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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El número de Dios (43 page)

Durante aquellos días en Burgos, don Aparicio le mostró al rey varias estatuas que el taller de escultura había labrado en los últimos meses para colocar en la fachada principal, una vez se culminara. Dos de ellas representaban a los reyes don Alfonso VI y don Fernando III, bajo cuyos reinados se habían construido la catedral vieja y la nueva; y otras dos a los obispos Arterio y Mauricio, los prelados impulsores de estas obras.

Don Aparicio le insinuó al monarca que, si se acababa la obra durante su reinado, la escultura de don Alfonso debería figurar destacada en la fachada principal; a ello, el rey le replicó que en tal caso también debería colocarse la del obispo que rigiera la diócesis burgalesa en ese momento, a lo que don Aparicio asintió sin disimulo.

Antes de partir de Burgos, el rey Alfonso ordenó que se labraran dos estatuas de tamaño natural que representaran a su padre el rey Fernando y a su madre la reina Beatriz. Con ello, el monarca quería denostar a su madrastra, la reina Juana de Dammartin, segunda esposa del rey Fernando, que no era persona de su agrado. Don Aparicio le prometió que encargaría de inmediato dichas figuras, «en posición de contraer matrimonio», aclaró, al maestro Enrique de Rouen, al que calificó como el mejor escultor del reino.

El rey Alfonso pasó todo el invierno en Burgos. Las obras de la fachada principal se habían detenido durante esos fríos meses, pero a comienzos de marzo se reiniciaron. Enrique de Rouen se presentó ante don Aparicio para proponerle la colocación de una de aquellas figuras que la gente denominaba como laberintos en el suelo de la nave mayor, cuyas primeras bóvedas ya se estaban colocando. No le dijo al prelado que años atrás su proyecto de trazar un «laberinto» había sido desestimado por don Mauricio.

—Todas las grandes catedrales de Francia tienen un «laberinto», que en realidad no es tal, sino la representación del camino de la vida —le aseguró el maestro de obra.

—Ese dibujo parece obra de sarracenos, o de demonios —dijo don Aparicio cuando vio el boceto que le había dibujado Enrique.

—No es tal eminencia, ya os he dicho que están en todas las catedrales y que los obispos que los han autorizado son cristianos fervorosos.

—Ni siquiera plantearé vuestra propuesta ante el cabildo. Conozco bien a los canónigos, y creo que ninguno aprobaría ese «laberinto».

—En Francia, el nombre del arquitecto suele colocarse en una placa de bronce junto al «laberinto»; ¿me permitiréis firmar mi obra?

—¿Vuestra obra? No he visto nunca que ningún pintor lo haga en sus murales o en sus retablos, ni tampoco he visto hacer algo semejante a ningún maestro de los talleres…

—Lo hacen los escritores, los cronistas, los poetas y los filósofos en sus libros. Gracias a ello conocemos sus nombres. También lo están haciendo mis colegas en Francia.

—Humm…, de acuerdo, podréis colocar una placa con vuestro nombre en la catedral, pero nada de «laberintos».

—Sólo es el símbolo del camino iniciático hacia la luz, hacia la perfección encarnada en Cristo —alegó Enrique.

—Tal vez, pero no faltarían quienes vieran en ello una obra de brujería. Por otra parte, no creo que eso le gustara a don Alfonso. El rey ha decidido construir una nueva catedral en la ciudad de León. Hace tiempo ya lo intentaron, pero entonces no cuajó —le dijo don Aparicio a Enrique.

—Era de esperar. León es una gran ciudad, y tanto su obispo como su concejo hace tiempo que planeaban tener una nueva catedral.

—Ha sido por iniciativa del nuevo obispo leonés, don Martín. Es notario real y tiene mucha influencia sobre el rey. Para dirigir la fábrica han contratado a un maestro de obra llamado Simón. Procede del norte de Francia, de la región de Champaña, y me han dicho que ha trabajado en la catedral de Reims. ¿Habéis oído hablar de él?

—No lo conozco personalmente, pero sé de quién se trata; es un gran arquitecto que ha propuesto soluciones muy atrevidas, aunque arriesgadas.

—¿Conocéis la catedral de Reims? ¿Es hermosa?

—Sí; la visité hace algunos años. Y es hermosa, muy hermosa, y la más grande de Francia.

Don Aparicio frunció el ceño.

—Con el apoyo del rey, las rentas de su obispado de León, la influencia de don Martín y ese arquitecto… me temo que León deseará superarnos.

Don Alfonso comenzó a conceder muchos privilegios, donaciones y rentas al obispo de León. La nueva catedral leonesa era un empeño personal del monarca, obsesionado por superar las obras que había realizado en vida su padre, con el que siempre lo comparaban sus súbditos.

