—Tú eres el hombre menos soberbio que conozco, y en los tiempos tan confusos que corren no creo que Dios tenga tiempo para dedicarse a cosas tan nimias.
—Todo parece invadido por una suerte de melancolía. Antes los poetas rimaban canciones de amor y de escarnio, donde todo era ligero y divertido, una permanente fiesta. Pero los nuevos poemas parecen tomar otro sesgo. El mismo rey don Alfonso ha escrito una canción en la que manifiesta su deseo de hacerse a la mar en un barco para buscar un lugar remoto en el cual pueda estar alejado de las intrigas y de las traiciones de la Corte.
»La gente parece haberse olvidado del amor y de la vida, y están obsesionados con la muerte y con los castigos del infierno.
—Tu iglesia siempre ha querido que las cosas fueran así. Tus clérigos odian la vida y el amor y predican muerte y castigos, y un infierno terrible y eterno para quien no siga sus preceptos. Ahí están sus templos, llenos de demonios, de tentaciones, de juicios, de condenados que arden en el infierno o que son devorados por monstruos horribles. ¿Recuerdas aquel viaje que hicimos juntos a Segovia? Yo quería pintar vida, esperanza y alegría, pero el párroco de la iglesia de San Esteban pretendía amedrentar a sus feligreses con escenas terribles. Bueno, nosotros al menos hemos tenido suerte, Enrique, y pudimos disfrutar de los tiempos alegres en nuestra juventud —asentó Teresa.
Un mensajero llegó a León con una carta para Enrique. El deán de la catedral de Burgos le comunicaba que el obispo don Martín había muerto y que requerían su presencia en la ciudad. El maestro se despidió de Teresa con un beso en la mejilla.
—¿Volverás? —le preguntó la maestra de pintura.
—Claro, siempre he vuelto. Anhelo ver colocadas todas esas vidrieras y contemplar cómo pasa la luz a través de los colores que tú has elegido. Cuando me envuelva esa luz, sabré que estoy bañado por lo que tú has creado.
Uno de los aprendices de Enrique le ayudó a subir a lomos de su mula. Teresa lo vio alejarse camino del este, y tuvo la sensación de que la vida al lado de aquel hombre, pese a tantas renuncias, había merecido la pena. Nadie podría robarle nunca sus recuerdos.
—Se van a ir todos, maestro, se van a ir todos.
Juan Pérez, el segundo maestro de obra de Burgos, recibió a Enrique de Rouen alarmado.
—¿Qué ocurre? —demandó extrañado Enrique.
—Diez canteros se han marchado en las dos últimas semanas. En Sevilla y en Córdoba ofrecen salarios de doce maravedís, en tanto aquí, sólo podemos pagar cuatro. Y claro, estos desagradecidos se marchan en cuanto obtienen el título de oficial. A este paso, o subimos los salarios o nos quedaremos sin nadie. Y encima, estamos sin obispo, y el cabildo no quiere aprobar ninguna medida sin que haya nombrado un prelado nuevo.
—¿Diez, dices?
—Sí, y de los mejores. Tendremos que contratar nuevos canteros o formar aprendices más deprisa.
—Eso no. En su momento di instrucciones precisas. Ningún aprendiz obtendrá el grado de maestro si no ha cumplido siete años de aprendizaje.
En los meses siguientes, Enrique de Rouen y Juan Pérez tuvieron que recomponer todo el taller de escultura, del que tan orgullosos estaban.
Parecían avecinarse todavía peores tiempos de los que ya corrían por los reinos de don Alfonso. Las Cortes de Castilla y León reconocían en sus sesiones que en el reino había mucha carestía, los ricos mercaderes que importaban productos de lujo desde Oriente dejaron de hacerlo, las rentas de los señores cayeron de manera notable y los precios subieron tanto que los mercados comenzaron a sufrir desabastecimiento. El oro escaseaba cada vez más y su precio con respecto a la plata casi se había duplicado a lo largo del siglo.
En el año 1268, unos meses después de la muerte del obispo Martín González, fue elegido obispo de Burgos Juan de Villahoz, un personaje de la confianza de don Alfonso, pero este prelado sólo rigió la diócesis un año, pues murió al siguiente. Claro que desde que muriera el obispo don Mauricio, el cabildo de la catedral de Burgos se había habituado a vivir en una permanente indefinición, pues o los obispos que le sucedieron no habían parado apenas en Burgos o no tenían la personalidad arrolladora del que ordenó construir la nueva catedral.
Enrique permaneció en Burgos durante casi un año, esforzándose por resolver los problemas ocasionados por la marcha de los oficiales al sur y por la carestía de los precios; hasta tres maravedís le habían pedido por cada quintal de hierro de Valmaseda, imprescindible para que el taller de herrería siguiera funcionando y no se detuvieran las obras del claustro por falta de herramientas o de clavos y grapas. Pese a todo, el claustro de la catedral de Burgos seguía creciendo y ya estaban colocándose las arcadas del segundo piso. El mismo Enrique intentó avanzar trabajo tallando algunas esculturas, pero sus manos temblaban cada vez que cogía el martillo y el cincel, y aunque era capaz de esculpir figuras completas, éstas ya no tenían la maestría que demostrara años atrás. Talló las figuras de don Mauricio y del rey Fernando III para uno de los pilares angulares del claustro, pero no logró alcanzar la perfección que había conseguido en la figura del parteluz del Sarmental.
