—¿Qué nos ha pasado? —preguntó el arquitecto.
—Nuestro destino, Enrique, era nuestro destino.
Sin que sus cuerpos pudieran responder a otra cosa que a la pasión, Teresa y Enrique volvieron a hacer el amor, después de muchos meses. Lo habían hecho en tantas ocasiones, se conocían tan bien, sabía cada uno de ellos lo que deseaba el otro, que aquel reencuentro fue enormemente placentero.
El atardecer los sorprendió abrazados en el lecho.
—Tal vez debí aceptar tus propuestas de matrimonio —dijo Teresa.
Los matrimonios entre personas pertenecientes a la misma clase, sobre todo a las clases elevadas, jamás eran por amor, sino fruto de la conveniencia política o económica de los padres. Los caballeros de Burgos siempre se casaban con mujeres ricas, hijas de otros caballeros, de modo que los lazos de sangre y las relaciones económicas primaban sobre las querencias de los esposos.
—Debo marcharme; mi esposa…
—Tu joven esposa, claro.
—¿Volveré a verte? —le preguntó Enrique.
—Siempre que tú quieras; desde hoy no soy otra cosa que tu barragana.
A finales del verano de 1259 toda la catedral de Burgos estaba bajo tejado, las tres portadas acabadas y las torres de la fachada principal a punto de ser rematadas. Enrique dejó en Burgos a su esposa Matea, cuyo estado de gestación ya era notorio, y viajó a León, donde las obras de la cabecera seguían a un ritmo vertiginoso. Su plan consistía en abrir todos los espacios posibles a la luz, con lo cual los muros de piedra eran pocos y en consecuencia el volumen de piedra a labrar escaso, por lo que la obra avanzaba muy deprisa.
Por León aparecieron varios vendedores de reliquias. En cuanto se corrió la voz de que don Alfonso estaba construyendo una gran catedral en esa ciudad, todos los vendedores de reliquias acudieron con sus productos. Burgos poseía una capilla de las reliquias, que era la más visitada y la que recibía mayor cantidad de limosnas, la Santa Capilla de París se había construido exclusivamente para guardar las más preciadas reliquias de la corona de Francia, la catedral de Oviedo conservaba el arcón con las reliquias que provocaron la admiración del mismísimo Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, de modo que León no podía ser menos.
Enrique intentó convencer al cabildo leonés para que no adquiriera algunas de las reliquias que le ofrecían, pues intuía que eran falsas. Muchas de ellas venían con su certificado de autenticidad, algunos emitidos por notarios de ciudades de Oriente en latín, una lengua que seguramente no se conocería en esos países, y cuya redacción era tan burda que resultaba evidente su falsificación.
Algunos canónigos, sabedores de la falsedad de aquellas reliquias, optaron no obstante por comprarlas; en unos casos porque aseguraban que una catedral con abundantes reliquias era un estupendo reclamo para los peregrinos, y en otros porque cobraron sustanciosos porcentajes por recomendar su adquisición. En aquellos días la Iglesia estaba predicando la necesidad de una nueva cruzada, y entre los cristianos se había instalado una especie de euforia religiosa, una corriente de espiritualidad que lo impregnaba todo.
El primer hijo de Enrique y Matea nació poco antes de Navidad. Lo bautizaron en Burgos con el nombre de Juan, en recuerdo del abuelo paterno. El niño nació robusto y con buena salud: sobreviviría. El arquitecto imaginó por un instante que aquel niño debería de haber sido de Teresa.
En verdad que los tiempos estaban cambiando. El extraordinario impulso del que la Cristiandad disfrutara en el último siglo y medio estaba llegando a su fin. El Papado y los reyes de Occidente seguían convocando a la cruzada y a la guerra contra el Islam, pero el ímpetu de los primeros momentos había dado paso a la resignación de quienes sabían que los últimos enclaves cristianos en Tierra Santa se perderían en pocos años. La derrota y cautiverio del rey Luis de Francia, liberado sólo después de que se abonaran por su rescate medio millón de libras al sultán egipcio Baibar, supuso un golpe casi definitivo a los ideales que encabezara el noble Godofredo de Bouillon en la primera Cruzada, cuando en 1099 los cristianos lograron conquistar Jerusalén. Pero de aquellos éxitos hacía ya mucho tiempo, e incluso en la península Ibérica la guerra contra los musulmanes se había frenado tanto que estaba prácticamente detenida. El sueño de Fernando III tardaría en cumplirse.