A fines de aquel año de 1255 don Alfonso tuvo que hacer frente a una sublevación nobiliaria encabezada de nuevo por el señor de Vizcaya, al que apoyaban el rey Jaime de Aragón y el infante Enrique, hermano de don Alfonso. El ejército real venció a los rebeldes en la batalla de Lebrija, y el hermano rebelde del rey de Castilla y León tuvo que exiliarse a África. El reino estaba de nuevo en paz y don Alfonso podía dedicarse a sus asuntos.

A comienzos del año siguiente el rey Alfonso seguía en Burgos. Desde esta ciudad había dirigido sus reinos en los últimos meses, y para contrarrestar el golpe de efecto que supuso el anuncio de la construcción de la nueva catedral de León, el soberano otorgó numerosos privilegios a los burgaleses.

Fue en Burgos donde don Alfonso decidió optar al trono imperial de Alemania, vacante en ese tiempo, al que se consideraba con derecho al ser hijo de Beatriz de Suabia y nieto del emperador Felipe de Suabia. El acto formal de opción al Imperio tuvo lugar en Soria, adonde el rey de Castilla y León se había desplazado para firmar la paz con don Jaime de Aragón, que selló con el acuerdo matrimonial del infante don Manuel, hermano del rey Alfonso, con doña Constanza, hija del rey de Aragón; en esa ciudad, una embajada de Pisa le ofreció a don Alfonso la candidatura al trono imperial, que éste aceptó.

Desde que se enterara de que en León se iba a construir una nueva catedral, Enrique parecía otra persona. Teresa trataba de aparentar que sus relaciones seguían siendo las mismas, pero estaba claro que su ánimo había cambiado. Utilizando cualquier excusa, algunas noches Enrique no compartía lecho con Teresa, y sus relaciones, sin que ninguno de los dos hiciera el menor comentario, se tornaron menos intensas.

Las obras de la catedral de Burgos continuaban a un ritmo aceptable. Una mañana, mientras contemplaba la gran nave mayor, Enrique se dio cuenta de que su catedral difería notablemente del resto de las construidas en el nuevo estilo de la luz. Al haber utilizado a algunos canteros musulmanes, el triforio de Burgos era muy distinto a los de las demás catedrales. Los calados del muro, los arcos polilobulados y algunos detalles decorativos dejaban patente la intervención de canteros islámicos. En principio dudó sobre el acierto de haber aceptado el trabajo de los musulmanes, pero enseguida comprendió que le proporcionaba una originalidad como no existía en ninguna otra catedral.

Teresa seguía pintando en su taller los encargos de retablos, que le llegaban sin cesar. Todo gran comerciante que se preciara quería tener en su casa una tabla pintada por Teresa Rendol o por su taller, y la maestra pintora encontró de nuevo en su pintura el refugio para olvidar, al menos mientras estaba trabajando, que su relación con Enrique se estaba enfriando demasiado deprisa.

Los dos amantes apenas compartían lecho cinco o seis veces cada mes, y sus encuentros solían ser demasiado rutinarios. Lejanos quedaban aquellos días en los que Enrique acudía a Teresa con una sonrisa radiante, siempre con un poema, una flor, unos dulces o un frasquito de perfume.

Enrique sólo parecía estar atento a las obras de la catedral, cuya portada principal, conocida como la del Perdón, se abrió al fin para toda la gente. También se ultimaron los trabajos de la puerta norte, la de la Coronería. Al colocar las últimas esculturas, Enrique se dio cuenta de que su trabajo no había sido tan exquisito como el que realizara años atrás en la portada del Sarmental. No es que sus manos se hubieran vuelto más torpes con el paso del tiempo, es que su espíritu no estaba tan en paz consigo mismo como antes.

Desde lo alto del andamio del muro sur de la nave, Enrique contempló orgulloso el trabajo de los miembros de su taller. Casi medio centenar de hombres y mujeres trabajaban en la nave y los oficiales tallistas que habían llegado de Francia hacía tres años ya habían culminado los trabajos escultóricos del portal de la Coronería, que se había podido labrar gracias a las nuevas donaciones.

En el tímpano de la Coronería, Cristo, en una actitud hierática aunque menos majestuosa y severa pero con mayor sensación de movimiento que el de la portada del Sarmental, estaba escoltado por la Virgen y por San Juan, que rogaban e intercedían por los hombres. Junto a la Virgen y a San Juan, dos ángeles portaban los instrumentos de la Pasión. Bajo ellos, en un amplio friso, el arcángel San Miguel pesaba las almas de los muertos y separaba las de los justos de las de los pecadores. El tímpano estaba enmarcado por tres arquivoltas con ángeles, en posición más rígida que los del Sarmental. En un banco elevado, a ambos lados de la puerta, los doce apóstoles, seis en cada jamba, recibían a los peregrinos a Compostela, que por esta puerta entrarían desde entonces en la catedral. La mano de Enrique se notaba en la mayor delicadeza de las cabezas y en la finura de los rasgos de sus rostros.

