El número de Dios (19 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

Antes de finalizar ese año, el rey Fernando aprobó la concesión de una renta anual de treinta mil maravedís para sus hermanastras Sancha y Dulce, en compensación por su renuncia al trono leonés. Los compromisos económicos que el rey Fernando había adquirido a causa de las promesas y los pactos acordados en un solo mes eran enormes, pero entonces sus arcas estaban repletas por los cuantiosos donativos que los caudillos musulmanes de al-Andalus le habían entregado para que les ayudara a librarse del dominio almohade. La estrella de Fernando de Castilla y León brillaba más que nunca y en muchas partes de la Cristiandad se decía que tal vez fuera este monarca el elegido de Dios para acabar para siempre con la secta mahomética y el soberano que la Cristiandad llevaba siglos esperando, aquel que según las profecías aparecería en algún lugar de Occidente para conseguir el triunfo definitivo de la Cruz sobre los sarracenos.

Aquel mismo mes, mientras en León y en Benavente, en cuya plaza mayor el rey Fernando volvió a ser coronado ahora en presencia de la gente del pueblo, se celebraban las fiestas por la proclamación del nuevo rey, el cabildo de la catedral de Burgos se trasladó al nuevo templo. Para ello se habilitó el coro junto al altar mayor, y el crucero se cerró provisionalmente, en la zona donde comenzaría en su momento la nave, con un muro de mampostería, pues hasta entonces la cabecera y el crucero habían quedado abiertos, apenas protegidos por un pequeño murete no superior a la altura de dos hombres. Con motivo de tal ocasión, el obispo don Mauricio publicó una concordia por la que se regirían desde entonces las relaciones entre el cabildo y sus canónigos y el obispo de Burgos, se fijaba el número de prebendados y sus obligaciones y se organizaba el cabildo, en cuyo seno se podían juzgar causas eclesiásticas civiles y criminales en segunda instancia, pues el obispado de Burgos estaba sometido directamente al Papa.

Los canónigos tomaron posesión solemne de sus sitiales, y por el orden que indicaba su importancia y preeminencia se sentaron en el lado izquierdo del coro el arcediano de Burgos, el de Briviesca, el de Lara, el de Palenzuela, el abad de Salas y el de San Quirce, y en el derecho el deán, el cantor primero, el cantor segundo, el arcediano de Valpuesta, el sacristán, el abad de Franuncea y el de Cervatos. Con sus capas de satén y sus bonetes de seda negra parecían pavos reales a punto de cortejar a alguna de sus hembras.

Llovía a cántaros sobre las montañas que envolvían el puerto del Cebreiro como gigantes adormilados. Teresa Rendol y los cuatro aprendices de su taller se habían refugiado en una palloza en espera de que la intensa lluvia amainase y poder continuar su camino hacia Burgos.

Mientras la lluvia caía insistente, Teresa recordó lo sucedido aquel invierno. Aquejado de una enfermedad incurable que los médicos judíos de Compostela no habían podido sanar, había muerto su padre, el maestro Arnal Rendol. El pintor cátaro había conservado durante toda su vida y en el fondo de su corazón la religión de «los perfectos». Poco antes de morir, cuando fue consciente de que su vida se acercaba presurosamente a su final, habló con su hija Teresa y le confesó sus más íntimas creencias.

Le manifestó que había tenido que huir con su joven compañera, la madre de Teresa, de su ciudad de Pamiers porque había sido la única manera de escapar de la matanza que las tropas del Papa habían perpetrado contra los cátaros. Él era uno de los maestros de esa religión y si las tropas papales lo hubieran apresado hubiera sido ejecutado en la hoguera.

Le dijo que no había tenido miedo a morir, pero que el amor hacia su esposa había sido más fuerte que su deseo de resistir a la invasión del ejército pontificio y al sostenimiento de la verdad en la que él creía firmemente, y que había sido ese amor la única fuerza que le había empujado a abandonar su tierra y a su gente.

Durante ocho días, retirados en una pequeña aldea de la costa atlántica, en el cabo de Finisterre, allá donde se creía que acababan las tierras emergidas, Arnal Rendol le fue explicando a su hija sus creencias, y cómo las había mantenido en secreto durante tantos años.

Le enseñó que la religión de los cátaros procedía de Oriente y que sus prácticas y sentimientos se remontaban a los primeros tiempos del cristianismo, cuando la comunidad de creyentes era pura y limpia y los poderes terrenales, la ambición de los hombres y el anhelo de riqueza y fortuna no había corrompido todavía los corazones de los seguidores de Jesucristo. Arnal Rendol era un místico de una profundidad enorme. Desde que huyera de Pamiers había renunciado a practicar los ritos en los que creía, pero nunca había olvidado sus raíces y su fe. Le dijo a su hija que Jesús era el hijo de Dios, pero no Dios mismo, y que había sido enviado a la tierra para enseñar a los hombres el camino recto hacia el Padre. En consecuencia, la Virgen María no podía ser considerada la madre de Dios.