Don Alfonso parecía haber perdido todo su interés en la guerra contra los sarracenos del sur, que habían logrado establecer un sólido reino en torno a la ciudad de Granada, cuyo comercio florecía gracias a los intercambios comerciales con el norte de África y al control del mercado del oro que procedía de unas montañas doradas de las que algunos viajeros decían que se alzaban hasta las nubes en el centro de África, una tierra desconocida para los castellanos. El hijo de Fernando III se había vuelto receloso y taciturno y pasaba casi todo el tiempo entre los sabios de su Corte en las escuelas de Toledo, donde se traducían los textos científicos de los antiguos, o debatiendo con sus consejeros sobre la mejor manera de gobernar sus reinos. En algunas veladas, el rey se rodeaba de los últimos trovadores y juglares. Perseguidos por sus mordaces y duras críticas contra las altas dignidades eclesiásticas, los poetas satíricos y burlescos huían de la Inquisición, que se extendía por la Cristiandad occidental, y llegaban a Castilla a través del Camino Francés, buscando refugio en la última corte de Europa donde tenían acogida y cobijo. Acompañado por los últimos goliardos, los poetas que en los dos siglos anteriores hicieran de la libertad y el vagabundeo un modo de vida, el rey de Castilla y León componía poemas que sus escribanos anotaban en cuadernos de papel y que más tarde él mismo corregía. A don Alfonso le gustaba recitar poemas en la dulce lengua de los gallegos, porque aseguraba que era mucho más musical y apropiada para la lírica que la áspera lengua castellana.
A veces, el monarca participaba en las investigaciones de los sabios, de los que aprendía astronomía, astrología y física, y con los cuales experimentaba en el uso de ácidos y amalgamas en torno a los secretos de la alquimia, a pesar de las reticencias de sus consejeros religiosos, que consideraban estas prácticas como próximas a la herejía. Todo ello ayudaba a don Alfonso a olvidar, siquiera durante las largas veladas del invierno, los problemas económicos que se sucedían sin otra respuesta que devaluar una y otra vez la moneda.
El obispo don Mateo murió tras sólo dos años de episcopado en Burgos y fue sustituido por don Martín González. Enrique ya había perdido la cuenta del número de obispos que se habían sucedido desde don Mauricio, el único que en verdad soñaba con una nueva catedral de cuantos había conocido.
A sus cincuenta años, el maestro de obra se sentía rejuvenecido gracias al encargo de construir la nueva catedral de León y al nacimiento de su hijo Juan. En los primeros meses de vida del niño, Enrique pasó muchas horas junto a la cuna de madera que le regalara el hijo del maestro Sarracín, en uno de cuyos laterales el joven oficial carpintero había tallado las figuras muy esquemáticas de la Virgen con el Niño y a sus pies dos palomas con los cuellos entrelazados.
Enrique había construido la fachada oeste, la principal de la catedral de Burgos, imitando el modelo de Nuestra Señora de París, que se estaba imponiendo en la mayoría de las obras. Con la catedral burgalesa a falta de algunos detalles y del remate de las torres, Enrique se volcó por completo en la de León. En una entrevista con el nuevo prelado burgalés, el sagaz don Martín, le recomendó la contratación de un maestro de obra que le sustituyera en la dirección de la fábrica de Burgos cuando él tuviera que desplazarse hasta León.
El elegido fue un destacado oficial llamado Juan Pérez, que había estado trabajando con Enrique desde hacía veinte años. Esa circunstancia le daba la seguridad de que sus órdenes se cumplirían estrictamente. Don Martín estuvo de acuerdo y Juan Pérez recibió su título de maestro de obra tras un examen al que fue sometido en Burgos por el propio Enrique de Rouen y por todos los maestros de los distintos talleres de la catedral.
En Burgos se acababa de expedir el primer título de maestro de obra, que don Alfonso certificó enseguida y le dio validez para todo el reino. Enrique estaba muy orgulloso por ello; ya era como su padre y como su tío, ya tenía discípulos que habían alcanzado el más alto grado en los gremios de los constructores de catedrales.
Días antes de partir hacia León, Enrique visitó a Teresa. A pesar de su ruptura y del matrimonio del arquitecto, los dos maestros se seguían viendo una o dos veces cada semana. Procuraban hacerlo con la mayor discreción, utilizando a sus criados más leales para concertar las citas. En aquellos encuentros clandestinos, tal vez por el dulce sabor que produce rebasar las fronteras prohibidas, los dos amantes volvieron a recuperar buena parte de la pasión que una vez perdieran.
Sus encuentros amorosos tenían lugar de noche. Enrique aprovechaba el atardecer y las primeras sombras del ocaso para deslizarse sigilosamente por las calles de Burgos hasta la casa de Teresa en el barrio de San Esteban. Pasaban juntos la velada y, antes de amanecer, Enrique regresaba a su vieja casa del barrio de San Juan, que todavía conservaba a pesar de que desde que se casara con Matea vivía habitualmente en la gran casa de la calle de las Armas que su suegro le entregara como dote de bodas.
—Dentro de unos días regreso a León. El buen tiempo ya está llegando y quiero encargar las trazas de las primeras vidrieras, de manera que los tallistas tengan trabajo el próximo invierno. He pensado en ti para que hagas los dibujos que luego copiarán los vidrieros; ¿aceptas? —le dijo Enrique a Teresa tras una noche de amor, poco antes de amanecer.
Un gallo cantó mientras Enrique, esperando la respuesta de Teresa, se calzaba con parsimonia las botas de cuero.
—Me encantaría, pero para ello debería ir a León, y nuestra presencia juntos en esa ciudad despertaría no pocas sospechas. Nadie ha olvidado lo que durante tanto tiempo fuimos.
