía», tachonado de estrellas doradas. Bajo la túnica, muy abierta, se mostraba un juboncillo de gasa casi transparente que parecía tan real que daba la impresión de estar pegado en vez de pintado sobre la tabla.

Al día siguiente de acabar el retablo, se presentó en el palacio real de Burgos para entregar el retablo a doña Berenguela. Lo transportó a lomos de una mula y la acompañaron dos de sus ayudantes. Teresa ordenó que lo llevaran a la capilla del palacio y que colocaran el retablito cerrado sobre un caballete de madera que también había ordenado preparar para que pudiera ser desplegado y apoyado en cualquier lugar sin necesidad siquiera de disponer de una pared para colgarlo.

Cuando la reina madre Berenguela recibió el aviso de que Teresa Rendol acababa de traer su encargo, bajó deprisa hasta la capilla.

—¿Dónde está, dónde está? —preguntó la reina, que a sus cincuenta y tres años conservaba la energía que tanto atrajera en su juventud al rey Alfonso de León.

Los presentes se inclinaron ante la figura de la nieta de la gran Leonor de Aquitania.

—Señora —habló Teresa—, ahí está vuestro encargo; espero que os agrade.

A una indicación de la maestra, los dos ayudantes abrieron las puertas del retablo y la imagen de la Virgen y el Niño apareció con todo su esplendor.

Doña Berenguela colocó las manos sobre su boca en señal de admiración.

—¡Es magnífico, doña Teresa, magnífico! ¿Pero cómo…, cómo habéis logrado que esos paños parezcan transparentes? —la reina acercó sus ojos hasta apenas un palmo de la pintura—. ¡Si puede verse la carne del Niño bajo su jubón!

—Es una técnica que llevo practicando hace tres años, señora. Un maestro de pintura italiano que peregrinaba a Compostela se hospedó en nuestra casa y nos contó que en Florencia y en Siena algunos pintores estaban utilizando este recurso. Me costó mucho tiempo conseguirlo.

—Pues lo habéis logrado, doña Teresa.

—Gracias, señora, pero todavía nos queda mucho que aprender.

—¿Por ejemplo…?

—El color de la encarnadura; aún no hemos logrado la mezcla de colores precisa. Y las manos. Y la perspectiva…

—¿La perspectiva? ¿Qué es la perspectiva? —preguntó doña Berenguela.

—Pues la manera de reflejar en la pintura el diferente tamaño de las cosas según la distancia a la que se encuentran desde el punto de observación. Mirad aquella puerta, señora.

Teresa Rendol señaló la puerta de entrada a la capilla que estaba abierta y dejaba ver al otro lado un pasillo largo y ancho.

—¿Y bien?

—Desde aquí vemos a las personas que están al fondo del pasillo mucho más pequeñas que las que están a nuestro lado, pero todas son de una altura similar. Pues con la perspectiva se trata de conseguir que en una superficie plana, como es una tabla o un muro, las figuras se contemplen con la misma sensación de lejanía o cercanía que el ojo logra por sí mismo.

—Vaya, ¿vos también intentáis imitar la obra de Dios, como quieren hacer esos constructores de catedrales? Ésta parece ser la obsesión de este siglo que nos ha tocado vivir: copiar a Dios.

—No, señora, no. Yo no pretendo eso, sólo deseo plasmar en mi pintura la belleza del mundo. Por eso jamás pintaré ni guerreros, ni a la muerte.

—Todo es obra de Dios.

—Dios no ha pintado este retablo —sentenció Teresa.

La reina Berenguela sonrió.

—Tened cuidado con lo que decís, muchacha; en el Languedoc o en la misma Italia algún clérigo impertinente podría acusaros de herejía por pronunciar palabras como ésas.

—Vos me habéis entendido, señora.

Doña Berenguela alargó la mano, que Teresa cogió y besó con delicadeza.

—Mi tesorero os pagará lo que queda pendiente de abonar por el retablo. Habéis hecho un gran trabajo. Este encargo y el que os hizo mi hijo el Rey os han convertido en la verdadera pintora de la Corte.

—Gracias, señora.

—Id con Dios, Teresa.

—Quedad con él, majestad.

De regreso a casa, Teresa ordenó a su criada que le preparara el agua para darse un baño. Solía hacerlo todos los viernes en una tina de madera que se llenaba de agua y se calentaba introduciendo piedras rusientes colocadas sobre el fuego de la chimenea de la cocina.

