Sin apenas tiempo para disfrutar de aquellos días de regocijo, Enrique tuvo que viajar hasta León, donde pudo trabajar con más libertad. La nueva catedral que siempre había soñado construir estaba comenzando a alzarse desde la cabecera. Las obras iban muy deprisa, tanto que Enrique creyó que a ese ritmo acabarían en diez años. Cerca de la cantera habían instalado una sierra hidráulica que desarrollaba el trabajo de veinte hombres. Nadie había construido nunca una de aquellas catedrales con semejante celeridad.
El maestro de Rouen estuvo tres meses en León. Su esposa y su hijo se habían quedado en Burgos, y Teresa también. Durante todas aquellas semanas en León, apenas sintió su soledad. Trabajaba desde la salida del sol hasta que las sombras de la noche estival lo cubrían todo, y apenas dedicaba unos breves momentos a alimentarse. Iba de un lado para otro dando instrucciones a los maestros de los talleres, inspeccionando la calidad de los materiales, revisando que los canteros tallaran los sillares con la perfección que requería aquella catedral, comprobando que la argamasa tuviera la mezcla oportuna para que al fraguar resistiera el paso del tiempo sin alterarse, y todo ello lo hacía con tal vitalidad que parecía un joven maestro que acabara de recibir su título y estuviera realizando su primer trabajo.
Mediado el otoño regresó a Burgos. La llegada del frío obligaba a paralizar las obras exteriores, pues la argamasa no fraguaba bien al helarse el agua con la que se batían la cal y la arena. Durante los meses más gélidos del año, en los talleres se aprovechaba el tiempo para ir preparando material de cara a la siguiente primavera. Los canteros avanzaban tallando sillares que más tarde colocarían en sus lugares correspondientes los albañiles, las fraguas, ahora dotadas de hornos más altos y fuelles más potentes, fabricaban herramientas, clavos y grapas y los carpinteros ensamblaban las cimbras de madera para construir los arcos de ventanas, puertas y bóvedas.
Ya en Burgos, Enrique supo por unos peregrinos que el gran maestro Pedro de Montereau, reputado como uno de los mejores arquitectos de Francia, había acabado de construir el lado sur del transepto de Nuestra Señora de París, con lo que se había acabado la que decían que era la catedral más bella de toda Francia.
T
eresa Rendol recibía tantos encargos que su taller apenas daba abasto a producir para semejante demanda. Todos los ricos hombres, caballeros, comerciantes adinerados, parroquias y monasterios de Burgos querían poseer un cuadro o en su defecto un retablo salido del taller de la hija de Arnal Rendol.
La maestra ya no pintaba una obra completa. Ante tantos encargos, se limitaba a dibujar sobre la tabla preparada con estuco el dibujo de la futura escena y después encargaba a alguno de sus oficiales que fuera rellenando con pintura cada uno de los espacios contorneados por las líneas de sus dibujos, siempre bajo su atenta dirección. Ella se encargaba personalmente de pintar los motivos más difíciles, y solía reservarse los ojos, la nariz, los labios y las manos de las principales figuras. Sólo ella era además capaz de pintar aquellas telas transparentes que parecían velos de gasa pegados al cuadro y que ninguno de sus oficiales, ni siquiera el segundo maestro del taller, era capaz de realizar con tanta perfección.
Estaba precisamente retocando uno de aquellos paños, que cubría el rostro de una María Magdalena plañidera llorando ante el sepulcro vacío de Jesucristo, cuando uno de sus aprendices le entregó un pedacito de papel doblado en varios pliegues. Lo desplegó con cuidado y leyó el texto que contenía y que era muy escueto: «Iré esta noche». Teresa apretó en la palma de su mano el billetito de papel y sintió que su corazón se aceleraba.
