L
os musulmanes sometidos del reino de Murcia se sublevaron, y don Alfonso acabó con aquella revuelta de manera contundente. El rey de Castilla y León había conquistado ese reino siendo príncipe, y después, ya como soberano, había incorporado las ciudades de Niebla y Cádiz a la Cristiandad. Don Alfonso no estaba tan interesado como su padre en echar al mar a los musulmanes que quedaban en la Península, ni la nobleza castellana y leonesa tenía ya las mismas fuerzas, ni la gente de sus reinos abundaba lo suficiente como para poblar las futuras conquistas. Algo estaba pasando en Europa, porque ya no llegaban tantos pobladores dispuestos a quedarse en esta tierra como ocurriera décadas atrás; y sin gente para poblar las conquistas, aunque se ocupara una ciudad, no había después modo alguno de mantenerla.
También había menos riqueza y las cosechas no habían vuelto a recuperar el nivel de producción que alcanzaran en la primera mitad del siglo. Parecía como si el impulso vital se hubiera detenido y se estuviera a la espera de que algo trascendente fuera a ocurrir.
Enrique regresó a León y conoció entonces los problemas que había tenido Teresa con el obispo; uno de sus hombres de confianza le confesó que la destreza de la maestra causaba recelos en algunos oficiales, que se sentían molestos al tener que acatar las órdenes de una mujer.
El arquitecto reunió a todos los oficiales de los diversos talleres.
—Jamás he escuchado música más deliciosa que la interpretada por mujeres trovadoras tocando laúdes y violines, jamás he visto mayor delicadeza que la que se contiene en las manos de una mujer y jamás he conocido a nadie que supere la calidad de las obras de doña Teresa Rendol.
»Cuando me hice cargo de la fábrica de esta catedral dejé bien claro cuáles eran mis exigencias para cada uno de los que ibais a trabajar en ella: sólo quería, y sigo queriendo, lo mejor de cada uno de vosotros. Entre las casi cien personas que trabajan en los talleres hay al menos treinta y cinco mujeres. Nunca ha habido ninguna queja de su trabajo hasta que alguien denunció ante el obispo a doña Teresa. No pretendo saber quién es ni cuál fue su motivación, si es que puede existir alguna para semejante villanía, pero al autor de esa denuncia y a cuantos piensan como él, quiero decirles que aquí se valora a cada hombre y a cada mujer por sus obras, y únicamente por ellas.
»Hace treinta años que obtuve en París mi diploma de maestro de obra; entonces juré tres cosas: no construir ni castillos ni prisiones, hacer el bien y procurar la felicidad de los seres humanos. Mi trabajo consiste en levantar catedrales en las que se pueda ver siquiera un reflejo de la grandeza de la Creación. En estos treinta años he podido contemplar algunas de las mejores obras que han construido los hombres, y en todas ellas, en todas, está presente la mano de alguna mujer. Una mujer nos dio la vida a todos y a una de ellas están dedicadas todas las nuevas catedrales del estilo de la luz.
»Por todo ello, no consentiré que nadie murmure, menosprecie a otro o difunda falsedades. La construcción de una catedral como ésta no sólo requiere de un plan armónico y de la geometría adecuada, sino también de que exista esa misma armonía entre cuantos trabajan en ella. Esta catedral será al fin la que represente el triunfo de la luz sobre las sombras, por eso todos cuantos trabajan aquí han de ser personas lúcidas y bondadosas.
Los argumentos de Enrique sonaron contundentes y rotundos. Tras ellos, nadie pronunció una sola palabra. Acabado el discurso, Enrique ordenó que cada uno marchara a su trabajo y que no olvidaran nunca lo que les había dicho.
—Agradezco mucho tus palabras —le dijo Teresa, una vez que se marcharon los oficiales—. Has sido muy valiente.
—Te lo debía. ¿Sabes?, antes de aceptar el encargo de venir a Burgos pasé una semana con mi madre en Chartres. Fueron unos días hermosos que de vez en cuando recuerdo con emoción. Fue la última vez que la vi. Ella me enseñó a amar las cosas sencillas, lo cotidiano. También se lo debía a ella.
—Los has dejado impresionados; creo que a partir de ahora todavía te admiran más.
—No lo he hecho para que me admiren, sino para que sepan qué pretendo.
—Debí casarme contigo; ni siquiera mis creencias cátaras debieron separarme de ti —lamentó Teresa.
—Ojalá hubieras aceptado alguna de mis reiteradas demandas.
Teresa miró fijamente los ojos de Enrique. El maestro había envejecido en los dos últimos años, pero conservaba los hombros fuertes y los brazos poderosos de quien está acostumbrado a manejar con frecuencia el martillo y el escoplo para tallar esculturas.
—Hubieras sido el mejor de los esposos —asentó Teresa.
Los castellanos aún tuvieron energía para conquistar Jerez y Medina Sidonia, pero los musulmanes de al-Andalus habían logrado asentar un reino firme y estable en Granada y todo parecía indicar que acabar con ellos sería muy difícil.