—No viviremos en la misma casa; yo dispongo de una pequeña casita junto a la catedral que ha puesto el cabildo a mi disposición, y tú podrías alquilar una mientras tengas que estar en León; si no lo deseas, no nos veremos más que en el trabajo. No creas que te hago esta oferta por tenerte cerca de mí; creo que eres la mejor en tu oficio y deseo que las vidrieras de la catedral de León sean las más bellas de cuantas jamás se hayan fabricado.
—¿Tú y yo, en León, sin tu mujer?, ¿estás loco? Acabaríamos viviendo juntos, lo sabes, y nos sorprenderían al fin. El adulterio se castiga ahora con azotes en la plaza pública o en las puertas de la ciudad, y los adúlteros son paseados por las calles desnudos y atados. ¿Quieres verte así?
—Eso sólo ocurre si la adúltera es la esposa, y que yo sepa, tú no estás casada. Nunca quisiste estarlo por esa condenada fidelidad a las creencias cátaras que te enseñó tu padre.
—Todo el mundo en Burgos pensará que nos vamos a León para vivir juntos lejos de tu esposa. Tu suegro es uno de los caballeros más poderosos de esta ciudad. ¿Recuerdas lo que me contaste de Abelardo y Eloísa? Ese hombre podría ordenar que te hicieran lo mismo que a Abelardo si se entera de tu infidelidad.
—Lo único que pensarán es que para la más hermosa catedral del mundo hacen falta los maestros más preparados. Y todos saben que tú eres la mejor.
»Ya he dibujado el boceto de cómo serán las trazas de los tres rosetones de las tres portadas, y las vidrieras de todas las ventanas, pero es preciso dibujar los motivos para que luego sean rellenados con el vidrio, así como la distribución de los colores. Te necesito para ello.
—¿Cuándo tendría que hacer ese trabajo?
—Los bocetos deberían estar listos para dentro de un año.
—De acuerdo —aceptó Teresa.
—Bien, eso está muy bien.
Enrique besó a su amante, que seguía recostada en la cama, se ajustó el jubón, se cubrió los hombros con el capote y salió de la casa cuando las tempranas luces del alba comenzaban a descubrir los primeros colores.
El cabildo de Burgos le encargó a Enrique que trazara los planos del futuro claustro. Acabada la catedral, los canónigos querían disponer de un claustro como los de los grandes monasterios y las viejas catedrales. El claustro era propio de otras épocas y no tenía ningún sentido en el nuevo arte de la luz, pero en Castilla y León no podía entenderse un edificio religioso de semejante magnitud sin un claustro que lo complementara. El viejo claustro de la primitiva catedral todavía estaba en pie, pero al lado de la nueva desentonaba de tal modo que nadie dudó que era urgente sustituirlo por uno acorde con el templo.
Enrique de Rouen se reunió con Juan Pérez, el segundo maestro de obra, y ambos dibujaron la traza del claustro, que se construiría pegado a la catedral, entre la puerta del Sarmental y la cabecera. Enrique lamentó aquella decisión del cabildo, pues creía que la presencia del claustro restaba elegancia a la catedral, pero no tuvo más remedio que aceptar aquella exigencia.
Mediada la primavera, el obispo de Burgos le dijo a Enrique que había hablado con el rey don Alfonso y que ya habían fijado una fecha para la consagración de la catedral. Sería el día 20 de julio. Entre tanto, el papa Alejandro VI concedió un año y cuarenta días de indulgencia a quienes visitaran la catedral el día del aniversario de su dedicación y los ocho días siguientes, y cien días a quienes la visitaran a lo largo de aquel año.
El 20 de julio la catedral de León fue consagrada con toda solemnidad; todavía faltaban por colocar algunas esculturas en las partes más altas, pero la obra arquitectónica estaba completamente acabada. La consagración atrajo a todos los burgaleses y a mucha gente de la comarca. La ciudad estaba llena, días antes incluso, de puestos callejeros en los que se vendían todo tipo de alimentos, algunos nunca vistos antes, y numerosos productos traídos de Francia, Italia, Alemania e incluso de África y de Oriente.
Cuando el obispo don Mateo consagró la catedral con el agua bendita, que asperjó con el hisopo, y dispersó el humo del incienso, Enrique de Rouen se sintió confortado, y por un instante pensó que era el ser más afortunado del universo. En la fachada principal, el programa escultórico ideado por Enrique de Rouen se había convertido por instigación del rey Alfonso en una exaltación de la monarquía castellano-leonesa. Flanqueando las jambas de la puerta mayor había colocado a dos parejas de esculturas que representaban una al rey Alfonso VI y al obispo Astecio, constructores de la vieja catedral y responsables de la fundación de la sede episcopal burgalesa, que el conquistador de Toledo trasladó desde Oca, y la otra al rey Fernando III y al obispo Mauricio, fundadores de la nueva catedral. Así se representaba la unidad del poder real y de la Iglesia, la legitimidad absoluta de la monarquía, su continuidad dinástica y su carácter divino.