La maestra se bañó, cepilló sus cabellos y se perfumó con agua de Colonia. Mientras frotaba su cuerpo con un paño de estameña, pudo apreciar los cambios que se habían producido en él. La tersura de su piel no era la de la juventud, sus pechos no eran tan firmes y tersos, algunas manchas marrones se extendían por varias zonas de su piel y algunas arrugas surcaban su rostro. Pero, a sus cuarenta y ocho años, mantenía la tersura del vientre, tal vez por no haber estado nunca embarazada, la delicadeza de sus manos, que cuidaba con esmero, y el brillo de sus ojos melados. Sin embargo, dos, tres años más, y los últimos fulgores de la belleza de la juventud desaparecían para dar paso a los primeros síntomas de la anciana que no tardaría en manifestarse.
En un pequeño pebetero quemó una ramita de sándalo, y por la estancia se expandió un aroma exótico y embriagador; alimentó el fuego de la chimenea y encendió dos cirios de cera y un candil de aceite, creando así un ambiente cálido y mágico a la vez.
Teresa había ordenado a todos los miembros de su taller que la dejaran sola aquella noche. Ni siquiera su criada, una joven cuya familia vivía en un pueblo cercano a Burgos, estaba en casa. Teresa le había dicho a mediodía que le daba permiso para que fuera a su aldea a visitar a sus padres y que no regresara hasta dos días después.
Enrique salió de su casa de la calle de las Armas entre las primeras sombras de la noche. Le dijo a Matea que no regresaría hasta el día siguiente. La joven esposa no comentó nada; educada por su rica familia de mercaderes para obedecer sin rechistar a cualquier orden del padre o del esposo, acataba lo que su marido le ordenaba y se limitó a mecer entre sus brazos a su hijito.
El arquitecto llamó a la puerta de Teresa, y ésta la abrió intentando no hacer ruido. Enrique se deslizó al interior del zaguán, empujó la puerta para cerrarla con un pie y besó a Teresa con pasión.
—Tu joven esposa no calma tu ardor —le dijo—. Le falta experiencia.
—La nueva ley perdona a los jóvenes si éstos no pueden mantener su castidad debido a sus impulsos vitales.
—Ya no eres un joven —dijo Teresa.
—Tú me haces volver a serlo.
Enrique acarició los cabellos de Teresa, que caían sueltos sobre sus hombros, y aspiró el aroma fresco y delicado del agua de Colonia.
Hicieron el amor a la luz de las tres llamas y de las brasas de la chimenea, que parecían teñir de rojo el aire de la alcoba.
—¿Sabes cuánto tiempo hace que vivimos esta misma situación? —le preguntó Teresa.
—Perfectamente: veintiséis años, aunque no siempre ha sido la misma.
—He leído que algunos poetas hablan cada vez más del amor como algo eterno, un sentimiento tal que ni siquiera la vejez puede arruinar. ¿Nos estará ocurriendo eso?
—Me parece que no han oído los poemas que se escuchan por León y por Galicia. Algunos son atribuidos al mismo rey don Alfonso, y en ellos no sale precisamente bien parado el amor eterno. Escucha éste; me lo enseñó este verano en León el maestro de la herrería, y dicen que su autor es el rey Alfonso. Lo escribió al saber del éxito amoroso de un clérigo que tenía muchas amantes y que fornicaba con la que en cada momento le apetecía. Usaba una táctica muy ingeniosa para ello: a la mujer de la que pretendía aprovecharse, le decía que apreciaba síntomas de estar endemoniada y que la única manera de sacarle de dentro el espíritu del Maligno era fornicar hasta que quedara redimida.
—Lo que de verdad querían esas mujeres era que las montara el cura.
—Así es. Seguramente tenían el mal de san Marcial.
—¿Qué es eso? —se extrañó Teresa.
—También lo llaman furor uterino, o fuego en el coño; vamos, que hay mujeres que no pueden estar un momento sin que alguien las goce. Pero escucha el poema:
Juan Rodríguez le preguntó a Balteira
cuáles eran sus medidas, para coger madera,
y ella dijo: Para hacerlo bien debes coger
el tamaño justo,
así y no menor, de ninguna manera.
Y dijo: Ésta es la buena manera
y, además, no sólo la he dado a vos,
y puesto que sin compás la he de meter,
tan larga debe toda ser
que pueda entrar entre las piernas
de la escalera.
