»Por cierto, convendría que pusierais fin a vuestra relación con doña Teresa Rendol. Un fraile seguidor de la orden de Domingo de Guzmán sospecha de ella. Como debéis saber, el concilio de Letrán obliga a todos los cristianos a confesar y comulgar al menos una vez al año, y creo que vuestra barragana no cumple con ese precepto. Además, los frailes de la orden se han enterado de que esa mujer reniega del matrimonio, y eso huele a herejía. Si no recuerdo mal, su padre el pintor vino de la tierra del Languedoc, la cuna de la herejía de los cátaros. Tened cuidado y procurad alejaros de esa mujer. Vos sois un cristiano fiel a la Iglesia, no consintáis que una mujer os distancie de nuestra Santa Madre. Id con Dios.
Enrique salió del palacio episcopal absolutamente mareado. Le dolía la nuca, se le amontonaban los pensamientos y era incapaz de poner en orden cuantas ideas bullían en el interior de su cabeza. Había dejado de nevar, y el arquitecto se puso a caminar errante por las calles de Burgos. En su deambular llegó hasta la puerta de San Esteban y salió de la ciudad por el Camino Francés. Anduvo durante un buen rato, siguiendo la ruta por la que los campesinos comenzaban a regresar a la ciudad tras la jornada de trabajo en el campo.
De pronto sintió frío. Sin darse cuenta, se había alejado varias millas de la ciudad, cuya silueta apenas se entreveía a lo lejos entre finas columnas de humo que salían de las chimeneas de los hogares. La noche invernal había caído sobre los campos nevados de Burgos, que brillaban bajo una luna clara y llena. Había tal claridad que parecía casi de día, como si el sol hubiera perdido la capacidad de encender los colores pero manteniendo la luz blanquecina.
El frío se le había metido hasta el mismo tuétano de los huesos y sentía los pies congelados. Dio media vuelta y comenzó a desandar el camino. A cada paso sus pensamientos regresaban a la catedral que ya no podría ser acabada, al menos por el momento. Nunca hasta ese instante había imaginado cuánto amaba aquella mole de piedra y vidrio, cuánto anhelaba ver culminada su obra, cómo deseaba que sus padres hubieran podido ver terminado el templo que iniciara Luis de Rouen y acabara, si hubiera sido posible, su hijo Enrique.
Maldijo la guerra y a cuantos la habían provocado, y al mismísimo rey Fernando, quien, no contento con las rentas del obispado, había logrado que el papa Inocencio pusiera a su disposición las tercias de la fábrica de todas las diócesis castellanas para afrontar la conquista de Sevilla, la mayor ciudad de todas las musulmanas de al-Andalus.
El rey podía usar semejantes recursos a su conveniencia y estaba claro que su prioridad era la conquista de los territorios del Islam en la Península.
Intentó buscar las palabras precisas para dirigirse a sus aprendices, oficiales y maestros de los talleres en cuanto tuviera ocasión de comunicarles el fin de la obra, y buscó una y otra vez las excusas adecuadas para intentar paliar el impacto de semejante noticia, pero no encontró ninguna apropiada.
A la mañana siguiente, cuando apareciera por las obras, todos observarían su rostro demacrado y hundido, sus ojos vacíos de brillo, su mirada perdida y derrotada. ¿Qué le diría a Ricardo, a Juan, a Andrés y a los oficiales, muchos de los cuales estaban dejando lo mejor de sí mismos en esa obra, esforzándose para lograr aprender lo necesario para poder optar al grado de maestro?
Bueno, pensó que todavía quedaban las donaciones de los fieles, los derechos de sepultura, las limosnas para la fábrica… Pero no, ya le habían dicho que aquellas cantidades también irían destinadas a la guerra, siempre esa maldita guerra. Cuando recibió en París el título que le acreditaba como maestro de obra y los atributos simbólicos de su nuevo oficio, el compás de madera y el mandil de cuero, juró ante los Santos Evangelios que jamás dedicaría sus conocimientos al servicio del mal, que nunca construiría fortalezas, castillos ni prisiones, que dedicaría todo su saber y todo su esfuerzo a conseguir que la paz y la armonía universal reinaran sobre la tierra.
De repente, tras varios años sin apenas recordar su pasado, sintió añoranza de Chartres, donde nació y experimentó sus primeras sensaciones. Allí aprendió a conocer lo que significaba alcanzar una meta cuando observaba cómo se emocionaba su padre cada vez que se remataba un muro, se acababa un arbotante o se desmontaba una cimbra para dejar visto el arco que había sustentado mientras fraguaba la argamasa. Una sensación de inmensa dulzura le invadió el corazón al recordar el día en que siendo muy niño pudo observar el orgullo y la alegría reflejadas en el rostro de su padre, el arquitecto Juan de Rouen, cuando se desmontó la cimbra que había soportado el arco del último tramo de la nave de Chartres y la inmensa bóveda se sostuvo como colgada del aire por una legión de ángeles invisibles. Todavía le parecía escuchar los aplausos de todos los oficiales, aprendices y maestros dirigidos a Juan, a cuyo lado, asido de su mano, a la vez sobrecogido y orgulloso, el pequeño Enrique soñaba con ser algún día como su padre y dirigir a decenas de personas, todas ellas afanadas en un mismo objetivo: construir una catedral que fuera capaz de recoger en su interior la luz del universo.
