El número de Dios (29 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

Enrique estaba arreglando su barba con la navaja y el peine antes de salir de casa. Tenía veintiséis años, una amante a la que adoraba y dirigía la fábrica de una catedral. Por un momento se sintió orgulloso y agradeció a la memoria de su padre y de su tío que lo hubieran formado para ser arquitecto.

El obispo lo esperaba en la catedral. Don Mauricio estaba inquieto; todavía no había cumplido los cincuenta años, pero el pasado invierno había sentido algunos dolores en la espalda.

«Nada grave», le había dicho su médico judío, que le había recomendado aplicar en la zona dolorida unos paños calientes empapados en una infusión de abrótano, tomillo y miel.

Cuando llegó Enrique, el obispo de Burgos caminaba a grandes pasos de una portada a otra del crucero de la catedral.

—¡Vaya, don Enrique, al fin os habéis dignado a aparecer!

—He sido puntual, eminencia; tal como me indicó ayer vuestro criado.

—Bueno, vayamos a nuestros asuntos. ¿Qué habéis logrado en Francia? ¡Ah, y siento mucho la muerte de vuestros padres! Los conocí hace años durante una visita a Chartres. Yo estuve comiendo en vuestra casa, y creo que vos erais un mocoso de once o doce años que no se separaba de las faldas de su madre. Que descansen en paz y Dios los tenga en su gloria.

Don Mauricio se santiguó.

—Gracias por vuestras condolencias, señor obispo.

—Vuestros planes, vamos, decidme vuestros planes.

—Ya los conocéis.

—La nueva idea que habéis traído, no.

—¿Nueva idea?

—Sí, esa especie de laberinto que pensáis trazar en el suelo de la nave.

—¿Cómo sabéis…?

—Me lo ha dicho maese Sarracín. Lo comentasteis hace un par de días con los maestros de los talleres, al poco de regresar de Chartres. Explicadme de qué se trata.

—No es exactamente un laberinto. Veréis: las catedrales del nuevo estilo son el esfuerzo más importante que hasta ahora han hecho los hombres para tratar de imitar la obra de Dios.

—Para ensalzar su grandeza, no lo olvidéis —repuso don Mauricio.

—Sí, claro, para alabar su nombre. Pero no deja de ser un intento por imitar la belleza de la creación. Y ello lo hemos conseguido a partir de la geometría y el número.

—Sí, ya sé, el número de Dios, esa especie de secreto que sólo os confiáis entre los maestros de obra como si se tratara del más preciado tesoro. Seguid.

—Las leyes de Dios son las de la geometría y el número, y hemos logrado aplicarlas a la materia, a la piedra, y a lo incorpóreo, a la luz.

»En Chartres han grabado en el suelo un dibujo de doce pasos de diámetro, en la nave mayor, cerca de la portada principal de la catedral. Se trata de una línea trazada en piedra azul y blanca que da vueltas y más vueltas sobre sí misma. Es algo parecido a estas líneas que os voy a dibujar, pero de unas proporciones mucho mayores.

Enrique se acercó a una zona de la catedral donde unos canteros estaban tallando unos capiteles, cogió un pedazo de yeso seco y trazó sobre una pared de piedra la línea que había visto dibujada en el suelo de la nave mayor de la catedral de Chartres.

Don Mauricio intentó descubrir alguna forma conocida en aquel trazado absurdo, pero no se le ocurrió nada.

—¿Qué es? —preguntó el obispo.

—Es el dibujo que grabaron el año pasado en el suelo de la catedral de Chartres. La gente lo llama «el laberinto», pero no es eso. Se trata del camino, el camino hacia la luz. Es una línea que se dirige al centro del círculo tras trazar una senda sinuosa. Significa el camino de la peregrinación, la ruta a Tierra Santa. En algunas festividades señaladas, el obispo de Chartres camina descalzo siguiendo esa línea. Va y viene, gira sobre sí mismo, avanza y retrocede, pero al final alcanza el destino, el centro del mundo, la Jerusalén celestial. Hay otros similares en otras catedrales de Francia, en Reims, en Amiens…

—Brujería —aseguró tajante don Mauricio.

—¿Cómo decís?

—Que esa línea, ese camino que vos habéis dibujado, parece cosa de brujas. Ordenad que lo borren de inmediato y olvidaos de semejante idea. En mi catedral no habrá ningún «laberinto».

—Pero, eminencia, es una señal, tan sólo una señal, y el símbolo de que el camino hacia la luz y hacia la perfección es tortuoso, pero que los hombres justos siempre alcanzan su destino.

—Os he dicho que no, don Enrique. Estoy seguro de que esos canteros sarracenos que contrató vuestro tío para tallar las piedras de mi catedral ya habrán dejado alguna señal de su herejía, tal vez lo sean esas florecillas que tallaron en los pilares de la girola, y no quiero que ese dibujo sea un símbolo del Maligno.

—No lo es, señor obispo, no lo es.