A Mayor Muñiz le dio otra semejante
y ella vino a cogerla con gusto
y María Arias hizo justo lo mismo
y Alvela, la que estuvo en Portugal;
ellas la cogieron en la montaña.
Y dijo: Ésta es la medida de España,
que no la de Lombardía ni la de Alemania,
que sea tan gruesa no es malo
pues delgada no va bien para la raja.
Y de esto yo sé más que Abondaña.
—¿Estás seguro que don Alfonso ha escrito eso? —preguntó Teresa.
—Nadie lo duda. El arte de trovar es considerado por muchos como la más perfecta de cuantas artes ha inventado el hombre. Trovar sólo es propio de hombres cultos, y su majestad lo es. Escucha este otro poema, todavía es más directo:
Fui a poner la mano el otro día
en el coño de una soldadera,
y me dijo: «Quita de ahí, sinvergüenza,
que ahora no es el momento
de que me follen, pues es el tiempo
que prendieron a Nuestro Señor en la pasión:
sal de mí, pecador,
porque no he merecido mucho mal».
—No me imagino a un rey recitando semejantes versos en la Corte.
—Pues escucha éste otro; su autor no es don Alfonso, sino un poeta gallego amigo suyo llamado Alfonso Eanes do Cotón. Cuando me lo recitaron, me aseguraron que don Alfonso se reía a carcajadas al oírlo:
Mariña, en tanto disfrutas
yo lo tengo por desaguisado,
y estoy muy maravillado
de ti, porque no revientes:
porque te tapo con esta mi boca
tu boca, Mariña,
y con estas narices
yo tapo, Mariña, las tuyas;
y con mis manos tus orejas,
y los ojos y las pestañas;
te tapo primero cuando te cojo
con mi picha, tu coño,
como nunca vi ninguno,
y con los dos cojones el culo.
¿Cómo no revientas, Mariña?
—No parece un amor demasiado eterno, sino carnal, sólo carnal —asentó Teresa.
—No todo el amor es así, aunque a veces sólo se manifieste de esa manera.
Enrique felicitó a Juan Pérez. El segundo maestro de obra de Burgos había hecho en aquellos meses un gran trabajo. Siguiendo las instrucciones que Enrique le dictara antes de salir hacia León, había organizado el taller de escultura de manera magnífica. Había dividido a los integrantes del taller en varios equipos, valorando las diferencias cualitativas de cada uno de los miembros, maestros de taller, oficiales y aprendices, y distribuyéndolos en función de sus capacidades y de sus concordancias estilísticas. Cada equipo tenía al frente a un maestro de taller, dos o tres oficiales y dos o tres aprendices, y todos trabajaban coordinados de modo que cada uno de ellos sabía perfectamente cuál era su misión en el equipo. Ni siquiera el taller de la catedral de Amiens había alcanzado tal grado de coordinación. A fines de aquel año ya comenzaron a trabajar en las esculturas del claustro.
En primavera comenzaron las obras del claustro, a la vez que se derribaba el viejo, que era lo único que quedaba en pie de la primera catedral. Con un taller tan organizado, Enrique prometió al obispo don Mateo que estaría acabado en diez años. El claustro sería además el mejor lugar para mostrar la escultura de los reyes Fernando III y Beatriz de Suabia, que don Alfonso había encargado a Enrique para ensalzar a su madre ante su madrastra. Las dos figuras reales talladas por el propio Enrique mostraban al rey Fernando ofreciéndole delicadamente a su primera esposa el anillo de bodas. Aquel grupo, nunca labrado hasta entonces, iría colocado en la panda norte del claustro.
La distribución de los equipos del taller de escultura de Burgos y su propia composición provocaron un gran cambio en la concepción de las esculturas. Tradicionalmente, maestros y oficiales trabajaban la talla según un patrón fijo y predeterminado, donde casi nada se dejaba a la inspiración de cada maestro u oficial. Por el contrario, la dinámica del nuevo taller hacía posible que hubiera mucha mayor libertad de intervención, por lo que las figuras se tallaban con tal individualismo de rasgos que cada escultura de un ser humano parecía estar copiada no de un modelo común sino de un personaje concreto.