Por primera vez echó de menos la ciudad de París, donde estudió y en la que obtuvo el título de maestro de obra. Rememoró aquellos días felices en los que la ciudad del Sena era una fiesta permanente, un maravilloso mostrador de artistas y de cultura.
Entonces pensó en volver a Francia. Hacía unos años, cuando le propusieron la dirección de la fábrica de la catedral de Burgos y tras la muerte de sus padres, creyó que ya nada le ataba a su país natal, y decidió que aquella ciudad del frío páramo castellano sería su hogar para siempre. Pero nunca pudo imaginar que su gran obra quedara inacabada de ese modo tan injusto.
La voz del centinela sonó como un severo aviso, pidiéndole que se identificara. Enrique había llegado ante la puerta de San Esteban y frente a él se alzaban los dos torreones de piedra que enmarcaban el arco de herradura de la puerta por la que el Camino Francés entraba en Burgos.
—Soy Enrique de Rouen, maestro de obra de la catedral —gritó.
—¿Qué hacéis a estas horas fuera de la ciudad? —le preguntó el centinela.
—Me he retrasado. Vamos, déjame entrar, no soy un espía.
La enorme batiente de madera claveteada y reforzada con chapas de hierro se abrió pesada y lenta.
—Vamos, pasad, y tened cuidado en otra ocasión. A estas horas, fuera de la ciudad os pueden atacar los lobos o los bandidos.
Enrique abrió su bolsa y le entregó al centinela un par de monedas de vellón.
Cuando llegó a su casa de la calle Tenebregosa, Teresa estaba despierta y esperando.
—¿Dónde te has metido?; estaba muy preocupada. He mandado a los criados para que te buscaran por toda la ciudad, pero no han averiguado nada.
—He salido a dar un paseo.
—¿Un paseo, a estas horas y con este frío?
—Sí, un paseo.
—¡Dios mío, estás congelado! —exclamó Teresa al coger la mano de Enrique—. Ven, acércate al fuego.
—Se acabó —dijo de pronto Enrique.
—¿Se acabó, qué se acabó?
—La catedral, mi catedral. El obispo me ha comunicado que las obras quedan totalmente paralizadas. Todos los recursos del reino se utilizarán para la conquista de Sevilla, incluidas las limosnas de los fieles.
Teresa acarició los cabellos de Enrique y lo besó con toda su dulzura. El maestro de obra estaba helado.
—Quítate esta ropa o caerás enfermo.
La maestra del taller de pintura ayudó al arquitecto a despojarse de sus prendas y le frotó el cuerpo con un paño seco y caliente. Después lo llevó a la cama y se acostó a su lado, apretándose a su cuerpo para darle a su amante todo el calor posible.
Enrique no tardó demasiado tiempo en quedar dormido como un niño. Unas lágrimas rodaron por las mejillas de Teresa, que por un momento sintió su corazón lejano y sombrío.
Todos los aprendices, oficiales y maestros de todos los talleres fueron citados por Enrique a mediodía en el solar donde se habían excavado los cimientos de la nave mayor. La nieve cubría casi todo el recinto; el cielo estaba encapotado y no hacía demasiado frío.
—Os he citado aquí —comenzó a hablar Enrique—, porque se han producido cambios muy importantes en los últimos días. El rey Fernando desea tomar Sevilla cuanto antes y para ello necesita dinero. Ese dinero se va a detraer de las rentas destinadas a la construcción de esta catedral. Hoy mismo quedan paralizadas las obras.
—¡No puede ser! —gritó un oficial de cantería haciendo oír su voz por encima de los murmullos.
—Ya lo creo. Quien no haya cobrado los últimos días, lo hará sin demora. Por lo demás, quiero deciros que fue estupendo trabajar con todos vosotros.
—¿Y ahora qué hacemos? —demandó el maestro vidriero.
—Buscar otra obra…, no sé. Yo no quise que esto sucediera.
Ante el lamento de Enrique, se hizo un profundo silencio.
Poco a poco, los reunidos se fueron disolviendo, hasta que sólo quedaron Enrique y Teresa.
—¿No te vas? —le preguntó el arquitecto a la pintora.
—No tengo ningún sitio mejor al que ir.
—Posees un taller, tienes varios encargos, puedes seguir pintando.
—Quiero estar a tu lado.
—He pensado marcharme de aquí.
—Iré contigo.
—Voy a regresar a Francia. Me instalaré en París.
—En una ocasión me propusiste que fuera contigo a esa ciudad, a tu país.