El mundo estaba regido por dos principios creadores opuestos, el bien y el mal, ambos muy poderosos, ambos originales, pues Dios, todo bondad y amor, no había podido crear el mal. El mundo había sido creado por el mal, por el demonio, y por tanto todo lo que existía en el mundo tenía su origen en el mal. De ahí que fuera necesario desprenderse de lo terrenal. El matrimonio no tenía razón de existir, pues la unión forzada de un hombre y una mujer atentaba contra Dios. La salvación sólo era posible entrando a formar parte de la Iglesia cátara, lo que ocurría cuando un ministro de «los perfectos» imponía las manos al nuevo creyente y lo aceptaba en la comunidad de la pureza.

En ese momento Arnal Rendol le pidió a su hija que se arrodillara y le impuso las manos sobre la cabeza acogiéndola en la religión de los puros, cuyo símbolo era la paloma. Le dijo que el catarismo proclamaba la igualdad de hombres y mujeres, y que por tanto, y a diferencia de la Iglesia de Roma, que no admitía a las mujeres como miembros del orden sacerdotal, entre los puros no había diferencias por el sexo.

Admitió que durante su vida había cometido muchos errores: la cobardía por haber huido de Pamiers permitiendo que muchos de sus amigos fueran quemados en la hoguera, el haber ocultado su religión durante tantos años, el haber compartido lecho con algunas prostitutas, no haber podido desprenderse de las miserias del cuerpo…

Sentada sobre la hierba, con el viento del oeste agitando sus cabellos, Teresa oyó las últimas confesiones de su padre mientras contemplaba cómo rompían las olas sobre las rocas del mar de Finisterre. De todo cuanto le dijo su padre, una idea le atormentó sobre todas las demás: que el matrimonio era un invento del diablo; porque desde que Enrique se marchó de Compostela, Teresa no había pensado en otra cosa que en volver a encontrarse con el joven francés para convertirse en su esposa.

Poco a poco dejó de llover sobre las montañas del Cebreiro. Teresa y su grupo de aprendices salieron de la palloza, cargaron de nuevo las dos mulas y los dos borricos con todas sus pertenencias y continuaron ladera abajo por el Camino Francés. Echaría de menos los prados verdes y frescos de Galicia.

Pocos días después llegaron a Burgos.

El papa Inocencio había dictaminado en una bula promulgada en 1206 que la Iglesia tenía la obligación de acudir en persecución de los herejes allá donde se encontraran para corregirlos de su error y devolverlos a la senda de la verdad. Poco antes de que Teresa Rendol llegara a Burgos, el papa Gregorio había fundado la Inquisición. Para atajar las herejías que amenazaban con descoser la Cristiandad, la Iglesia había aprobado unas nuevas normas destinadas a sus tribunales de justicia: los sospechosos debían testimoniar bajo juramento contra sí mismos, no tenían derecho a ser defendidos por un abogado y no cabía apelación a los tribunales inquisitoriales llamados del Santo Oficio. La Iglesia bullía en reformas y surgían nuevas órdenes religiosas que competían con las más antiguas.

Tras enterrar a su padre en Finisterre, en un pequeño cementerio junto a una ermita desde donde se veía el mar, bajo una lápida en la que Teresa dibujó una delicada paloma, la joven pintora, dueña ahora del taller, había decidido regresar a Burgos. A sus ayudantes del taller les dijo que allí habría más oportunidades y más trabajo, pero sólo era una excusa porque su corazón la impulsaba a buscar desesperadamente a Enrique. Su padre le había dicho poco antes de morir que procurara ser una mujer libre, tal cual él le había enseñado, y que aunque decidiera no seguir la senda de los puros y «los perfectos», que jamás olvidara cuanto le había revelado.

La ciudad le pareció más pequeña que cuando tuvo que marcharse con su padre varios años atrás, aunque, en realidad, en dos lustros Burgos había crecido bastante. Cada mes se avecinaban al menos un par de familias que llegaban de Francia o de la tierra de los vascos, de las húmedas y brumosas montañas del norte. Todo el espacio entre el cerro del castillo y el río Arlanzón estaba colmatado por nuevas casas y los nuevos pobladores habían comenzado a instalarse en el llano de la orilla izquierda, en un paraje denominado La Vega. En las calles principales se habían abierto numerosas tiendas que atendían a un mercado diario cada vez más amplio en el que los principales clientes eran los peregrinos y las gentes de las aldeas cercanas, que acudían a la ciudad a vender los productos excedentes de sus campos y de sus ganados para comprar con los beneficios productos fabricados en los talleres de la ciudad o traídos de otras partes. Algunos ricos mercaderes se habían construido lujosas casonas de piedra a lo largo de las calles más próximas a la catedral y muchos de ellos estaban amasando cuantiosas fortunas merced a las fructíferas relaciones comerciales que mantenían con Inglaterra, Francia y Holanda. Esos mercaderes compraban la lana de los abundantes ganados castellanos y la embarcaban en navíos en los puertos del Cantábrico, desde donde era transportada a Londres, Amsterdam, Brujas o Rouen, en cuyos telares se transformaba en paños de calidad.