El maestro Simón de Champaña, tras cuatro años enfermo, murió. Durante todo ese tiempo Enrique no pudo cruzar ni una sola palabra con el hombre que había trazado el plano de la catedral de León, pues tras la repentina enfermedad sufrida apenas podía moverse y había quedado impedido para hablar o comunicarse de cualquier otro modo.
Conforme se iban alzando los pilares de esa catedral, se hacían más evidentes las diferencias con la de Burgos; tanto, que nadie hubiera dicho que ambas habían salido de la misma mano, aunque la cabecera de Burgos había sido trazada por Luis de Rouen, y no por Enrique, y el plano de la de León era igual que el de Reims, pero a una escala de dos tercios. «De nuevo las proporciones relacionadas con el número de Dios», pensó Enrique.
Teresa seguía al frente de su taller, Enrique viajando entre Burgos y León y Matea cuidando al pequeño Juan, a quien Enrique contemplaba a menudo e intentaba imaginar cómo hubiera sido el hijo que nunca tuvo con Teresa.
Por el Camino Francés seguían llegando año tras año miles de peregrinos que traían a Castilla y León noticias, productos y libros que iban dejando por las diferentes etapas que recorrían. Unos contaban milagros acaecidos en París o en Bourges, otros cantaban canciones escritas en Londres o en Milán, otros hablaban de una tierra de maravillas que se extendía en el extremo oriental del mundo, donde el oro era tan abundante que todas las casas tenían sus tejados construidos de este precioso metal; era el reino del preste Juan, un emperador cristiano cuyo ejército no tardaría en avanzar hacia Occidente para ayudar a los cristianos a acabar con el Islam y recuperar definitivamente los Santos Lugares. Y entre tanto, el claustro de Burgos y la nueva catedral de León seguían creciendo hacia el cielo, recordando a los hombres cada día que era posible construir cuanto se propusieran.
En sus palacios del sur, en Sevilla o en Córdoba, el rey Alfonso se había rodeado de un boato propio de los sultanes de Oriente. Sus traductores habían vertido al latín decenas de libros de ciencia, medicina y astronomía, pero también algunos cuentos, poemas y narraciones que hablaban de un tiempo feliz en el que las ciudades estaban llenas de maravillas. El rey incorporó a sus ceremonias de Corte parte del boato y de las formas estéticas que pudo aprender en los tratados árabes.
El rey Alfonso conquistó la ciudad de Niebla, donde por primera vez se utilizó una sustancia llamada pólvora, un polvo negro, mezcla de azufre, salitre y carbón vegetal, que provocaba una gran explosión si ardía comprimido en un recipiente. Algunos creyeron que el rey, al que ya llamaban Sabio, no tardaría en entrar triunfante en Granada, Málaga y Almería, las tres únicas grandes ciudades que faltaban por conquistar, pero otros sostenían que tal vez hubiera que esperar mucho más tiempo.
Matea quedó de nuevo embarazada y tuvo un segundo hijo. Fue una niña, a la que bautizaron con el nombre de Isabel, el de la madre de Enrique. La niña nació con los ojos azules y el pelo rubio, como su abuela. Ese mismo día nació en Burgos una niña pelirroja; la madre, una joven inglesa casada con el rico mercader García de Sanchester, también de origen inglés, fue acusada de haber sido fecundada por el demonio. Pero el obispo zanjó la cuestión declarando que había sido engendrada por su padre verdadero cuando la joven esposa estaba en los días de la menstruación. Don Mateo recriminó por ello a los dos esposos, pese a que García insistió en que no fue así, y les impuso una penitencia.
Teresa dibujó las vidrieras de León siguiendo el programa que había establecido el cabildo de acuerdo con Enrique de Rouen. El maestro de Chartres había concebido tres grandes rosetones, uno en cada una de las tres fachadas, como focos fundamentales de luz. Los grandes maestros constructores de catedrales seguían el canon que enunciara el abad Suger al crear el nuevo estilo y concebir los nuevos templos como verdaderas obras teológicas; Suger dijo que la nave debía de brillar encendida de luz, y eso era lo que pretendía hacer Enrique en León.
