Su vista, cansada por tantos años de agudizarla para poder dibujar a la luz de los candiles, había perdido capacidad para percibir los objetos con nitidez y claridad. El maestro Jacques le había recomendado que usara unas lentes de vidrio cuando las necesitara. Teresa se las puso en una ocasión y se sintió muy satisfecha cuando comprobó que los objetos y las líneas se volvían mucho más claros y diáfanos a su vista.
Tras los años de estancia en París y tras haber acabado de pintar las bóvedas de la Santa Capilla, Teresa empezó a sentir que aquella ciudad se le venía encima. Ni siquiera la amistad del maestro Jacques, que le procuraba algunos encargos de pinturas sobre tabla, le compensaba. La añoranza de Enrique era demasiado intensa. Una y otra vez se repetía que el tiempo curaba todas las heridas y apagaba antiguos sentimientos, pero el recuerdo del maestro de obra de la catedral de Burgos seguía anclado en su corazón y no había manera de desprenderse de él.
En aquellos dos años recibió tres cartas de Enrique. En la primera le decía que las obras de la catedral se habían reiniciado y que iban a buen ritmo a pesar de la escasa disponibilidad económica del cabildo; en la segunda le anunciaba que había comprado una nueva casa en el barrio de San Juan y que tenía un pequeño jardín donde él mismo cultivaba algunas hortalizas; y en la tercera le confesaba que no podía vivir sin ella y que no quería acabar como Abelardo, recluido en un convento añorando el resto de su vida a su amada, a su vez encerrada en otro convento. La comparación tal vez fuera exagerada, pero surtió en Teresa un efecto inmediato.
—Me marcho, maestro; en cuanto salga un grupo de peregrinos hacia Compostela, me uniré a ellos. Regreso a Burgos.
—Estaba seguro de que algún día llegaría este momento. ¿Os ha llamado él o regresáis por vuestro propio deseo? —le preguntó Jacques.
—Hace unas semanas recibí una carta; la traía un peregrino. En ella, Enrique me dice que me necesita a su lado, que no desea que nuestro futuro se parezca al de Abelardo y Eloísa.
—Claro, la trágica historia de los dos esposos que ocultaron su matrimonio. No es vuestro caso, señora, pero creo que debéis hacer lo que el corazón os manda, y me parece que lo que ahora os ordena es correr junto a él. Os echaré de menos; ni siquiera en París hay alguien capaz de suplir vuestra ausencia. Cada vez que admire el color azul de las bóvedas de la Santa Capilla pensaré en vos. De todos modos, si alguna vez decidís regresar a París, recordad que en mi taller siempre habrá un sitio para vos.
—El nuevo estilo no admite los grandes murales —dijo Teresa.
—Si vos lo pidierais, ni siquiera el mismísimo rey de Francia podría impedir que yo construyera un edificio con enormes muros de piedra para que vos los pintarais.
—Ninguno de mis murales podría superar la luz de las vidrieras de la Santa Capilla.
—Si yo hubiera nacido como cualquier hombre, os hubiera amado hasta la muerte.
Teresa cogió las manos de Jacques y las acarició; luego se acercó hasta él y lo besó en los labios.
—Tal vez no os guste el beso de una mujer, pero no he podido evitarlo —se excusó Teresa.
—Por una vez he lamentado no ser un varón…, digamos normal. Decidle al maestro Enrique que es el hombre más afortunado del mundo.
Jacques acudió a casa de Teresa para despedirse de ella el día que la maestra Rendol partía para Burgos. La pintora había decidido llevarse consigo a las dos jóvenes aprendizas a las que había recogido en su taller, en tanto que la casa y algunas otras de sus pertenencias las legó a los otros miembros del taller, para que las vendieran y se repartieran las ganancias. Nombró ante notario al maestro Jacques como albacea de aquella donación.
—Sois muy generosa —le dijo Jacques al despedirla—, y habéis sentado un peligroso antecedente; a partir de ahora todos los oficiales y aprendices de los talleres de París se sentirán con derecho a disfrutar de los bienes de sus maestros.
—Y así debiera ser, ¿no es justo? He leído en uno de los libros que me prestasteis que uno de vuestros santos más célebres, san Martín, partió su lujosa capa para darle la mitad a un pobre.
—A un pobre sí, pero vos le habéis dado todo a personas que no lo son.
—Mis oficiales no son exactamente unos pobres, pero creo que se merecían esos bienes. Su trabajo ha sido extraordinario.
—Os echaré de menos.
Jacques ayudó a Teresa a subir a una de las cuatro acémilas que había comprado para el viaje.
—Yo también a vos, maestro.
—Tened mucho cuidado en el camino.
—Ahora vamos a unirnos a un nutrido grupo de peregrinos que parten desde la iglesia de San Dionisio; hemos pagado una buena cantidad de plata para que nos acompañe una escolta de soldados. Algunos de ellos son veteranos de las guerras del rey Fernando de Castilla y León en el sur de la Península.