Enrique regresó a Burgos a mediados de otoño. La traza del claustro de la catedral ya estaba casi acabada y el taller de escultura seguía funcionando a pleno rendimiento bajo la experta dirección de Juan Pérez. El obispo don Martín había decidido ampliar su palacio porque el que hasta entonces habitaba no guardaba consonancia con la catedral.
Ese mismo año un escudero fue capado en Burgos porque fue sorprendido fornicando con una mujer casada. Ya no había espacio para el amor libre que practicaba Teresa. Las últimas leyes promulgadas por el rey Alfonso habían endurecido la represión de todo lo relacionado con el incumplimiento de la moral que sobre el sexo predicaban las nuevas órdenes fundadas en el seno de la Iglesia. La pena de excomunión se aplicaba a quien yaciera con una mujer de religión, tanto a la fuerza como por su propia voluntad, pues se consideraba que cometía sacrilegio, pero nada se decía de los sacerdotes y clérigos, algunos de los cuales, como cierto clérigo de Cádiz, eran reputados como los mayores fornicadores del reino.
También se condenaba la mera búsqueda del placer. La ley de las Partidas exigía al marido que cuando «se ayuntara» con su esposa lo hiciera con intención de hacer hijos, en cuyo caso no existía pecado, «según Dios manda». Pero dictaba que cuando vencía el deseo de la carne y se buscaba el placer, los esposos cometían pecado venial porque se movían por la codicia del deleite y no por el mandato bíblico de hacer hijos.
Teresa acarició el cabello cano de su amante. Tras pasar unos meses en Burgos, el arquitecto había regresado a León, donde Teresa se había instalado definitivamente. Enrique se vistió despacio, como si deseara que aquel momento no acabara nunca.
—La edad no ha causado merma en tu fuerza, maestro —le dijo Teresa.
—Eres tú quien mantiene mi vigor.
—Ya no tengo la tersura de piel de la juventud.
—Para mí es suficiente tu presencia.
—Mi cuerpo ha perdido el encanto de antaño.
—Dicen los tratados de medicina, que a veces un hombre no puede copular con una mujer por desfallecimiento de su naturaleza, o porque la mujer tiene el sexo tan cerrado que el varón no puede penetrarla, o por causa de la edad, que pronto será mi caso… Pero nada o muy poco hablan de la importancia del deseo y de la pasión que es capaz de despertar una mujer en la cabeza de un hombre. Tú despiertas esa pasión en mí, y lo haces desde el primer día que te vi.
—¿Y tu esposa, te despierta algo similar? Es mucho más joven, más hermosa que yo…
—Matea fue una necesidad. Yo quería un hijo, un nuevo arquitecto que perpetuara la saga familiar de los Rouen, los constructores de catedrales.
—Yo nunca pude darte ese hijo…
—Me dijiste que no querías darme un bastardo.
—Te mentí. Siempre deseé quedarme encinta de ti; hice cuanto pude, recurrí a ungüentos, pócimas, brebajes… y a punto estuve de recurrir al maligno arte de los hechizos, pero creo que soy estéril. Mis creencias cátaras me impedían casarme contigo según lo hacen los cristianos que siguen los dictados del pontífice romano, pero no me impiden parir un hijo. Tu Iglesia admite que el matrimonio pueda anularse por impotencia del marido, yo no quería que tú me repudiaras por esterilidad.
En los días siguientes, Teresa y Enrique apenas se separaron un instante. Por las mañanas acudían a los talleres y a la obra de la catedral, donde Enrique supervisaba cada detalle y comprobaba y corregía si era preciso una y otra vez con la escuadra y la plomada que los pilares y los contrafuertes se alzaran con perfecta verticalidad; un pequeño error podía provocar un fallo en la estructura y el derrumbe de lo construido. A diferencia de lo que ocurriera en Burgos, donde los problemas financieros para la construcción de su catedral fueron muchos, en la de León el dinero abundaba.
Para los altivos leoneses, su catedral no era sólo un logro del cabildo y del obispo: era el símbolo del triunfo de toda la ciudad, cuyos vecinos se sentían herederos de una historia milenaria. Se mostraban orgullosos de ser una fundación de los emperadores romanos, la gran ciudad a través de la cual llegó la civilización a las rudas tierras del noroeste ibérico. El solar que ocupaba el caserío, sobre una colina sagrada, se asentaba sobre las ruinas de la civilización que en otro tiempo gobernó el mundo.
Los leoneses hicieron de la empresa constructora de la catedral algo muy suyo. Los comerciantes aportaron grandes sumas de dinero, los nobles donaron rentas y derechos, el cabildo y el obispo comprometieron incluso sus fortunas personales y el rey Alfonso hizo de esa obra un empeño personal.
Enrique contempló su obra satisfecho. Si los trabajos continuaban a ese ritmo, si las rentas, donaciones y limosnas seguían llegando en cantidades similares, pronto vería acabada la catedral que tanto había anhelado construir.