—Busco la luz, la forma de atrapar la verdadera luz dentro de este edificio. Al exterior van colocadas las esculturas, las escenas que anuncian a los creyentes el premio o el castigo eternos, pero dentro de la catedral sólo habrá luz. Decía uno de mis maestros que las ventanas con vidrieras deben ser escrituras divinas que viertan la claridad del verdadero sol, es decir, de Dios, en la iglesia, iluminando los corazones de los fieles a través de sus ojos.
Enrique de Rouen hablaba así ante Teresa Rendol a la vista de la fábrica de la catedral de León, cuyos pilares y contrafuertes comenzaban a perfilarse sobre el horizonte de las montañas nevadas del norte. Ambos amantes habían viajado desde Burgos una vez que Teresa aceptara pintar las escenas que luego servirían de patrón para trasladarlas al vidrio y colocarlas en los ventanales de la catedral de León.
En los últimos años, y a causa de la enorme cantidad de vidrieras construidas para las catedrales del nuevo estilo, en la técnica del vidrio se habían logrado espectaculares avances. Los primeros maestros vidrieros habían estado obsesionados por lograr la mayor claridad y transparencia en sus vidrios, pero varios años después se procuraba sobre todo conseguir un efecto de profundidad, y para lograrlo se oscurecían los vidrios con respecto a los de los primeros modelos.
En cuanto llegó a León, Teresa se puso a dibujar las escenas que irían en cada una de las vidrieras. En cierto modo, cada vidriera era como un mural, aunque dibujado con vidrio y no sobre una pared. La vidriera enseñaba una escena y describía una situación, exactamente igual que una pintura.
La maestra de pintura aprendió mucho trabajando con los oficiales del taller de vidrio, pero ella supo transmitirles el gran conocimiento que poseía para combinar diferentes colores y lograr así unos efectos jamás conseguidos hasta entonces. Teresa supo combinar, como ya lo hacía en los murales o en los retablos, los colores cálidos y los fríos para dar sensación de volumen, logrando en las escenas de las vidrieras una doble sensación de calidez y gravedad a la vez.
—El amarillo, el rojo y todas sus gamas son cálidos, y por tanto próximos; el azul y el verde son fríos y lejanos —insistía la maestra a los vidrieros, que escuchaban atentos cada una de sus indicaciones.
Cuando las primeras vidrieras comenzaron a colocarse en los ventanales de la cabecera, Enrique y Teresa los contemplaron orgullosos.
—Puede que tengas razón, y que ésta sea, cuando se acabe, la catedral más hermosa del mundo —dijo Teresa.
—Si es así se lo deberé a mi padre, a mi tío y al maestro Jacques. Y a ti. Sin tu trabajo y tus conocimientos, este templo hubiera sido uno más —repuso Enrique.
—Yo me limito a dibujar los motivos que tú y el cabildo decidís para cada vidriera.
—No, haces mucho más. Eliges los colores, los combinas adecuadamente, sabes cuál es la mejor solución en cada lugar.
—Tal vez esté mancillando la memoria de mi padre. Él nunca hubiera aceptado este trabajo; decía que un pintor necesita grandes muros, y que es él quien debe dar luz a las escenas que pinta.
—No lo creo. Tu padre estaría hoy muy orgulloso de ti.
—Nunca renunció a sus principios.
—Eso le honra, pero a veces las cosas cambian y tenemos que adaptarnos a esos cambios. Hoy construimos con piedra, madera y vidrio, tal vez dentro de muchos años lo hagan de otra manera, tal vez recen a otros dioses, tal vez sientan de otra forma.
—Eso que dices suena a herético —ironizó Teresa.
—Bueno, lo que hoy es herejía, mañana puede ser doctrina.
Enrique regresó a Burgos y Teresa se quedó en León trabajando en las vidrieras de la catedral. El taller de escultura burgalés requería de su presencia, pues estaban comenzando a colocar las últimas esculturas, que coronaban pináculos y gárgolas de la catedral, y había que decidir algunas cuestiones importantes de la obra del claustro.