El problema de Enrique era doble, pues había pensado trasladar parte del taller de Burgos a León para comenzar a esculpir las figuras de las portadas de la nueva catedral, que debería comenzarse enseguida. Para suplir las carencias de personal tuvo que recurrir a los musulmanes de Burgos. Audallá era el jefe de la aljama burgalesa; tenía un negocio de tintes cerca del pontón del barrio de la Vega, al lado del hospital del Capiscol, y una tienda de utensilios de metal en la calle de la Calderería Vieja, mezclada entre otras tiendas y negocios de mercaderes cristianos. Enrique se entrevistó con Audallá en la casa de éste, en plena morería burgalesa; Acienso, la jovencísima mujer del tintorero, les sirvió una bandeja con pastas de almendra y una infusión de abrótano con menta.
—Necesitamos gentes de vuestra religión como canteros para el taller del claustro de la catedral —se sinceró Enrique.
—Vuestro tío empleó a muchos de los nuestros, pero el cabildo no quería que los «adoradores de Alá» —dijo Audallá con cierto sonsonete— pusieran sus inmundas manos en vuestro templo.
—Así fue, pero mi tío impuso su criterio, según recuerdo. Ahora os pido que me facilitéis nuevos tallistas. Vos, mejor que nadie, sabéis quiénes son los más hábiles.
—Cobrarán el mismo salario que los cristianos —espetó Audallá.
—Nunca ha sido así.
—En ese caso, no creo que haya buenos tallistas entre los creyentes musulmanes de Burgos.
—De acuerdo, la paga será la misma.
—¿El cabildo y el obispo aceptarán que así sea?
—Tenéis mi palabra.
Ocho canteros se presentaron a primera hora del lunes siguiente en el taller de cantería. Juan Pérez estaba eufórico.
—¡Ocho, y de los mejores! Conozco a algunos de ellos, a los que he visto trabajar en las puertas de las murallas, y son excelentes. Uno de ellos labraba cuatro sillares diarios para la puerta de San Esteban, y lo hacía con enorme precisión.
—Cobrarán lo mismo que los cristianos y descansarán el viernes —dijo Enrique.
—¡Uf!, eso va a ser difícil de explicar.
—No hay nada que explicar; les he dado mi palabra. En dos o tres semanas regreso a León. Vendrán conmigo seis oficiales canteros y otros tantos aprendices. Tengo que comenzar de inmediato la labra de las portadas del crucero.
Juan Pérez asintió. Admiraba tanto a Enrique que no cuestionaba una sola de sus decisiones.
Teresa Rendol estaba subida en lo alto de un andamio. Los vidrieros estaban colocando las vidrieras de la cabecera de la catedral de León siguiendo los esquemas que ella había dibujado. Las vidrieras se desplegaban en el suelo de la catedral y luego se iban montando en los ventanales pieza a pieza, sobre el entramado de hierro que se sujetaba a los arcos de piedra. Cada pieza era incorporada en el lugar indicado y los fragmentos de vidrio se unían unos a otros con guías de plomo.
La maestra estaba inspeccionando el trabajo, comprobando que cada pieza fuera colocada en su lugar exacto. Cuando miró hacia abajo lo vio allí. Estaba en pie, con los brazos en jarras, las piernas entreabiertas y la cabeza mirando a lo alto; llevaba puesta su gorra de piel de marta que usaba en los viajes y lucía su mejor sonrisa.
Al darse cuenta de que Teresa ya lo había visto, Enrique se quitó la gorra y la saludó agitándola. Ella bajó despacio del andamio rechazando amablemente la ayuda que algunos oficiales y aprendices le ofrecían, y saltó los últimos dos peldaños de la escala de un brinco.
—Te dije que volvería —asentó el maestro.
Teresa extendió sus manos y Enrique las tomó con delicadeza. Las manos del arquitecto temblaban muy ligeramente.
Enrique planeó para las portadas de León los mismos motivos que en las de Burgos, aunque introduciendo notables transformaciones. El taller de escultura se puso a trabajar de inmediato en un barracón de madera junto a la portada sur del crucero. Enrique quería unas esculturas fieles a la realidad, en las que los hombres aparecieran reflejados tal cual son. Les dijo a los escultores que Dios había dado ojos al hombre para que pudiera percibir por ellos a todos los seres de la naturaleza tal como habían sido creados por Él. Aquel templo era la catedral de la luz, y la Creación no era otra cosa que el triunfo de la luz sobre las tinieblas, de manera que tenía que reflejarse la grandeza de la Creación en todas las partes y en todos los elementos del templo.