Teresa se desnudó y se sumergió en el agua tibia. Se sintió muy reconfortada al contacto de su piel con el líquido y satisfecha por haber conseguido que doña Berenguela, una mujer siempre fría y calculadora, se emocionara ante la imagen que había pintado para ella.

Mientras la criada le frotaba la espalda con un paño empapado en agua de Colonia, un perfume muy ligero que solía comprar en el mercado de los jueves a un comerciante a quien le traían cada dos o tres meses varias garrafas de este perfume desde la ciudad alemana de tal nombre, Teresa cerró los ojos y procuró recordar de nuevo el rostro limpio y luminoso de Enrique, y el roce de su mano mientras paseaban por las atiborradas calles de Compostela, y el sabor dulce de sus labios en aquel fugaz y único beso.

Unos golpes en la puerta de la cocina, que era la estancia de la casa donde Teresa se bañaba para aprovechar el calor del hogar y la cercanía del fuego para calentar el agua, la devolvieron a la realidad.

—¿Qué ocurre? —preguntó la criada.

—Soy Pedro, traigo una noticia importante —dijo uno de los aprendices.

—Pues aguarda, borrico, ya sabes que no se puede molestar a doña Teresa cuando se baña.

—Es muy importante.

—¿Qué hago? —le preguntó la criada a Teresa.

—Cubriré mi cuerpo bajo el agua.

—Pero, señora, se ve todo a través…

—Está bien, dame ese paño.

Teresa salió de la tina y cubrió su cuerpo. Los veintiún años de la maestra se mostraron por un momento en toda su plenitud.

—Un reino, mi señora, un reino daría cualquier príncipe por vos.

—Vamos, déjate de zalamerías y abre.

La criada se acercó a la puerta de la cocina y descorrió el cerrojo.

—¿A qué vienen tantas prisas? Más vale que en verdad sea importante la noticia que traes, si es que quieres cenar caliente esta noche.

Pedro era el más joven aprendiz del taller de Teresa. Era el quinto hijo de un carpintero de Burgos. Su padre lo había encomendado a Teresa porque el niño había mostrado desde muy pequeño cierta habilidad para el dibujo. Hacía dos meses que Teresa lo había admitido en su taller, en el que trabajaba a cambio de la comida y la enseñanza del oficio, aunque todas las noches, después de cenar, marchaba a dormir a su casa paterna, en el barrio de Santa Águeda.

—Continúan, las obras de la catedral van a continuar —dijo Pedro un tanto excitado.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo ha asegurado el sacristán del cabildo, don Martín Besugo. Ha estado en casa de mi padre para encargarle una mesa para la sacristía y le ha dicho que el señor obispo —Pedro se santiguó al nombrarlo— le ha ordenado que se prepare para viajar enseguida a Francia. Tiene que ir a buscar a un maestro de obra que al parecer sabe cómo continuar la catedral.

—¿Y dónde va a encontrarlo? —le preguntó Teresa mientras se secaba el cabello.

—En una ciudad que se llama Chartres, o algo así.

—¿Chartres? ¿Has oído bien ese nombre?

—Sí, Chartres, Chartres. Don Martín ha dicho que allí es donde vive el maestro que desean contratar para continuar las obras.

—¿Mencionó su nombre? —le demandó Teresa.

—Sí. Enrique…, Enrique de «Ruán», creo.

Al oír el nombre de Enrique, Teresa se levantó sobresaltada y el lienzo que la cubría se abrió ligeramente dejando ver uno de sus pechos, que la maestra cubrió con naturalidad y sin darle mayor importancia, mientras Pedro se ruborizaba hasta tal punto que su rostro parecía tan rojo como el tono carmesí con el que Teresa había pintado el manto de la Virgen para el retablo de doña Berenguela.

—En verdad que la noticia era importante —dijo Teresa para tranquilidad de la criada.

Martín Besugo encabezaba la pequeña comitiva que se había congregado en el patio del palacio episcopal de Burgos poco antes de amanecer. Eran seis hombres, dos de ellos soldados, a los que don Mauricio había encargado que fueran hasta Chartres en busca de Enrique de Rouen para ofrecerle la dirección de la continuación de la fábrica de la nueva catedral de Burgos.