La maestra había cumplido cincuenta años y los primeros signos de la vejez se estaban asomando a su rostro. Tenía el pelo totalmente cano, aunque seguía tiñéndoselo, arrugas en la frente, en torno a los ojos y en las comisuras de los labios, y su cuerpo había perdido buena parte de la tersura y elasticidad de antaño.
Hacía ya muchos meses que no le acudía el flujo menstrual propio de las mujeres, precisaba utilizar los anteojos para pintar y sufría algunos dolores, todavía no demasiado intensos, en la espalda y en las articulaciones. Una tarde, de regreso a la pequeña casa que había alquilado en León, se sintió enferma. Jamás había tenido hasta entonces ningún percance, ni ninguna enfermedad. Sólo algunos dolores en la espalda, propios de su profesión y de tanto tiempo en pie pintando frescos o retablos, y algunas molestias en el cuello. Pero aquel día sintió que su cuerpo ardía como si hubieran encendido un fuego en su interior, mientras sentía escalofríos y una sudoración helada sobre su piel.
Durante seis días permaneció en cama, justo cuando más necesaria era en el taller. Uno de los oficiales vidrieros se quejó ante el obispo por la ausencia de la maestra. El oficial sostuvo que las mujeres no tenían que realizar ese tipo de trabajos.
El obispo atendió las reclamaciones de aquel hombre y mandó llamar a su presencia a Teresa. La maestra intentó convencer al enviado del obispo de que no podía salir de casa, pues su estado de salud era muy precario y podría empeorar, pero el mensajero del obispo insistió en que tenía que presentarse de inmediato ante su eminencia. Teresa se incorporó con ayuda de Juana, su inseparable criada que la había acompañado desde Burgos, y se vistió abrigándose con una capa de lana forrada con piel de zorro. Y muy despacio, apoyándose en Juana, se dirigió a presencia del obispo.
Su eminencia el obispo de León no la recibió enseguida, sino que la hizo esperar un buen rato, hasta que al fin le concedió audiencia.
—Doña Teresa, ha habido algunas quejas acerca de vuestro trabajo en la fábrica de la catedral. Hay una denuncia causada por vuestras reiteradas faltas de asistencia al trabajo.
—Eminencia, he estado, todavía lo estoy, muy enferma. Me aquejan unas fiebres desde hace unos días y apenas puedo tenerme en pie.
—Vuestra condición femenina debe de ser la causa de vuestra debilidad.
—Tal vez, eminencia, tal vez, pero puedo aseguraros que jamás hasta ahora había faltado un solo día a mi trabajo.
—Bueno, en ese caso será por vuestra edad, ya no sois joven.
—También tenéis razón, señor obispo, pero en los varios meses que llevo en León he visto enfermar y causar baja en el trabajo a muchos hombres jóvenes y sanos debido a diversas enfermedades. Y en cuanto a la edad, eminencia, no creo que sea causa suficiente, aunque sí es cierto que con el paso del tiempo se deteriora el cuerpo y la mente, pero recuerdo ahora que una mujer llamada Hildegarda de Bringen murió a los noventa y nueve años, casi el doble de los que yo tengo. No sé si conocéis su historia; fue una mujer extraordinaria que tuvo visiones místicas, escribió libros de ciencias, de física y de medicina y compuso canciones y dramas. Fue un ejemplo vivo de que ni su condición de mujer ni su edad supusieron debilidad alguna.
—No opinan así la mayoría de los sabios. El infante don Fadrique ha hecho traducir el
Sendeba
o
Libro de los engaños y de los asayamientos de las mujeres
; allí puede leerse que la mujer suele causar la ruina del hombre.—Os recuerdo, eminencia, que fue una mujer, María, la elegida por Dios para traer al mundo a su hijo, y que vos mismo habéis sido engendrado en el vientre de una mujer.
—Cuidado, doña Teresa, estáis yendo demasiado lejos.
—Lo siento si os he molestado, pero mi ausencia sólo ha sido motivada por una enfermedad. ¿Sabéis cuántos hombres de los que aquí trabajan han estado enfermos en las últimas semanas?
—Está bien, está bien, reponeos y volved a trabajar con la energía de siempre.