—Las cosas han cambiado —dijo Enrique.
—Mis sentimientos, no.
—El camino es largo.
—Tengo las piernas fuertes —asentó Teresa.
—No sé siquiera si algún día volveré a Castilla.
—No quiero perderte.
—Pudo ser una hermosa catedral —se lamentó Enrique.
—Tal vez algún día lo sea.
Enrique habló con el obispo y le pidió permiso para dejar Burgos y marchar a París. El obispo se lo concedió, pero con la condición de que volviera de inmediato si lo reclamaban para continuar las obras de la catedral.
El arquitecto apretó con fuerza las cuerdas que ataban las sacas a los lomos de las acémilas. Seis días después de que el obispo don Aparicio le comunicara la paralización de las obras, el arquitecto estaba listo para viajar a Francia. Teresa salió de su casa tras haberse despedido de sus oficiales y de sus aprendices. No había querido disolver el taller, y había reunido a los tres oficiales y a los seis aprendices que lo integraban para animarlos a seguir adelante. La jefatura del taller se la encomendó a Domingo de Arroyal, el primero de sus ayudantes que alcanzara el grado de oficial, a quien otorgó la categoría de maestro. Domingo había seguido a Teresa desde Compostela a Burgos. Teresa escribió el documento en el que le concedía la maestría a Domingo en la lengua vulgar, pues ya eran muy pocos los que entendían el latín, que sólo se usaba en el mundo de la ciencia, en la Iglesia y en documentos de la Corte.
El viaje a París iba a ser largo, y en aquellos días de invierno era probable que los pasos de los Pirineos se encontraran cerrados, por lo que tendrían que seguir el camino de la costa, menos seguro que el Camino Francés, pues en esa otra ruta abundaban los bandidos.
Al salir por la puerta de San Esteban, Enrique miró a Teresa, que se cubría con un capote de lana y montaba sobre una de las mulas, y le dijo:
—En París, un hombre y una mujer pueden vivir bajo el mismo techo sin estar casados, pero el matrimonio sigue teniendo un mayor reconocimiento social.
—Ya hemos hablado de eso en otras ocasiones.
—Te lo recuerdo por si hubieras cambiado de opinión.
—Me gustaría dejar las cosas como están —zanjó Teresa.
Burgos quedó atrás; las huellas de las acémilas que montaban los dos amantes se iban borrando del camino arrastradas por el viento del norte.
La luz y la piedra
T
eresa Rendol contempló las torres de Nuestra Señora de París mediada la primavera del año del Señor de 1247. Había seguido a Enrique de Rouen a través de diversos reinos y Estados de Europa desde Burgos, a través del Camino Francés. Todavía se preguntaba qué extraño e irrefrenable impulso la había empujado a acompañar a su amante, a dejar todo por cuanto había luchado y caminar mil millas al lado de un hombre al que amaba profundamente, pero con quien había rechazado casarse pese a las reiteradas peticiones de éste para contraer matrimonio.
Teresa sentía en su corazón que era una cátara, que las creencias que obligaran a sus padres a huir del Languedoc y buscar refugio y anonimato en Castilla habían prendido en ella desde que su padre, poco antes de morir, le transmitiera las enseñanzas de «los perfectos» en aquellas tierras húmedas y brumosas de Galicia. Desde entonces, había mantenido en secreto sus sentimientos y ni siquiera Enrique sabía que la mujer a la que amaba y con la que compartía la vida era una hereje a la que la Iglesia no hubiera dudado en quemar en la hoguera.
Llovía sobre París. Un cielo gris y cubierto por nubes plomizas brillaba sobre la ciudad con una luminosidad perlada, como de ensueño. Aquel cielo era muy distinto al azul intenso y limpio de Burgos y los colores parecían como desvaídos, aunque algo singular, una especie de aura de reflejos de plata, se extendía por el horizonte y le confería una sensación maravillosa.
Nada más llegar a la ciudad, se instalaron en una posada próxima a la iglesia de San Germán de los Prados, en la orilla izquierda del río Sena. Enrique había confiado varios miles de maravedís a los hermanos templarios de Burgos, donde le habían expedido un documento para que pudiera hacerlos efectivos en su equivalente en plata en cualquier encomienda de la orden. Los caballeros templarios, cuya poderosa orden militar había sido fundada poco después de la conquista de Jerusalén por los cruzados de Godofredo de Bouillon en la conocida como Primera Cruzada, se habían extendido por toda la Cristiandad y, gracias a las enormes donaciones de reyes, nobles y mercaderes, se habían convertido en los principales cambistas.
En la casa parisina de la Orden del Temple comprobaron la autenticidad de los sellos, descifraron la clave secreta contenida en el documento de depósito y le entregaron a Enrique ciento ochenta y ocho libras de plata, suficiente para comprar una pequeña casa y disponer de una renta para vivir al menos durante un año sin otros ingresos.