Teresa no lo dudó ni un momento. Pese a sus diez años de edad tenía la resolución y la fuerza de ánimo de una persona adulta.
—Sí, padre.
—En ese caso, considérate como aprendiz de mi taller. Ya sabes que normalmente no suelo aceptar a aprendices menores de trece años, pero el tuyo es un caso excepcional, y además, tú sabes ya mucho más que cualquier aprendiz.
En ese momento alguien llamó a la puerta. Se trataba de un sayón que traía el contrato para la ejecución del fresco en la sala capitular del cabildo de la iglesia de Toro.
—El texto está copiado dos veces en el mismo pergamino, una en la parte superior y otra en la inferior. Si estáis de acuerdo cortaré el documento por el centro, por la línea en la que se reparten estos tres grupos de letras —dijo el sayón.
En el centro del pergamino, separando las dos copias del texto, una línea servía para autentificar las dos mitades, pues en caso de desavenencia, una de las dos partes podía obligar a la otra a presentar su copia y comprobar que las letras cortadas coincidían en los dos cuerpos.
—Sí, de acuerdo —repuso Arnal tras leer el documento.
—En ese caso…
El sayón le pidió unas tijeras a Arnal y cortó el pergamino por la mitad de las tres letras.
—Aquí tenéis, maestro Arnal, vuestra copia del contrato. Y aquí —el sayón sacó una pequeña bolsa de tela de su cinturón—, el adelanto, y el albarán correspondiente para que firméis esta primera entrega.
El albarán estaba escrito en una pequeña tira de pergamino de apenas tres dedos de ancho por un palmo de alto; en el recibo, Arnal Rendol admitía recibir el adelanto del pago por su obra. La bolsa de tela contenía diez maravedís en monedas de plata.
—Bien, todo está bien.
—Quedad con Dios, maestro.
—Id con él —repuso Arnal.
Teresa no cabía en sí de gozo. Al fin iba a ser una aprendiz de verdad, y no como hasta entonces, pues los aprendices y oficiales del taller la habían tratado condicionados porque era la hija del maestro. Teresa quería ser considerada por sí misma. Sí, sólo era una niña de diez años que apenas comenzaba a despertar a la pubertad, pero era consciente de que, pese a ser mujer, ella podía lograr lo mismo que había conseguido su padre, y se había propuesto luchar cuanto fuera necesario y aprender cuanto fuera preciso para lograrlo.
—Padre, ¿hubieras preferido que yo hubiese nacido varón? —preguntó Teresa a Arnal en cuanto el sayón abandonó la casa.
—No, hija, no. Dios se llevó a tu madre y te trajo a ti. Esa fue su voluntad. Existen ciertas cosas que los hombres no podemos elegir. Tú viniste de Dios y eres su bendición.
Teresa se abrazó a su padre con fuerza. El maestro le acarició el cabello y la besó en las mejillas.
—Y ahora vamos a cenar. Por cómo huele, Coloma nos ha preparado un verdadero manjar. ¿Tienes hambre?
—Como un lobo.
—Pues vamos, que la cena se enfría.
T
odo parecía ir bien para la Cristiandad, pero aquel verano los cruzados perdieron la ciudad de Damieta, y la nueva cruzada, en la que tantas esperanzas habían puesto muchos caballeros cristianos, fracasó de manera estrepitosa. El mismísimo rey Felipe Augusto, el orgullo de la caballería de Francia, el rey al que muchos consideraban santo, resultó derrotado y humillado.
Sin embargo, las cosas marchaban bien en Castilla y no parecía que hubiera problema alguno. A fines de noviembre nació en Toledo el primogénito de los reyes Fernando y Beatriz. Fue un varón al que pusieron por nombre Alfonso, el del padre y del abuelo de don Fernando, ambos reyes, el uno de León y el otro de Castilla.
«Tal vez este niño esté destinado a unir las dos coronas que nunca debieron separarse», dicen que comentó don Fernando cuando nació su heredero.
En Burgos, las obras de la nueva catedral continuaban a un ritmo extraordinario. Don Mauricio conseguía, con su habilidad sin par, más y más rentas para la fábrica, y las donaciones, las limosnas, los ingresos por la consecución de indulgencias y por derecho de sepultura se acumulaban mes a mes.
El poder de convicción de don Mauricio sólo era comparable a su capacidad para exigir el cumplimiento de sus derechos. Desde que se colocara la primera piedra había logrado someter a varios clérigos que habían intentado en vano cuestionar su autoridad episcopal. Si podía hacerlo por sí mismo, don Mauricio imponía su derecho, pero si la resistencia se enconaba, no dudaba en recurrir al Papa aprovechando el privilegio de que la diócesis de Burgos dependía directamente de la Santa Sede.
