El número de Dios (22 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

—¡Majestad!

Teresa inclinó la cabeza y dobló ligeramente la rodilla tal como había visto hacer ante el rey a algunas damas de alta alcurnia en las ceremonias cortesanas a las que había asistido como espectadora.

—Es Teresa Rendol, majestad, la maestra del taller de pintura. Su padre fue el famoso maestro Arnal Rendol, a quien debemos los mejores frescos de la catedral vieja.

—Las mujeres castellanas son extraordinarias, señor obispo. Y aquí tenemos un ejemplo de ello.

—Gracias, majestad, pero para un pintor, ésta es una obra menor. El nuevo estilo apenas deja espacio para la pintura. Lo que antes eran grandes paredes que había que cubrir con murales, ahora son enormes ventanales que se cierran con multicolores vidrieras. Claro que siempre nos queda la pintura sobre tabla —asentó Teresa.

—¿Conocéis esa técnica?

—Por supuesto, majestad. Es mucho más fácil que pintar al fresco.

—¿Ah, sí?

—La pintura sobre cal fresca requiere de una gran rapidez de ejecución. Los pigmentos deben aplicarse antes de que la superficie fragüe, pues es necesario que cal y pintura se sequen a la vez para que queden íntimamente ligadas. Por eso, el pintor de frescos debe ejecutar su trabajo con una gran decisión, sin el menor titubeo.

»En cambio, la pintura sobre tabla puede hacerse de manera mucho más reposada. Incluso se puede corregir si te equivocas. Y además, siempre es más cómodo pintar en el taller, a plena luz del sol, que hacerlo encaramado en estos incómodos andamios, con poca luz y siempre forzando el cuello y la espalda.

—¿Podríais pintar alguna tabla para mí? —le preguntó el rey.

—Por supuesto, majestad. Mis ayudantes y yo vivimos de eso, de pintar.

—¿Y cuánto me costaría?

—Depende del tamaño de la tabla, de la complejidad del motivo y del tiempo que debamos emplear en ello.

—Digamos que os encargo un tríptico para llevar conmigo a todas partes y que pueda cerrarse sobre sí mismo con unas bisagras, de vuestra altura aproximadamente por una anchura similar.

—¿Y el motivo?

—El nacimiento de Cristo en la tabla del centro y dos ángeles músicos en las laterales.

—Humm… —Teresa lo pensó durante unos instantes—. Dos mil maravedís.

—¿Cuándo me lo entregaríais?

—En dos meses.

—De acuerdo. Uno de mis notarios preparará el contrato.

—La mitad por adelantado, majestad.

—¿No os fiáis de vuestro rey?

—La gente de mi taller tiene que comer mientras trabaja. Y os aseguro que se trabaja mucho mejor si se está bien alimentado.

—Sois una mujer muy decidida, señora.

—No he tenido otro remedio que serlo, majestad.

—Venid esta noche a palacio; la reina y yo ofrecemos una cena a los miembros del concejo de Burgos. Doña Beatriz está acostumbrada a cuidar de nuestros hijos, que ya son siete, y pronto habrá un octavo que está en camino, y suele aburrirse en estas veladas de la Corte en las que predominan hombres que sólo hablan de batallas y de política. Creo que vuestra compañía le agradará sobremanera.

—Os lo agradezco, majestad, pero…

—Un súbdito de Castilla no debe poner pero a su rey. Aceptad, señora; doña Beatriz y yo estaremos muy honrados con vuestra presencia.

Teresa contempló los ojos del rey, de los que emanaba una mirada serena y tranquila. A diferencia de otros monarcas, que solían invitar a sus palacios y castillos a cuantas mujeres les placía para luego acostarse con ellas, el rey Fernando siempre se había mostrado fiel a su esposa. En la Corte no se le conocía ningún amorío y se decía que seguía tan enamorado de la reina como la primera vez que la vio, cuando doña Beatriz era una joven princesa recién llegada del Imperio que apenas sabía balbucear algunas frases en castellano.

Las palabras del rey agradaron mucho a Teresa, que asintió.

—Si ése es vuestro deseo, majestad, allí estaré.

—Y venid vos también, don Mauricio; creo que necesitáis distraeros un poco y olvidar vuestras cavilaciones. Y así conoceréis al infante Felipe, nuestro último hijo, al que por cierto habrá que bautizar pronto, quizá la próxima semana, en la nueva catedral.

—Por supuesto, majestad, por supuesto.

—La reina también se alegrará de veros. Sabéis que os tiene en alta estima, pues no en vano vos fuisteis la persona encargada de traerla hasta mí. Ya os he dicho en alguna ocasión que os estaré eternamente agradecido por ello.

—Vuestra esposa es una gran reina.

—Y además, suele transmitirme todas vuestras peticiones con gran diligencia. A veces creo que es vuestra embajadora en la Corte.

Don Mauricio sonrió nervioso.

—Es un honor contar con la amistad de la reina.

