—Sí —le cortó Rendol—, sí que he dicho eso, pero también creo que es inútil luchar contra la expansión del nuevo estilo. El obispo de Compostela me ha confesado que también desea construir una nueva catedral. Derribará la actual en estilo romano para hacer una más grande, más alta y más larga en el nuevo estilo de la luz.
»Ya no existen más tierras hacia occidente adonde ir. De modo que el taller del maestro Arnal Rendol tendrá que… —el maestro hizo una prolongada pausa—, tendrá que dedicarse a pintar esculturas, las esculturas que otros labren, aunque yo no estaré cuando eso ocurra.
Enrique quiso decir algo, pero no encontró ninguna palabra que fuera oportuna para ese momento.
Aquella noche, la última en Compostela, Enrique no pudo dormir. Una angustia profunda se apoderó de su pecho y de su mente. Una y otra vez tuvo que vencer el impulso que le empujaba a subir al piso superior y entrar en la alcoba de Teresa.
La joven pintora tampoco durmió. A sus diecisiete años, jamás le había ocurrido nada semejante. Ella era consciente de que se había convertido en una mujer atractiva y esplendorosa, pero que los jóvenes de su edad solían alejarse de su lado cuando se enteraban de que era una artista capaz de pintar mejor que cualquier hombre. Desde que su cuerpo había cambiado de niña a mujer, había sentido algunas veces la necesidad de amar a alguien y de sentirse amada. En ocasiones, y aunque aparentemente parecía ignorarlas, escuchaba con atención algunas canciones de amor que los juglares y los trovadores cantaban en las calles. Eran poemas entonados con dulces melodías dedicadas al amigo o al amante en las que el sexo estaba presente como un deseo irrefrenable que conducía a los enamorados al abismo de una pasión tal que era capaz de adueñarse por completo de sus cuerpos y de sus almas.
Durante la larga noche de insomnio Teresa no pudo, tampoco quiso, detraer de su mente la imagen de Enrique. La sonrisa del joven francés, su rostro sereno y altivo, sus modales educados y tiernos, la calidez de su mirada, sus manos fuertes y nervudas pero a la vez gráciles y estilizadas, la envolvían provocándole una reacción de inquietud y desasosiego. Sin poder evitarlo, Teresa introdujo su mano por debajo de la camisola de dormir y comenzó a acariciarse el pubis. Imaginó que aquella mano era la de Enrique, que buscaba temblorosa el encuentro con su sexo, que palpitaba inundado de sensaciones húmedas y calientes. Teresa comenzó a acariciarse despacio, pero enseguida lo hizo con fruición, imaginando que cada movimiento de su mano, cada roce de la yema de sus dedos estaba dirigido por Enrique, o que era su mano misma la que la tocaba. Con extremada suavidad, con el reposo que requiere el buen deleite, Teresa se acarició con movimientos circulares, y poco a poco se fue sumiendo en una espiral de placer que acabó con la misma intensidad con la que había llegado, pero después de haber alcanzado un gozo para ella desconocido hasta entonces. E imaginó a Enrique tumbado a su lado, piel con piel, y su virginidad entregada a la virilidad de aquel joven que buscaba la manera de atrapar la luz en un templo hecho de piedra.
Los rayos de sol caían sobre Burgos con tanta fuerza como si de aquel ardiente disco amarillo se hubieran desprendido llamaradas transparentes. Enrique había regresado desde Compostela apurando el tiempo, caminando tan deprisa como pudo. En doce días había recorrido una ruta que requería al menos dos semanas. Y no lo había hecho tan rápido por llegar cuanto antes al requerimiento del obispo don Mauricio, sino porque era consciente de que, si se paraba a descansar un momento más del necesario, hubiera dado media vuelta para regresar junto a Teresa.
En cuanto llegó a casa de su tío Luis, éste lo recibió con una mezcla de alborozo y reproche.
—Querido sobrino… Ya comenzaba a temer que te hubiera pasado algo. No tenía ninguna noticia tuya y tu padre me encargó que cuidara de ti por encima de todo. ¿Qué has hecho durante todo este tiempo?
—He estado trabajando en Compostela.
—Te robaron, ¿eh? En algún descuido alguien te quitó la bolsa y te quedaste sin dinero.
—No, nadie me robó. En Compostela me encontré con Arnal Rendol y estuve trabajando en su taller, pintando unos frescos para la capilla del palacio episcopal.
—¿Rendol?
—Sí, un maestro del Languedoc que vino a Burgos hace algún tiempo. Me dijo que se marchó de aquí porque tú lo echaste.
—No fue exactamente así. Ese Rendol era un tipo orgulloso. Cuando comencé a construir la nueva catedral le indiqué que en ella no habría espacio para pintar grandes murales, pero que podría pintar los capiteles del interior y las esculturas de las portadas.
—Él es un maestro, no podía acceder a ejecutar obras menores.
—Sabes perfectamente que en el nuevo estilo de la luz no hay cabida para la pintura de grandes murales al fresco.
—El maestro Arnal sigue con su taller; su ayudante es su hija Teresa…
—Vaya, vaya, o sea que se trata de eso, de una mujer.