—Ateneos a las piedras y a la luz, y dejad que sea el Señor el único que se manifieste a través de señales. Siempre ha sido así.

Capítulo VII

E
n cuanto llegaron los canteros de Francia y toda la cuadrilla se puso a trabajar, las esculturas comenzaron a amontonarse en el almacén del taller.

—Tenías razón, son muy buenos —le dijo Teresa a Enrique.

—Los mejores tallistas de Francia. Si no se interrumpen los trabajos, en tres años habremos acabado por completo la portada del Sarmental y buena parte de la fábrica de la Coronería y todos los remates de la cabecera y del crucero. Ahora ya tenemos personal suficiente para comenzar a levantar la nave. ¿Cuándo acabará tu gente de pintar el interior de la cabecera?

—En seis, tal vez siete meses.

Enrique se incorporó de la mesa donde ambos acababan de comer. Desde que llegara a Castilla, le habían enseñado que no era de buena educación limpiarse con el mantel. Lo hizo con una servilleta, un pedazo de tela de lino que se colocaba sobre las rodillas y con el que el comensal se limpiaba las manos y los labios. Esta moda se consideraba de un gran refinamiento y había quien decía que hacía varios siglos que la conocían los sarracenos de Córdoba, donde la había impuesto un oriental llamado Ziryab, que fue el verdadero dictador de la moda en esa ciudad siglos atrás. El arquitecto dejó la servilleta sobre la mesa y se acercó hasta la ventana de la sala principal de su casa de la calle de Tenebregosa.

—Tenía razón —dijo el maestro.

Enrique extendió el brazo y colocó la palma de su mano abierta en la trayectoria de un rayo de luz que penetraba por la ventana y se reflejaba en los ladrillos rojizos del suelo.

—¿Quién tenía razón? —preguntó Teresa.

—Mi tío, Luis de Rouen. Éste es el tiempo de la luz, el tiempo de Dios. Dios es la luz. Mira este rayo, en él se contiene toda la fuerza creadora del universo; la luz es la fuerza vivificadora que Dios nos envía en cascada; toda luz emana de Dios, del Ser Supremo.

—No la puedes coger —dijo Teresa, que se había colocado junto a Enrique intentando atrapar con su mano aquel rayo luminoso y dorado.

—Claro que puedo. Cristo es Dios, luz nacida de la luz y sin embargo carne, huesos y sangre. Ahí está el gran misterio de la Creación, Teresa. Cristo estaba hecho de luz y sin embargo las gentes de su tiempo lo veían como a un hombre. Su madre lo parió como es parido cualquier recién nacido, creció como crecen los cuerpos de los niños hasta que se convierten en adultos, lloró, sufrió, vertió su sangre en la cruz y murió como cualquier ser humano. Pero Él estaba hecho de luz, engendrado por la luz del Padre. Es la luz y a la vez la carne, como esta catedral que estoy construyendo: a la vez piedra y luz, lo real y lo intangible, lo material y lo etéreo.

Enrique abrazó con fuerza a Teresa y la besó en los labios.

—Te quiero —dijo la maestra de pintura.

—Lo sé. Mira tu mano y la mía; las dos están ahora bañadas por la misma luz. La luz todo lo une, todo lo empapa, es el vínculo del amor, de la pasión, del deseo. La luz es la fuerza creadora que fecunda el mundo, la única potencia capaz de instalar el orden en el caos primigenio de lo tenebroso, la única capaz de vencer a la oscuridad y a las tinieblas. La luz ordena el mundo y lo libera del caos. Sin la luz seríamos espectros fantasmales destinados a vagar eternamente en un mundo de agonía y de sombras.

»Sin ti, mi mundo no tendría luz.

—Has vivido mucho tiempo sin «mi luz» —dijo Teresa, a la vez que cogía la mano de Enrique y la apretaba contra su pecho.

—Mis ojos se habían acostumbrado a la penumbra.

—Acabas de decir que Dios es la luz.

—Te quiero más que a Dios, más que a nada.

Enrique cayó de rodillas llorando como un niño.

—Creo que estás confundido.

—No, no lo estoy. ¿Sabes?, es muy difícil encontrar a gentes iletradas, a campesinos que sean capaces de entender la verdadera esencia del amor. Las gentes vulgares y rudas practican el arte de Venus como el caballo con la yegua, tal cual les enseña el instinto natural. El amor contigo es algo mucho más que eso.

—Esas frases son de Andrés el Capellán —dijo Teresa.

—Tal vez.

—¿Crees que el amor excelso sólo es posible entre un hombre y una mujer refinados?

—Sí. Al agricultor le sobra con el trabajo cotidiano y los placeres ininterrumpidos que proporcionan el arado y el azadón.

—De nuevo El Capellán. No, no creo que de verdad pienses así.

—Claro que no. Aguarda.

Enrique se acercó a un arcón, lo abrió y, tras rebuscar un poco, sacó un pequeño códice de hojas de papel encuadernadas con vitela y leyó con voz alta y clara:

Y os contaré en qué piensa mi mente:

no me gusta coño vigilado ni estanque

sin peces,

ni arrogancias de hombres malévolos

que nada hacen.