Además de conseguir un sinfín de donaciones, logró someter a su disciplina a clérigos tan ariscos y rebeldes como los de Castrojeriz, un lugar muy importante por su posición en el Camino Francés, a los que impuso la prerrogativa de elegir abad y por tanto controlar sus rentas.
Pero don Mauricio no olvidaba su ministerio episcopal, y cuando era necesario actuaba como un verdadero mecenas. Así, concedió a los Trinitarios, una orden mendicante que había alcanzado gran prestigio, licencia para construir un oratorio y un cementerio para los fallecidos en el hospital que regentaban en Burgos. Sabía que cuanto más creciera la ciudad, más alta sería la cuantía de las rentas de sus habitantes y mayores las donaciones y privilegios que recaerían en la catedral.
A fines de 1221 los talleres de cantería, herrería y carpintería de la nueva catedral de Burgos estaban trabajando a pleno rendimiento.
Al primer sillar siguieron otros muchos que los canteros labraban a pie de obra, en unos cobertizos que se habían levantado cerca de la cabecera. Allí llegaban las carretas con los bloques desbastados desde la cantera de Hontoria, para aligerar peso en el transporte, que el jefe del taller, un francés que se había formado en Chartres y Bourges, y dos docenas de oficiales y aprendices se encargaban de convertir en sillares, todos ellos de tamaño similar.
El maestro Luis había decidido aplicar el pie de París para todas las medidas de la catedral. Y en cuanto a los sillares, uno de los lados siempre había de tener la longitud del pie de París, o referencia próxima a su medida, en tanto el otro podía ser más corto o más largo pero siempre según una misma relación. Todos los sillares debían estar marcados por el cantero que los labraba con su signo personal, a fin de llevar el control de cuántos elaboraba cada uno de ellos y así proceder al abono correspondiente; un buen cantero era capaz de tallar dos sillares en una jornada.
Todos los días el maestro Luis se personaba en la obra, dirigía la construcción y marcaba las pautas que seguir.
Su modelo era el de la catedral de Bourges pero con planta cruciforme y de tres naves en vez de cinco; y así, conforme los muros empezaron a ganar altura, aplicó la forma de construir que había aprendido en esa catedral, que consistía en elevar a la vez los muros exteriores y los pilares del interior; con ese sistema se avanzaba muy deprisa, aunque el coste de la mano de obra y de los materiales aumentaba de modo considerable, pues hacían falta muchos más canteros, más obreros, más andamios y más caleros.
Siempre que sus obligaciones como prelado se lo permitían, y si no tenía que viajar en visita episcopal a algún lugar de la diócesis para solucionar conflictos, don Mauricio también pasaba diariamente por la obra.
—La planta de la catedral está en correspondencia con las medidas humanas. La cabeza con la cabecera, el tronco y las piernas con las naves, los brazos con el crucero —le explicaba un día Luis a don Mauricio.
—¿Y qué pasa entonces con las catedrales que no tienen crucero? —preguntó el prelado.
—En ese caso, es como si el hombre no tuviera brazos, pero las proporciones no dejan de ser las mismas. Mirad.
Luis trazó con un puntero sobre la arena del suelo un dibujo que semejaba el plano de la catedral. Y en el interior del dibujo insertó una figura humana con los brazos abiertos.
—No —dijo el obispo—, los hombres no somos así. Tenemos los brazos mucho más largos y la distancia de la cabeza a los hombros es menor que la del ábside al crucero.
—Habéis visto al hombre con los ojos del hombre —sentenció Luis—. Fijaos de nuevo ahora.
El arquitecto trazó un gran círculo envolviendo todo el dibujo y dentro lo dividió en cuadrados regulares.
—Sigo sin ver qué pretendéis —dijo don Mauricio.
—Se trata de geometría, eminencia. Vos estudiasteis en París, y allí se enseña…
—Yo estudié teología, filosofía y leyes, desconozco los secretos de los maestros constructores, y dudo mucho que algún día me los reveléis; un clérigo no necesita ni de la geometría ni de la aritmética. Dejad ya de confundirme con vuestra perorata matemática y limitaos a cumplir los plazos de esta obra.
—Los arquitectos hemos jurado mantener los conocimientos que nuestros maestros nos legaron. En cierto modo es algo similar al secreto de confesión; sólo podré transmitir las técnicas que aprendí a un oficial avezado a quien yo considere en disposición de poder obtener el grado de maestro.
—Bueno, yo soy un clérigo, podéis confiarme vuestro secreto cual si fuera una confesión —dijo don Mauricio.
—Pero también sois quien me ha encargado la obra.
—Olvidaos de ese pequeño detalle.
—No puedo; el juramento de los maestros de París me lo impide. Si lo quebrantara, jamás podría volver a ejercer mi oficio.
—Nadie lo sabrá; tened en cuenta que yo estoy obligado a mantener el secreto de confesión.