Por la forma en que su sobrino había mencionado el nombre de Teresa, Luis de Rouen se dio cuenta de que aquella joven no le había sido indiferente a Enrique.
—Es una gran pintora —dijo Enrique con cierto rubor.
—Y además, imagino que será muy hermosa. Pero tienes que ponerte a trabajar enseguida. Tu padre te reclama. A fines de verano regresas a Francia. Te esperan tres años de estudio en la universidad y luego el título de maestro. Cuando tu padre o yo mismo no podamos seguir con nuestro trabajo, tú deberás continuarlo.
—Sólo queda un año para acabar la cabecera de esta catedral. Podría quedarme aquí contigo hasta entonces…
—No, sobrino, no. Además, creo que lo que tú deseas es volver a peregrinar a Compostela. En París te espera la universidad. Y en cuanto a esa mujer, no te preocupes, el mundo está lleno de ellas.
A fines de agosto de 1229 llegó el momento del regreso a Francia. En París se había firmado un tratado que ponía fin a la guerra del Languedoc y los caminos eran mucho más seguros.
En Burgos, la construcción de la catedral seguía a muy buen ritmo, pero algunos acontecimientos de aquel verano le habían hecho dudar a Luis de Rouen sobre si las cosas seguirían así por mucho más tiempo. La relación con los judíos no pasaba por el mejor momento; don Mauricio había conseguido una bula del papa Gregorio por la que podía proceder contra los judíos que no quisieran pagar las décimas a la Iglesia o que cobraran intereses abusivos por sus préstamos. Era una de las muchas iniciativas que el obispo de Burgos encabezaba para que no decayera el ritmo en la ejecución de las obras de la catedral, que cada día eran más costosas. Ese mismo verano habían llegado varios canteros de Francia, algunos de ellos expertos tallistas, para labrar la enorme cantidad de esculturas que tanto en las portadas como en cornisas, aleros y remates había ideado el maestro Luis. Entre canteros de sillares y escultores de tallas había más de treinta individuos trabajando en el taller burgalés de Luis de Rouen.
El taller de cantería había doblado el número de miembros en sólo dos meses, mientras que entre tanto se había puesto en marcha el de vidrieros, pues una vez acabada la obra arquitectónica de las ventanas había que proceder a cerrarlas con las vidrieras definitivas.
Enrique se despidió de su tío Luis, que le entregó una carta para Juan de Rouen.
—Cuéntale a tu padre cómo van las obras, y cuan hermosa es esta nueva catedral. Y ten cuidado, sobre todo de los hombres, que en el camino suelen ser más peligrosos que los lobos.
—Gracias por tus enseñanzas, tío.
Los dos parientes se abrazaron y Enrique partió hacia Francia con la imagen sonriente y jovial de Teresa grabada en su retina.
A comienzos de 1230 la cabecera y el crucero de la nueva catedral de Burgos estaban casi terminados. Faltaba todavía por cubrir algunos tramos, colocar las vidrieras, en las que se había estado trabajando todo el invierno, ubicar las esculturas labradas en el taller en su lugar en las dos portadas del crucero y algunos otros detalles, pero don Mauricio ya podía imaginar cómo quedaría su catedral una vez definitivamente acabada.
En la primavera de ese año se enterraron en la nueva catedral a los primeros grandes personajes de Burgos, que habían pagado en vida copiosas sumas de dinero por ello.
Y entre tanto, el rey Fernando de Castilla y su padre el rey Alfonso de León continuaban sendas campañas militares contra los musulmanes. En abril, el rey de León ocupó la importante ciudad de Badajoz, a orillas del Guadiana. Los leoneses consideraron que con aquella conquista se vengaba la derrota que León, por entonces unido a Castilla, sufriera en 1086 en la batalla de Sagrajas, donde a punto estuvo de perder la vida el gran rey Alfonso, el conquistador de Toledo. Por su parte, Fernando de Castilla había vencido a Ibn Hud en Alange y daba la impresión de que estaba jugando con los musulmanes como el gato con el ratón y que en cuanto se lo propusiera podría acabar con el dominio sarraceno en al-Andalus.
Durante el verano de 1230 las rentas donadas por algunos ricos hombres de Castilla sirvieron para concluir las cinco capillas de la cabecera, dos de ellas dedicadas respectivamente a san Nicolás y a san Pedro.
El rey Fernando visitó Burgos antes de iniciar una gran campaña militar en la que pensaba emplear el verano. Pretendía asediar Jaén y, si no lograba conquistar esa ciudad, causar todo el daño necesario en su campiña para que al verano siguiente cayera al fin en manos castellanas. Los estrategas le habían asegurado que la conquista de Jaén era imprescindible para desde allí abordar Córdoba y Sevilla hacia el oeste y Granada y Málaga hacia el sur, y completar así los sueños que hacía más de tres siglos albergara el rey Alfonso III de León, en cuyas crónicas se animaba a los cristianos a arrojar al mar a todos los musulmanes de la tierra de la vieja Hispania.