—Esta misma mañana, durante el desayuno, me ha dicho que estáis muy preocupado por la continuidad de las obras de la catedral, y me ha pedido que os ayude a resolver el problema de la carencia de maestro. Bien, ya me habéis oído antes: enviad a un mensajero en busca de ese tal Enrique de Rouen.

—¡Enrique! —exclamó Teresa, sin poder contener su emoción.

—¿Acaso lo conocéis? —preguntó don Fernando.

—Sí, majestad. Lo conocí en Compostela. Mi padre tenía allí su taller y él vino a hacer la peregrinación y a observar las esculturas del Pórtico de la Gloria. Trabajó durante algunas semanas con nosotros, hasta que tuvo que regresar a Burgos —Teresa sintió cómo se le encendían las mejillas.

—Ahora comprendo la causa del retraso de ese muchacho. Se fue para un mes y casi no vuelve. Su tío me pidió que enviara una carta reclamando su regreso —recordó don Mauricio.

—Vos, doña Teresa, debisteis de ser parte de la causa de ese retraso —supuso el rey.

—Yo…

—No os ruboricéis, señora; si yo hubiera estado en el lugar de ese muchacho y hubiera sido soltero, seguramente hubiera hecho lo mismo.

—Majestad… —el arrobo de Teresa fue en aumento.

—Señor obispo, enviad de inmediato un correo en busca de ese tal Enrique. Si las cosas son como las imagino, bastará que le sugiráis que aquí está trabajando Teresa Rendol para que venga tan veloz como el viento.

No pudo ser tan rápido como pretendía don Fernando, porque algunos problemas ocuparon durante varias semanas al rey y al obispo. Don Mauricio condenó el matrimonio de dos nobles que se habían casado en Burgos sin consentimiento, como era preceptivo, del rey. Se trataba de la boda de doña Mencía, la hija de don Lope Díaz de Haro, uno de los más influyentes miembros de la nobleza castellana, con don Álvar Pérez de Castro, cuyo linaje no era inferior. El obispo de Burgos, para demostrar su autoridad ante otros prelados presentes en la ciudad, excomulgó a los esposos alegando que doña Mencía era pupila del rey Fernando, a quien no se le había pedido la venia para la boda.

Berenguela, la reina madre, y Beatriz, la reina consorte, tuvieron que mediar en el asunto, y al final, gracias a la buena voluntad de Beatriz y a la capacidad de convicción de doña Berenguela, se calmó la situación; don Mauricio levantó la excomunión y el matrimonio quedó validado con la sanción real.

Pero mientras esto sucedía, habían pasado varias semanas, el invierno se había echado encima y los caminos estaban casi impracticables. Habría que esperar a la primavera para ir en busca de Enrique de Rouen.

Capítulo III

L
a catedral de Chartres lucía al fin en todo su esplendor. Aquella primavera el maestro Juan de Rouen pudo descansar tranquilo; a principios de mayo se colocó la última escultura del templo, una gárgola que coronaba la terraza de la torre sur.

—Es magnífica, padre, no hay ninguna catedral igual en todo el mundo.

Enrique de Rouen estaba recién llegado de París, en cuya universidad había acabado sus estudios. Durante aquel verano se dedicaría a preparar con su padre el examen de maestro de obra, pues había convocadas unas pruebas para el mes de septiembre.

—Sí, es un edificio extraordinario, pero hace ya algunos años que varias ciudades están construyendo catedrales con las que aspiran a superar a Chartres. Las de París, Reims y Amiens son más grandes, y en Inglaterra están comenzando a edificar algunos templos de tamaño desmesurado. Pero están equivocados; lo importante, lo que hace realmente bella una catedral no es su tamaño, ni siquiera la luminosidad de sus vidrieras, ni la calidad de sus esculturas. La belleza, hijo, está en la proporción. Una catedral ha de ser como el cuerpo humano, sin duda la mejor obra de Dios: armónico en sus proporciones, elegante en sus medidas y de aspecto airoso pero sereno.

»Tu tío te enseñó el número secreto de la proporción, y lo hizo demasiado pronto. En ese número se guarda todo el misterio de la belleza de este nuevo estilo, en el número de Dios.

—La unidad por la unidad más dos tercios —repuso Enrique.

—Así es. Esas proporciones expresan las medidas del rectángulo perfecto, y a partir de él se establecen todas las medidas, todas las relaciones y proporciones de una catedral. El conocimiento de este número procede de los primeros maestros que comenzaron a trabajar en el nuevo estilo de la luz. Sin las proporciones geométricas del número de Dios no podríamos construir estas catedrales, al menos no de esta belleza.

»Dios nos ha enseñado la medida y la proporción de las cosas a partir de un número que está en el origen de la propia naturaleza. Las proporciones que ese número representa son las mismas que rigen el orden del mundo. Sin la proporción divina el mundo sería un caos, la oscuridad lo inundaría todo y el hombre se encontraría tan desvalido como en los tiempos del Diluvio. Dios ha ido dejando señales para que los hombres diéramos al fin con la clave de ese número.