—Dadle recuerdos a Enrique y decidle cuánto lo envidio.
Teresa estiró su mano, que Jacques apretó con fuerza, y las cuatro acémilas partieron calle adelante hacia San Dionisio. Entre los objetos que llevaba en las bolsas de cuero para el viaje, portaba tres de aquellas lentes maravillosas que suplían a los ojos cansados cuando se trataba de ver con más nitidez.
Teresa aún no lo sabía, pero cuando salió de París ya había muerto el rey Fernando. El monarca, cansado de guerras y de esfuerzos, no pudo resistir más y falleció en su querida Sevilla a los cincuenta y un años. Enfermo durante todo el invierno, mediada la primavera de 1252 había mejorado mucho e incluso había ordenado a sus generales que prepararan una expedición guerrera a África, pues quería acabar con los musulmanes en aquella tierra, sabedor de que, si les cortaban los suministros a los musulmanes de la Península, sus ciudades perderían toda esperanza de resistir y se entregarían a Castilla.
Era el 30 de junio. El rey, tras varios días postrado en el lecho, tuvo fuerzas para levantarse, se puso en pie y, ante el pasmo de toda la Corte allí presente, cogió las ropas reales, rechazó la ayuda que le ofrecían su criados y se las vistió él solo. A continuación, pertrechado con sus atributos de soberano de Castilla y León, comenzó a rezar puesto de rodillas. Ordenó a su ayuda de cámara que le trajera una soga, que se puso al cuello; después pidió una cruz, ante la cual, con enorme devoción y sentimiento, rezó. Don Fernando se puso a llorar desconsoladamente y a la vista de los principales nobles y clérigos de sus Estados se autoinculpó de sus pecados con amargura, besó una y otra vez la cruz pidiendo perdón a Dios por cuanto de malo había hecho en su vida y, sin que nadie supiera de dónde era capaz de sacar semejantes fuerzas, se golpeó el pecho con la energía de un joven.
Don Fernando mandó llamar a su presencia a sus hijos, que aguardaban en unas estancias del alcázar de Sevilla. Allí estaban casi todos sus vástagos, los tenidos con la hermosa Beatriz, encabezados por el príncipe heredero don Alfonso y el joven Felipe, a quien su padre había nombrado arzobispo electo de Sevilla. De los retoños de su primer matrimonio sólo faltaban Sancho, arzobispo de Toledo, y Berenguela, la poderosa abadesa del monasterio de Las Huelgas de Burgos. También estaba doña Juana, su segunda esposa, con sus tres hijos.
En presencia de casi toda la familia real, don Fernando bendijo al príncipe Alfonso, y como heredero y próximo rey de Castilla y León, le encomendó que protegiera y defendiera a todos sus hermanos, pero que por encima de todo hiciera valer los intereses de Castilla y de León.
Entonces, sintiéndose morir, pidió que le administraran la extremaunción, y después de recibirla con gran devoción se despojó de las ropas reales que se había colocado él mismo al levantarse de la cama y las dejó encima del lecho pidiendo perdón al pueblo de Castilla y León por si en alguna ocasión había sido injusto. Por indicación suya, todos los presentes rezaron una letanía y un tedeum. El vestido real estaba bordado con castillos y leones de hilo de oro, perlado de gruesos aljófares y engastado con rubíes, zafiros y esmeraldas.
Finalizadas las oraciones, el rey, que se había quedado desnudo de cintura para arriba, se cubrió con una sencilla túnica y se dispuso resignado a esperar la muerte. Esta llegó poco después. Como solía ser habitual entre los reyes de la Cristiandad, don Fernando también dispuso en su testamento que su cuerpo fuera enterrado en su tierra, pero que se le extrajera el corazón para ser enterrado en el monte Calvario de Jerusalén, pidiendo perdón por no haber podido ayudar a recuperar la Ciudad Santa para la fe de Cristo.
Don Alfonso heredó los reinos de Castilla, León, Galicia, Toledo, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén, Badajoz y Algarve. En su primer desfile montó un hermoso corcel con la silla que había pertenecido a su padre, cuyos arzones eran de oro y plata.
El nuevo soberano creía firmemente en el origen divino del poder de los reyes. No tenía la fuerza interior de su padre ni su sentido de la autoridad y de la justicia, ni su presencia causaba la sensación de respeto y confianza que generaba su progenitor, pero era un hombre muy culto, experto en leyes y gran mecenas de la cultura.
No obstante, los Estados que le tocaba administrar ya no eran tan pujantes como lo fueron cuando su padre los gobernaba. Los productos que se vendían en los mercados eran ahora más escasos y más caros, los campos y los talleres producían menos manufacturas y el comercio proporcionaba menos beneficios.
Para paliar estos perniciosos efectos, el rey Alfonso, aconsejado por algunos miembros de su curia, ordenó que las primeras monedas acuñadas con su efigie y con su nombre tuvieran menos valor que las últimas de su padre. El efecto de aquella medida fue peor de lo previsto, y en pocas semanas las cosas se encarecieron todavía más. Al rey Alfonso no le cupo otro remedio que poner límite a los gastos suntuarios de la Corte, fijó el precio máximo de algunos productos que comerciantes sin escrúpulos aumentaban a su conveniencia y prohibió la exportación de alimentos.