Aprovechando la visita real a Burgos, don Mauricio decidió que había llegado el momento oportuno para inaugurar la nueva catedral. Fue una ceremonia solemne. En presencia del rey y la reina de Castilla, el obispo Mauricio de Burgos celebró la primera misa en el altar mayor y consagró el templo para mayor gloria de Dios y de su madre la Virgen María.
El crucero no se había terminado, sus dos portadas estaban sin acabar y faltaba colocar un buen número de vidrieras, pero don Mauricio no podía esperar un momento más. La nave de la nueva catedral, abierta en la zona del crucero hacia el oeste, amenazaba a lo que quedaba de la vieja catedral como una especie de enorme monstruo dispuesto a devorar con sus fauces a un animal más pequeño.
El libro y el laberinto
T
eresa Rendol había dado la última pincelada a un fresco en la iglesia de la parroquia de San Juan, en una aldea muy cercana a Compostela. Acababa de cumplir dieciocho años y había alcanzado su plenitud como mujer. Su fama como pintora había crecido de tal manera en el último año, que muchos maestros de León, Galicia y Portugal viajaban hasta Compostela para observar sus pinturas e imitar su técnica.
—Magnífica, Teresa, esa Virgen es la mejor figura que se ha pintado jamás —le dijo Arnal a su hija cuando contempló el resultado final del fresco de San Juan.
—No exageres, padre.
—No lo hago. Desde que te vi sujetar un pincel y dar tu primera pincelada, comprendí que dentro de ti existía un don especial para la pintura. Y ahí está el resultado —dijo Arnal señalando el fresco.
—¡Ha muerto el Rey, ha muerto el Rey! —gritó una voz.
Padre e hija, que contemplaban la obra de Teresa, se giraron hacia la puerta de la iglesia, por la que el párroco de San Juan había entrado anunciando a gritos el óbito real.
—¿Don Alfonso? —preguntó Arnal.
—Claro, ¿qué otro rey tenemos? Acaba de comunicármelo un legado del señor obispo de Compostela.
—Habrá problemas —bisbisó Arnal.
—¿Por qué, padre? —preguntó Teresa.
—En su testamento, el rey Alfonso ha legado el reino de León a sus hijas Sancha y Dulce, fruto de su matrimonio con Teresa de Portugal, pero el rey Fernando de Castilla no aceptará ese testamento y reclamará sus derechos al trono. Si no me equivoco, no tardará en presentarse en León, y si los nobles leoneses y gallegos no lo acatan como rey, habrá guerra.
Arnal Rendol no se equivocaba. En cuanto se enteró de la muerte de su padre, Fernando de Castilla levantó el asedio de Jaén y se dirigió a toda prisa a Toledo. La reina madre Berenguela, que estuviera casada con don Alfonso una vez que el Papa disolviera el primer matrimonio de Alfonso de León y Teresa de Portugal por consanguinidad, lo que a ella también le ocurrió después de siete años casada y con seis hijos, ya había puesto en marcha todas sus relaciones e influencias diplomáticas para lograr que los leoneses aceptaran a su hijo como rey.
Para ello se reunieron en la ciudad portuguesa de Valença las dos esposas de Alfonso de León: Berenguela de Castilla y Teresa de Portugal. No costó demasiado llegar a un acuerdo. La enérgica Berenguela, no en vano era nieta de Leonor de Aquitania, consiguió que las infantas Sancha y Dulce renunciaran a sus derechos al trono de León a cambio de una ingente cantidad de dinero que acordarían más adelante y a que los nobles leoneses acataran a Fernando como soberano legítimo de León.
Mientras se cerraba el acuerdo, Fernando de Castilla esperaba impaciente en Toledo. Pese a su fogosidad y a sus deseos de coronarse rey de León y unificar de nuevo las dos coronas, supo esperar a que llegara un mensajero con noticias de su madre. No obstante, Fernando se había mostrado dispuesto a invadir León con su ejército y reclamar, por la fuerza si fuera necesario, el trono leonés de su padre.
La noticia de que el pacto se había acordado le llegó a don Fernando a fines de octubre, y sin esperar un momento y con los soldados más selectos de su ejército puso rumbo a León a todo galope.
Un día de principios de noviembre de 1230, el obispo Rodrigo de León coronó en la catedral de esa ciudad a don Fernando como nuevo rey. Durante la homilía, el prelado se alegró de que las dos coronas volvieran a estar unidas, pidió que se acabara cuanto antes la conquista de al-Andalus y reclamó de don Fernando la construcción de una nueva catedral en el nuevo estilo, como ya se estaba haciendo en Burgos y Toledo y como se planeaba hacer en Compostela.
Si Burgos tenía su nueva catedral, León, una ciudad mayor y más antigua, no podía ser menos. Don Fernando deseaba comenzar su reinado en León con la aceptación de todos y estaba dispuesto a evitar que sus nuevos súbditos creyeran que se inclinaba hacia Castilla por haber sido este reino su primera corona. Así, no tuvo otro remedio que acceder a la petición de don Rodrigo y prometerle que haría cuanto fuera necesario para que León dispusiera de una nueva catedral.