A fines del verano, las madrugadas castellanas comenzaban a ser frescas y convenía abrigarse bien con una capa o un manto hasta al menos una hora después de la salida del sol. Los dos soldados inspeccionaban sus armas y ajustaban las correas y las cinchas de sus monturas, en tanto los otros componentes de la embajada revisaban la carga de las acémilas y ajustaban con cuerdas las cajas y sacos a los lomos de los animales.

El obispo don Mauricio había madrugado para darles la despedida. Poco antes de la salida del sol, había celebrado una misa en la nueva catedral en la que había pedido a la Virgen y a su hijo Jesucristo ayuda y protección para los hombres que de inmediato saldrían de Burgos en busca de un maestro que continuara las obras de la casa de Dios, interrumpidas desde la muerte accidental de Luis de Rouen.

Capítulo IV

E
l sacristán de Burgos y su pequeño séquito atisbaron las torres de la catedral de Chartres cinco millas antes de llegar a la ciudad. Hacía ya algunas semanas que los campos de trigo habían sido segados y abaleados, y la paja se amontonaba en pirámides de haces que algunos campesinos estaban recogiendo en carretas para guardar en los establos como alimento invernal para el ganado. El color verde de la primavera y el amarillo dorado del verano habían dado paso a un gris ocre que parecía inundarlo todo; un color muy similar al de los atardeceres de las campiñas de los ríos Loira y Sena, en cuyas orillas se recostaban villas y aldeas que parecían adormiladas a la sombra de imponentes fortalezas de piedra.

La embajada castellana se dirigió de inmediato al palacio episcopal, donde uno de los secretarios del obispo recibió a don Martín Besugo. El sacristán de Burgos le mostró el pergamino sellado en el que don Mauricio le otorgaba su representación y saludaba a los obispos y abades de las diócesis y monasterios que se encontrara en su camino desde Burgos a Chartres.

Los dos clérigos hablaron en latín.

—Don Mauricio nos ha enviado en busca de un joven maestro; bueno, creemos que ya será maestro de obra. Su nombre es Enrique de Rouen y era sobrino de don Luis de Rouen, el anterior arquitecto de la catedral de Burgos, que falleció al caer de un andamio cuando inspeccionaba los trabajos de demolición de la catedral vieja —dijo el sacristán.

—Supimos de la muerte de don Luis por su hermano. Es nuestro maestro de obra, don Juan de Rouen, padre de Enrique.

—¿Siguen ambos en Chartres?

—Ahora no.

—¿No? —se lamentó don Martín.

—Están en París. Creo que esta misma semana se examinaba el joven Enrique para obtener el grado de maestro. Su padre pidió permiso a su eminencia para acompañarlo.

—¿Van a regresar?

—Espero que sí. La esposa de don Juan se ha quedado en la ciudad.

—¿Y cuánto tiempo creéis que pueden tardar en volver?

—No sé… Nunca se sabe cómo resultan esos exámenes. Según dijeron, había al menos veinte candidatos para obtener el grado de maestro, pero el tribunal sólo concede tres, a lo sumo cuatro títulos cada año.

»Pero no os preocupéis —dijo el secretario al observar el gesto de contrariedad de don Martín Besugo—, Enrique de Rouen será uno de los elegidos. Su padre ha ido a París, y no creo que sus colegas del tribunal de maestros se atrevan a denegar el título al hijo del mismísimo Juan de Rouen, el nieto del gran Enrique el Viejo, constructores de la nueva catedral de Chartres. Además, la muerte de don Luis en Burgos ha dejado una deuda pendiente que su familia tiene que resolver.

—Pero tal vez no esté entre los mejores… —supuso don Martín.

—¿Sois así de ingenuo o simplemente lo estáis fingiendo? —preguntó el secretario—. Siempre hay uno o dos puestos reservados a los hijos de los maestros. Así funcionan las cosas, amigo. El hijo del rey será primero príncipe y después rey, el hijo del conde, conde, el del maestro de obra, maestro de obra, y el del campesino… bueno, el del campesino no podrá ser otra cosa que campesino. Así lo ha querido Dios y así debe seguir siendo para que el equilibrio del mundo no se quiebre.

»¿O acaso no suceden así las cosas terrenales en vuestra Castilla?

Martín Besugo asintió con la cabeza.

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