Ya a solas con Teresa, le explicó lo que pretendía:
—Esta catedral es una representación en piedra y en vidrio de la teología y de la mística de la luz que enseñó san Dionisio y que el abad Suger ordenó plasmar en esta forma. Deseo que el exterior sea una imagen material de la Creación, ahí plasmaré el triunfo de la Iglesia que tanto odias, no me queda otro remedio, pero en el interior, ahí triunfará tu luz. Tu alma, tu vida, tu fuerza, Teresa, estarán para siempre presentes dentro de esta catedral. Nunca lo sabrá nadie, pero el triunfo de la luz no será otra cosa que el triunfo del amor, de tu amor. Cada una de las piezas de esta catedral ha sido planeada pensando en ti.
Teresa acarició la mejilla de Enrique.
—No merezco nada de eso —dijo Teresa.
—Mereces mucho más. Yo soy quien debí ceder hace tiempo.
—No, no te reproches nada. Por cierto, jaque mate.
Teresa movió una de las piezas sobre el tablero de ajedrez.
—Nunca he logrado vencerte.
—Es que cuando juegas no estás pensando en el juego, sino en otras cosas. El ajedrez requiere una concentración absoluta.
Enrique planeó las tres portadas de León a la vez. En la fachada sur repitió el motivo de la del Sarmental de Burgos y colocó a Cristo en majestad rodeado de los cuatro evangelistas con el tetramorfos, y en el parteluz labró la escultura del obispo don Martín, como hiciera con don Mauricio en Burgos. Para la portada norte planeó una imagen de Cristo en majestad dentro de una mandorla, rodeado de los cuatro evangelistas, y vírgenes y santos en las jambas. Y por fin, para la portada principal, en la fachada oeste y bajo un estrecho pórtico, colocó en el tímpano central a Cristo en majestad sobre un friso en el que a la derecha estaban los justos premiados con el paraíso y a la izquierda ángeles músicos con palmatorias e instrumentos musicales, en el menor de la izquierda una escena con el parto de la Virgen y en el de la derecha la coronación de Nuestra Señora. El parteluz de la puerta principal estaría ocupado por una escultura de la Virgen María.
Cuando le contó a Teresa su proyecto, la maestra dudó:
—El cabildo y el obispo no te dejarán hacer eso. Estarán de acuerdo con todo, pero exigirán que en el friso aparezca el mal, y que a la izquierda de Dios estén situados los malvados condenados al infierno. Te pedirán que haya cabezas de monstruos, demonios, fuego para consumir a los pecadores…
—No cederé en eso. Seguiré tu ejemplo, lo que hiciste al renunciar a pintar aquellos frescos en San Esteban de Segovia.
—No, no asegures lo que no vayas a hacer. Esta catedral es tu obra, tu gran obra, nunca podrás renunciar a ella.
—Pero el interior no lo cambiarán jamás, porque tú eres el interior de esta catedral, y a eso no estoy dispuesto a renunciar. Que quede el mal fuera, lo absurdo, lo grotesco, el terror y el miedo, el infierno y todos sus demonios, pero dentro sólo habrá sitio para la luz, la luz multicolor que tú has creado, los colores del arco iris, la esperanza, la bondad… Todo lo que tú eres, todo lo que me enseñó mi padre.
Tal como estaban sucediendo las cosas, parecía evidente que aquello tendría que ocurrir. Acabados los tiempos de bonanza, los nobles no parecían dispuestos a perder ni un ápice de sus privilegios ni de sus rentas, y se sublevaron contra su rey. Don Nuño de Lara encabezó la revuelta acusando a don Alfonso de querer acabar con los derechos seculares que pertenecían a los nobles por derecho y por linaje, y que todos los reyes de Castilla y León habían respetado. Don Nuño solía decir que si Castilla y León eran grandes, la causa de ello era su nobleza, gracias a la cual sus reyes habían logrado convertir a estos Estados en los más poderosos de toda la Península.
Los nobles rebeldes buscaron la ayuda del viejo rey Jaime de Aragón, pese a que a lo largo de su reinado había tenido no pocos enfrentamientos con los nobles de su reino. Curiosa contradicción la de la nobleza castellana y leonesa, que pretendía el apoyo de un rey extranjero para conseguir mantener los privilegios que los propios nobles de la nación de ese rey le exigían a él a su vez.
Don Jaime, cargado de experiencia tras cincuenta y seis años de gobierno, se limitó a recomendar a su yerno el rey Alfonso que mostrara tolerancia hacia sus vasallos y que procurara dirimir sus asuntos mediante el pacto y no por la fuerza. Fracasado el intento de alianza con el rey de Aragón, los nobles castellanos y leoneses se dirigieron al rey de Navarra, cuyas posibilidades de expansión hacia el sur habían quedado cercenadas tras los tratados entre Castilla y Aragón y la fijación de fronteras entre ambos reinos.
Pese a todo, la sublevación fue en aumento, y a los nobles que iniciaron la revuelta se unieron algunos hermanos de don Alfonso y la mayor parte de los ricos hombres de sus reinos. Los nobles protestaban por la supresión del Fuero Viejo de Castilla, que tantos derechos les confería, y por su sustitución por la Ley de las Partidas, que estimaban muy contraria a sus intereses. La nobleza no quería que se produjera un aumento de la autoridad real, pues pretendían seguir manteniendo en sus manos los derechos de mero y mixto imperio sobre sus vasallos.