No obstante, a pesar de todo cuanto había ocurrido en los veinte últimos años, el resultado final le pareció aceptable. No estaba mal que, a pesar de los diferentes obispos, dos reyes, centenares de escultores, canteros, carpinteros y vidrieros diferentes, varias guerras, revueltas internas, crisis y quiebras financieras diversas, la catedral de Burgos se alzara hacia el cielo azul de Castilla con aquella imponente majestuosidad.

La muerte de don Aparicio, el viejo obispo burgalés, no fue demasiado llorada por el cabildo. Su sucesor, don Mateo, que había sido obispo de Salamanca y de Cuenca, parecía dispuesto a culminar de una vez las obras de la catedral.

Don Alfonso fue propuesto al fin como emperador. Los pisanos habían pujado muy fuerte para que el rey de Castilla y León se hiciera con el trono imperial, pues estaban muy interesados en recibir a cambio el monopolio de la exportación de la lana de Castilla, y poder competir así con su gran rival en el comercio textil, la cercana y rica ciudad de Florencia. Los comerciantes castellanos de lana se habían dado cuenta de que la oveja de raza merina producía más lana y de mejor calidad que la churra, y que con ello obtenían más beneficios; por eso estaban cambiando los rebaños.

Todo parecía favorable a don Alfonso, pero no hubo acuerdo entre todos los electores del Imperio y resultaron elegidos dos emperadores a la vez, pues algunos votaron a favor de Ricardo de Cornualles, hijo del rey de Inglaterra.

No obstante, una embajada de alemanes llegó a Burgos para entregarle la corona imperial a don Alfonso. El rey quiso que estuviera presente toda la Corte, y además invitó a muchos personajes de la ciudad, entre otros a Enrique de Rouen y a Teresa Rendol. Don Alfonso anhelaba tanto la corona imperial que no reparó en gastos. Las diversas ceremonias y desfiles, los banquetes y los pagos a los electores fueron una sangría tal para las arcas del reino que tuvieron que detraerse parte de las rentas destinadas a la fábrica de la catedral.

El nuevo obispo le recordó a don Alfonso que un emperador necesitaba un gran templo para coronarse como tal y que la catedral de Burgos sería el lugar más adecuado siempre y cuando se mantuviera el ritmo de las obras. La habilidad expositiva de don Mateo resultó muy eficaz. El rey concedió al obispo las rentas de cuatro bancos del mercado de carne de la ciudad, y gracias a ello Enrique pudo seguir con sus trabajos sin apenas retraso.

Sin embargo, todos aquellos fastos no sirvieron para nada. El nombramiento de don Alfonso como emperador no podía ratificarse hasta que no se aclarara la confusa situación de la existencia de dos emperadores electos. Los siete grandes electores del Imperio optaron por dejar pasar el tiempo y no pronunciarse de momento por ninguno de los dos candidatos.

Don Mateo, cuyo nombramiento como obispo había sido cuestionado por el papa Alejandro IV, le pidió al rey que arreglara de una vez la difícil situación económica del obispado, pues ésa sería la única manera de calmar los ánimos de los canónigos, que observaban enojados cómo don Alfonso primaba al cabildo de León con la concesión de grandes donaciones que negaba al de Burgos. El obispo de Burgos le dijo al rey que si continuaba aquella situación, los castellanos entenderían que el reino de León era privilegiado con respecto al de Castilla, y aquella situación podría desembocar en una rebelión castellana.

Para acabar con los rumores que sostenían que don Alfonso prefería a León sobre Castilla, el rey y su esposa doña Violante participaron en una solemne ceremonia en la catedral de Burgos. Tuvo lugar el 11 de noviembre y los dos esposos entraron en la catedral inaugurando oficialmente la portada principal. Ese mismo día anunció diversas donaciones al templo y ordenó que todo el entorno del templo se mantuviera siempre limpio, con grandes multas a los que lo ensuciaran con basura o estiércol, y que se trasladaran de lugar unas carnicerías y pescaderías cercanas, pues los olores y los restos que emitían molestaban a las procesiones y a los desfiles ceremoniales.

Capítulo VI

D
esde mediados de 1257 Teresa y Enrique ya no vivían juntos. Se veían varias veces al mes, aunque con cierta discreción. Formalmente seguían manteniendo sus domicilios respectivos, Teresa en el barrio de San Esteban y Enrique en su nueva casa del barrio de San Juan, y así constaba en los padrones del concejo, donde ambos estaban inscritos.

Un atardecer de principios de primavera de 1258, el cielo de Burgos tomó un tono rojizo. Teresa acababa de llegar a la casa del barrio de San Juan, donde la esperaba Enrique. Hacía dos semanas que no se veían y Enrique le había enviado un mensaje mediante un aprendiz con una invitación a cenar. Los dos amantes se besaron, como solían hacerlo siempre que se encontraban, y se dispusieron a cenar.

No habían tomado el primer bocado, cuando el criado de Enrique le anunció que estaba en la puerta don Martín Fernández y que quería verlo.

—Es un nombre muy común, ¿de quién se trata? —le preguntó al criado.

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