»Ése número ha estado siempre en las proporciones de las obras de la Biblia. En el libro del
Génesi
., Dios ordenó a Noé que construyera el arca según unas medidas que le dio en codos. El arca en la que Noé embarcó a una pareja de cada especie de animales tenía cincuenta codos de ancho por treinta de alto, y trescientos de largo. Fíjate en las proporciones: la anchura y la altura son el número de Dios, en la relación de cinco a tres, es decir, la unidad por la unidad más dos tercios. Y la longitud es diez veces la altura, y su relación con la anchura es por tanto diez veces la del número divino.

»Mas eso no es todo, hijo —Enrique seguía atento las explicaciones de su padre mientras paseaban bajo las bóvedas de la catedral de Chartres—. En el libro del
Éxod
., Dios le mandó a Moisés, cuando éste subió por segunda vez al monte Sinaí en busca de las tablas de la Ley, que fabricara un arca en madera de acacia y la forrara en oro. Ahí la tienes —Juan de Rouen señaló a su hijo una de las vidrieras en la que había dibujada una escena del Arca de la Alianza portada por varios hombres—. Y como en el caso del arca de la salvación, también le dio unas medidas: el Arca de la Alianza debería tener dos codos y medio de largo por uno y medio de ancho y uno y medio de alto. Fíjate, de nuevo el número de Dios; el cuadrado perfecto en la altura por la anchura pero en la proporción de la unidad de la anchura más dos tercios en la longitud; siempre la misma medida, siempre la misma proporción: la unidad por la unidad más dos tercios. Ese arca se construyó para contener las tablas en las que Dios había grabado con su dedo la Ley divina. Pero cuando Moisés contempló cómo su pueblo adoraba al becerro de oro que había fundido mientras él estaba en el monte con Dios, rompió las tablas arrojándolas contra el suelo. Moisés subió al Sinaí por tercera vez y recibió unas nuevas tablas con los Diez Mandamientos de la ley de Dios, que se guardaron en el Arca de la Alianza. Sólo una caja con las proporciones divinas podía contener las tablas de la Ley.

—Únicamente falta que tuviera también esas proporciones el templo de Salomón —supuso Enrique.

—No. Ya lo he comprobado. El templo de Salomón tenía sesenta codos de largo, treinta de alto y veinte de ancho. No son las proporciones áureas, pues tomando esa anchura debería haber tenido treinta y tres codos de ancho y sesenta y seis y medio de largo.

—¿Y entonces?

—No sé; en el libro
Primero de los Reyes
se dice que el rey Salomón decidió por su cuenta erigir un templo en Jerusalén en honor de Dios. A diferencia de las dos arcas, cuyas medidas fueron indicadas con precisión por el Señor el templo lo edificó Salomón a su criterio. Y lo hizo empleando medidas más simples; humanas, podríamos decir. Utilizó la medida de la anchura del templo como referencia: así, para la longitud la multiplicó por tres, y en cuanto a la altura, le sumó a la anchura su mitad; sencillo es decir, humano.

—Pero el número de Dios no parece responder a las medidas de esta catedral, siempre me has dicho que iba a ser más grande y que…

—Claro. Nosotros ideamos catedrales con las proporciones del número de Dios, pero luego los hombres y sus obispos disponen, como Salomón. A pesar de que proponemos trazar las proporciones perfectas, siempre aparece un nuevo obispo que desea cambiar una capilla, modificar una portada o alterar la longitud de la nave. Cuando dirijas tu primera obra deberás tener en cuenta todo esto. Un obispo, un abad o un párroco te pedirá que traces un boceto del nuevo templo, y sobre él opinará como si fuera el mayor entendido del mundo, y te propondrá modificaciones. Y si quien lo hace es un cabildo entero, con todos sus orondos y resabiados canónigos, en ese caso las discusiones sobre cómo construir el nuevo templo pueden ser eternas.

»Un buen maestro no sólo ha de saber construir un buen templo, dirigir los diferentes talleres, elegir a los mejores oficiales, seleccionar los materiales más adecuados y organizar a todos los talleres, sino también negociar salarios, discutir tiempos y pactar soluciones.

»Y en muchas ocasiones, el número de Dios no deja de ser una referencia casi imposible.

Durante el resto del día, el maestro Juan de Rouen fue desgajando a su hijo todos los detalles de las proporciones de la catedral de Chartres. Estaba convencido de que Enrique ya estaba preparado para acceder al grado de maestro. Era uno de los mejores escultores de Francia y conocía todos los secretos de los grandes arquitectos constructores de catedrales. Tal vez fuera algo joven, a sus veintitrés años, pero había terminado con brillantez sus estudios en la Universidad de París y pertenecía a una de las más ilustres dinastías de arquitectos de Francia. Su padre había construido la catedral de Chartres, su tío Luis había sido maestro ayudante en Bourges y maestro principal en Burgos, y su abuelo había aprendido el nuevo estilo de la luz de los primeros arquitectos que lo idearon. Enrique era además un joven sensato y honesto que no se amedrentaba ni por la responsabilidad ni por la dificultad de los retos, por muy difíciles que parecieran.

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