En cuanto se enteró de aquellas medidas, Enrique de Rouen tembló. Pensó que los últimos meses habían sido un sueño efímero y que iba a regresar la misma pesadilla que provocó la paralización de las obras de la catedral, pero ahora no a causa de los gastos de la guerra sino por algo incluso peor, porque se estaba entrando en una nueva situación que nadie era capaz de prever cómo iba a terminar.
Don Aparicio intentó tranquilizar a Enrique.
—Las obras no volverán a paralizarse, os lo garantizo. Tal vez debamos recortar gastos y emplear a menos gente en los talleres, pero mantendremos las rentas de los puertos del Cantábrico para las obras de la catedral.
—Esas rentas dependen de que haya comercio, eminencia. Su majestad ha prohibido la exportación de trigo, lo cual supone perder las rentas que se generaban por ello; sólo queda la pesca, la lana y el mineral de hierro, y si eso también se pierde, las rentas de los puertos dejarán de existir, y sin ellas se acabó la fábrica de la catedral.
»Además, el rey está dictando medidas para evitar las relaciones de los cristianos con los musulmanes. ¿Sabéis qué significa eso? Un albañil o un peón sarraceno cobra un tercio menos que uno cristiano; si no podemos utilizar a musulmanes en esta obra, la catedral no podrá terminarse.
—Don Alfonso se refiere a otro tipo de relaciones.
—Así se empieza, y se acaba echando a toda esta gente. Algunos canónigos ya están insinuando que sería conveniente prescindir de los musulmanes en las obras de la catedral. ¿Os imagináis que eso ocurriera? Nos quedaríamos en Burgos sin los mejores carpinteros y sin los más delicados tallistas. Y la guerra con Portugal puede empeorar todavía más las cosas.
—Confiad en mí, don Enrique. Hace unos meses logré que el cabildo admitiera a don Diego López de Haro como canónigo de la catedral, y también lo será el rey. Don Diego, es el noble más poderoso y rico de Castilla y ha sido nombrado alférez real, no consentirá que el cabildo del que forma parte no sea capaz de acabar este templo.
—Cada día se recaudan menos impuestos. No pagan los nobles, no pagan los clérigos, no pagan los estudiantes de Salamanca; los caballeros han reclamado su derecho a no pagar tampoco, y a fe que lo conseguirán. A este paso sólo pagarán los campesinos, los mercaderes, los judíos y los sarracenos, y caerán sobre ellos tal cantidad de tributos que se rebelarán, y todo acabará rompiéndose.
—No seáis tan pesimista, don Enrique, y confiad en el nuevo soberano. Don Alfonso ama el arte y las letras; su reinado será pacífico y fructífero, ya lo veréis.
—Don Alfonso tiene que atender a nuevas diócesis; creo que se han restaurado cuatro más en las tierras conquistadas, y probablemente los cuatro nuevos obispos querrán sus propias catedrales, y con más razón si cabe que nosotros, pues en estas ciudades ganadas para la Cristiandad sólo existían mezquitas para el culto a Alá.
—Las rentas de Castilla y León pueden hacer frente a esas cuatro nuevas catedrales y a otras tantas más —dijo don Aparicio, dando por zanjada la cuestión.
El grupo de peregrinos en el que viajaba Teresa Rendol y sus dos aprendizas avistaron el caserío de Burgos mediada la tarde. Había sido uno de los últimos en atravesar el puerto de Roncesvalles, en el Pirineo de Navarra, antes de que comenzaran a caer las primeras nevadas del invierno. Soplaba un viento frío y húmedo del norte y sobre la sierra al sur de Burgos una enorme masa de nubes grises amenazaba con descargar una tormenta.
Teresa se despidió del resto de los peregrinos y se dirigió a su casa del barrio de San Esteban. La casa estaba tal cual la había dejado, aunque percibió un cierto desorden. Domingo de Arroyal, a quien había nombrado maestro del taller antes de partir hacia París, la recibió con una amplia y fingida sonrisa; parecía molesto por el regreso de Teresa.
—La condición de maestro no se pierde nunca —le dijo al darse cuenta de su inquietud, lo que pareció calmarlo a la vez que lo reivindicaba ante el resto de los miembros del taller.
Enrique estaba tallando una figura para la puerta de la Coronería. Los tallistas de los que disponía ahora no eran tan expertos como los que habían trabajado en la portada del Sarmental, por lo que tenía que intervenir permanentemente y corregir detalles una y otra vez.
El maestro de obra se limpió el polvo de la frente, dejó el martillo y el cincel y cogió un botijo para beber agua. Al agacharse a por el recipiente, observó de soslayo que tras él había alguien. Se dio la vuelta despacio, alzó los ojos y contempló a Teresa Rendol, que lo observaba con serenidad.