Esa rica oligarquía urbana atesoraba mucho dinero y, siguiendo las modas que llegaban del norte de Italia y de Borgoña, comenzaba a gastarse buena parte de sus ingresos en embellecer sus casas. Fervorosos partidarios de la fe cristiana y ansiosos por no ser confundidos con judíos conversos al cristianismo o con herejes crípticos, decoraban sus casas con motivos religiosos, sobre todo con cuadros pintados sobre tabla.

Su padre se había mostrado reacio a pintar otra cosa que no fueran frescos religiosos en catedrales, parroquias o monasterios, pero Teresa había decidido que si quería mantener activo su taller no le quedaba otro remedio que atender los encargos de estos ricos comerciantes, siempre dispuestos a pagar una buena bolsa de monedas por un buen retablo que mostrar en la sala principal de su casa, o en su oratorio privado aquellos pocos que podían disponer de una capilla particular.

Burgos era sede principal de los reyes de Castilla. En verdad, los monarcas castellanos no disponían de una capital política, pero todos los habitantes del reino consideraban que Burgos era la primera de las ciudades de Castilla, y que como tal, disponía de una cierta preeminencia sobre las demás. Y desde que el rey Fernando se había convertido además en rey de León, los burgaleses todavía insistían más en su privilegiada posición, ahora compartida con la vieja sede de los reyes leoneses.

Nada más llegar a Burgos Teresa buscó una casa donde instalarse. La joven maestra tan sólo tenía diecinueve años, pero su resolución y su energía le habían hecho superar cualquier reticencia sobre su persona. Cuando se instaló en una casa con un amplio cobertizo en el pequeño arrabal de San Esteban, en la zona norte de la ciudad, algunos prohombres del concejo criticaron que una mujer viviera en la misma casa que los cuatro jóvenes aprendices de su taller, pero en aquellos tiempos las mujeres habían alcanzado una gran consideración, sobre todo en las ciudades del Camino Francés, y además prevaleció el acuerdo de procurar el avecinamiento de la mayor cantidad posible de nuevos pobladores.

La nueva consideración hacia la mujer ya no se fijaba tan sólo en el recuerdo de la inolvidable Leonor de Aquitania, sino también en el ejemplo de mujeres como la reina Blanca de Castilla, quien, desde que muriera su esposo el rey Luis VIII, se había convertido en regente del reino de Francia y ejercía su cargo con tal energía que cuantos nobles y caballeros se entrevistaban con ella admitían sin dudar que doña Blanca era digna nieta de Leonor de Aquitania.

Hasta la misma Burgos llegaban noticias traídas por juglares y peregrinos de la capacidad de doña Blanca. En Francia era criticada porque se decía que a la temprana muerte de su esposo, y ante la minoría de edad de su hijo Luis IX, se había rodeado de una corte de castellanos y extranjeros y que sometía a su hijo a un control tan severo que nadie tenía acceso al niño rey sin que ella lo autorizara. Pero a causa de ejemplos como ellas, a principios del siglo XIII se contemplaba a la mujer con cierta veneración y no poco respeto.

Teresa Rendol abrió su taller de pintura y envió a sus cuatro ayudantes para que ofrecieran sus servicios a todas las parroquias, conventos, cofradías, nobles y mercaderes principales de la ciudad. Tras comprar la casa del arrabal de San Esteban y algunas cosas imprescindibles, todavía le quedaban algunos ahorros, y bien podría aguantar seis o siete meses sin recibir ningún encargo, pero estaba convencida de que pronto comenzarían a llegar las primeras peticiones de obra. Entre tanto, y para mantener ocupados a sus cuatro aprendices, compró algunos productos para elaborar pinturas y decidió pintar varios cuadros sobre tabla. Comenzó por dibujar retratos de la Virgen María. La devoción mariana iba en notable aumento, y creyó que aquellos cuadros tendrían una fácil venta.

Cuando el maestro Luis se enteró de que se había abierto un taller de pintura en la ciudad y de que estaba dirigido por una jovencísima y bella mujer quiso conocerla personalmente, y se dirigió al arrabal de San Esteban.

Le abrió la puerta uno de los aprendices.

—¿Está la maestra? —le preguntó.

—¿Quién sois, señor?

—Luis, Luis de Rouen, maestro de obra de la catedral de Burgos. Me gustaría conocer a la dueña de este taller, tal vez tenga algún encargo para ella.

—Aguardad un momento, señor.

El aprendiz regresó enseguida y le invitó a pasar.

Luis permaneció de pie en el pequeño zaguán de la casa, en cuyas paredes colgaban dos retratos de la Virgen María casi terminados.

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