Señor mi Dios, que eres caudillo y rey

del mundo,

¿cómo no sucumbió el primero que vigiló

un coño?,

pues no hubo ni servicio ni guardia que de peor

manera se comportara.

Pero os diré cuál es la ley del coño,

como el hombre que no ha hecho daño y nada

ha recibido:

si con otra cosa disminuye, por el contrario,

el coño con el uso crece.

—¿Qué es eso? —preguntó Teresa, divertida.

—Un poema.

—Sí, ya lo sé, ¿pero quién ha escrito algo así?

—Un caballero culto, uno de los más cultos del pasado siglo. Se trata de un poema en el que un hombre se acuesta a la vez con dos hermanas.

—La Iglesia condena esas perversiones.

—Creo que en aquel momento no había ningún clérigo para condenarlas. Pero escucha, que continúa —Enrique siguió leyendo—:

Cuando hubimos comido y bebido,

yo me desnudé para su placer.

Sobre la espalda me colocaron el gato

perverso y felón;

una de ellas me lo arrastró

desde mi costado

hasta mi talón.

Por la cola, de repente,

tiró del gato, y él me arañó:

más de cien llagas me hicieron

en esa ocasión,

pero yo no me hubiera meneado un ápice

aunque me hubieran asesinado.

—Vaya con el gato; debió de ser muy doloroso —dijo Teresa.

—Todavía hay más —insistió Enrique—:

Ocho días, y aún más,

permanecí en aquel horno.

Las follé tanto como oiréis:

ciento ochenta y ocho veces,

que a poco no rompí mis correas

y mis arneses.

—Un caballero audaz, sin duda —ironizó Teresa.

—Y continúa —añadió Enrique—:

… y no os puedo decir

las enfermedades tan grandes que allí cogí.

Monet, tú irás por la mañana,

llevarás mi poema en una bolsa

hasta la madre de Guarín,

y a la de Bernardo.

Y les dirás, por mi amor,

que maten al gato.

—El animalito no tenía la culpa —dijo Teresa.

—Ya ves, hasta las gentes más cultas y refinadas son capaces de escribir poemas burlescos como éste.

—Pero dime, ¿quién ha escrito esto?

—El abuelo de Leonor de Aquitania. El autor de estos versos fue el duque Guillermo de Aquitania, el noveno de ese nombre. Murió hace más de cien años. Fue un hombre excepcional. Se casó con doña Ermengarda, la hija del conde de Anjou; pero se divorció y se volvió a casar con doña Felipa, hija del conde de Tolosa y viuda del rey Sancho de Aragón, de la que, por cierto, también se divorció. Guerreó contra los sarracenos, fue jugador, burlón, cínico, mujeriego y burlador de damas, impío, fatuo y estaba lleno de lubricidad. Era tan impúdico que quiso fundar una abadía en Niort para llevar allí a todas sus amantes. En este códice están escritos muchos de sus poemas. Lo compré en París. Tuvo un hijo con Felipa, el futuro padre de Leonor.

—Ahora comprendo la vida de esa mujer.

—Leonor estuvo en Tierra Santa siguiendo a su tío Raimundo de Antioquía, que sólo era ocho años mayor que ella. No le importó su relación de parentesco, se enamoró, y basta. Dicen que arengó a las tropas subida en su caballo, con los pechos descubiertos y el pelo al viento. De regreso se casó con el rey Luis VII de Francia, pero tras quince años de casada y con dos hijas, el matrimonio se disolvió. Leonor se enamoró de Enrique de Anjou, once años menor que ella. Se casaron y juntos alcanzaron el trono de Inglaterra. Sus amores escandalizaron a toda la Cristiandad. Pero Leonor envejeció y Enrique la internó en una prisión durante quince años. ¡Quince años! ¿Imaginas lo que tuvo que sufrir una mujer como ella, encerrada durante quince años?

—Moriría de pena.

—No. Era demasiado fuerte. La liberó su hijo Ricardo, el nuevo rey de Inglaterra. Entonces ya era una anciana de casi setenta años, pero regresó pletórica de energía y de ganas de vivir. ¿Sabes que la magnífica Leonor de Aquitania estuvo en Burgos?

—¡Aquí!

—Sí, en estas mismas calles. Tal vez asistiera a alguna misa en la vieja catedral. Sólo por ello hubiera merecido ser conservada. Atravesó los puertos de los Pirineos en el invierno del año 1200, y lo hizo para acordar personalmente la boda de su nieta Blanca con el heredero del trono de Francia, el mismo trono que una vez abandonara por amor a Enrique de Inglaterra. Tenía entonces casi ochenta años. Probablemente era la mujer más vieja de su tiempo.

—Al igual que a ti, a tu tío también le atraía esa mujer.

—¿Por qué supones que me atrae?

—Basta oír cómo hablas de ella.

—Debió de ser muy parecida a ti.

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