—Guillermo de Lorris, un escritor de mi país de origen, escribió en una ocasión que la rosa es el objeto ideal que todo perfecto caballero desea recoger —le dijo Enrique a Teresa.
Los dos maestros estaban en el taller donde se estaban comenzando a fabricar los vidrios que, siguiendo los dibujos de Teresa, decorarían los ventanales de la catedral.
—Rosetones… rosas, claro.
—Sí. El rosetón es la principal ventana de una catedral de la luz. Mi padre me enseñó que el templo perfecto ha de tener tres: los dos del crucero y el de la portada principal, a los pies de la iglesia, en la fachada oeste. Y su forma es la de una rosa, pues esta flor significa la victoria de la vida sobre la muerte, es decir, el triunfo de la luz sobre las tinieblas.
—¿Y por qué no cuatro? —preguntó Teresa—. Un rosetón en el ábside provocaría efectos maravillosos a la salida del sol; entonces sí que representaría el verdadero triunfo de la luz. Elimina el ábside, construye una catedral con cuatro rosetones.
—Eso ya no es posible. Ya está levantada casi la totalidad de la cabecera, y además, nunca se ha construido una iglesia sin un ábside. Allí debe ir el altar, lo dicen los preceptos de la Iglesia. Todos los templos tienen un lugar donde los fieles han de fijar sus ojos y su atención.
»Hace unos años, el alfaquí de Burgos me permitió entrar en su mezquita principal. Yo quería ver los delicados trabajos de sus carpinteros y sus yeseros. Y allí, en una pared que llaman de la
qibl
y que orientan hacia su ciudad sagrada de La Meca, colocan una hornacina llamada
mihra
. No es un altar ni contiene ninguna imagen, ni siquiera un objeto, simplemente es un hueco en la pared, un punto de referencia hacia el cual miran todos los sarracenos cuando rezan. Eso les confiere un sentimiento de unidad.
»Por eso, el altar debe centrar la atención de los fieles cristianos. Allí se expone el cuerpo de Cristo y su sangre, y allí oficia el sacerdote que con su ministerio consigue el milagro de la transustanciación: la conversión del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. Ahí es donde deben fijar su atención los fieles.
—Pero tú siempre has hablado de la luz, del triunfo de la luz, de la luz como fuente de la vida…
—Así es, pero los maestros de obras, y te lo dije en otra ocasión, no disponemos de absoluta libertad a la hora de trazar una catedral. ¿Acaso crees que un obispo admitiría que un rosetón le restara el protagonismo que asume cuando levanta la hostia en la consagración o cuando se dirige a los fieles en una homilía?
»Son hombres, y a veces llenos de defectos, como todos nosotros. Y entre esos defectos, y desde que el abad Suger hizo crear el nuevo estilo de la luz, está la ambición, el afán por disponer de la catedral más grande, más alta, más larga y más bella. Ya has visto cómo compiten los obispos entre sí para superar las obras del colega de la diócesis vecina. No les interesa la fe, sólo quieren ser reconocidos, dejar su huella, que el futuro los recuerde por haber hecho posible una obra hermosa.
—Algo similar pretendemos quienes pintamos retablos o quienes construís edificios.
—Tal vez, tal vez, pero tanto tú como yo buscamos la perfección a través de la belleza de nuestras obras, en tanto ellos sólo pretenden ser recordados por ellas.
Las primeras vidrieras estaban empezando a fabricarse. En los hornos se fundía arena de sílice bien lavada, a la que se incorporaban cenizas de haya. A la pasta resultante, una vez limpia de impurezas, se le añadían los óxidos metálicos que le conferían el color requerido para cada caso. Antes de que la masa se solidificara, se extendía sobre una plancha de metal y se alisaba con un rodillo hasta conseguir un disco de grosor inferior a medio dedo. Después, y con la ayuda de una cuchilla de acero, se cortaba ese disco en los pedazos con la forma precisa, según los patrones de los dibujos de Teresa, y cada pedazo se montaba en un bastidor de varillas de plomo ya sobre la traza de arcos y columnas de piedra de los ventanales.
—Creo que esta catedral será la más hermosa del mundo, y en buena parte se debe a tus vidrieras —dijo Enrique.
—Yo sólo he realizado unos simples dibujos, siguiendo los motivos que tú y el cabildo me habéis indicado —repuso Teresa.
—Pero son los colores, tus colores. Mira estos azules —Enrique cogió un disco de vidrio azul—. Son magníficos. Ya me imagino todos estos vidrios colocados en sus ventanales, dejando pasar la luz pero tiñéndola de una policromía fastuosa. Será como si hubiéramos atrapado el arco iris.
»En esta nueva catedral, la luz jugará una función única. Mi padre ordenó pintar el interior de la catedral de Chartres con un tono ocre amarillento; así, cuando la luz penetra por las vidrieras multicolores, adquiere una tonalidad dorada a pesar de filtrarse por vidrios azules, rojos, verdes y amarillos. Yo quiero lograr ese mismo efecto.