—Bueno, existe una manera de que conozcáis nuestros secretos.
—¿Cuál?
—Que os incorporéis a mi taller. Deberíais hacerlo en calidad de aprendiz, y a los diez años podríais alcanzar el grado de oficial, si os aplicarais y aprendierais bien vuestro trabajo, claro. Y tal vez, con esfuerzo y dedicación, cinco o seis años después seríais maestro. Entonces sí os transmitiría todos nuestros secretos, y la proporción perfecta, el número de Dios.
—¿Estáis de broma, don Luis?
—En absoluto, eminencia; en este trabajo las cosas suceden así, y no hay otra manera de que ocurran. Todo maestro ha pasado antes por esos grados; yo mismo comencé a trabajar en la cantera, como aprendiz de mi padre Enrique, llamado el Viejo, el primer arquitecto que utilizó las nuevas técnicas de tallado de la piedra. Luego pasé a desbastar los bloques en bruto y no esculpí figuras en bulto redondo hasta siete años después, para, por fin, tallar cabezas y manos. Y además de practicar la escultura, tuve que estudiar geometría y otras ciencias, y todas las disciplinas del
triviu
y el
quadriviu
. En esta profesión no basta con saber latín, retórica, gramática y teología, es preciso dominar el escoplo y el cincel, saber aplicar la gubia con el ángulo preciso en cada tipo de roca, calcular las proporciones del edificio, los pesos que pilares, muros y arcos son capaces de soportar, coordinar a todo un amplio equipo de oficiales y aprendices, o incluso de maestros, y, lo más difícil, discutir plazos, presupuestos y bocetos con gente que no sabe nada del oficio pero que paga la obra y se considera con todo el derecho a opinar, es decir, con vos y con vuestro cabildo de canónigos. Y creedme si os aseguro que ésta es la parte más difícil de este trabajo.
—No parece demasiado complicado —ironizó don Mauricio.
—No si se conoce el número.
—El número de Dios, claro.
—Así es; el número perfecto, el número de Dios.
Dos años después de iniciada la nueva catedral de Burgos las obras continuaban a buen ritmo, pero el obispo y el cabildo comenzaron a inquietarse cuando se enteraron de los planes inmediatos del rey Fernando.
Pacificado y asegurado el reino, sometida la nobleza levantisca a su autoridad y acordada una paz estable y duradera con León, don Fernando había decidido que era hora de recoger los frutos de la gran victoria que diez años antes había encabezado su abuelo don Alfonso VIII contra los almohades. Tras muchos meses de preparativos, comenzaron a reclutarse efectivos para el ataque a los territorios musulmanes del sur. El imperio almohade se estaba deshaciendo como un puñado de sal en agua hirviendo y Castilla aspiraba a quedarse con la mejor parte del botín.
Desde que en 1214 los ingleses de Juan sin Tierra fueran derrotados en Bouvines por el ejército francés de Felipe II, decenas de caballeros y soldados que vivían de la guerra se habían quedado sin trabajo. Algunos se habían ido a la Cruzada y otros muchos se habían dedicado a tornear de feria en feria y de alarde en alarde; pero con ese oficio apenas se ganaba para vivir, y no era comparable con el ejercicio de la guerra, en la que se podían ganar no sólo honores y fama, sino riquezas extraordinarias, tierras y vasallos, e incluso alcanzar algún título de nobleza.
Al sur de Sierra Morena se extendían los campos más feraces de la Península, valles y más valles de clima suave y soleado, con una red de acequias bien dispuesta y grandes ciudades y mercados que demandaban productos agrícolas. Eran tierras de infieles que sólo estaban esperando a un puñado de hombres audaces que las conquistaran y se repartieran aquellos feudos riquísimos.
Además, el fracaso de la Quinta Cruzada hizo volver sus ojos hacia al-Andalus a muchos de los caballeros que habían confiado en ganar un señorío en Oriente. No era necesario embarcarse en una peligrosa aventura, en un largo viaje lleno de avatares por el Mediterráneo para conseguir territorios y fama en Tierra Santa, ahora bastaba con poner las armas al servicio del rey de Castilla, seguirle en la batalla contra los musulmanes y esperar como pago a los servicios prestados un buen puñado de buena tierra en el fértil valle del Guadalquivir.
El anuncio de que el rey Fernando estaba preparando un ataque contra el Islam en el sur de la península Ibérica animó a numerosos caballeros franceses a encaminarse hacia Castilla. La mayoría lo hicieron siguiendo el Camino Francés, mezclados con los peregrinos que llenaban los albergues, posadas y hospitales que habían ido fundándose a lo largo de esa ruta.
El mismísimo Juan de Brienne, que ostentaba el título, bien que meramente honorífico, de rey de Jerusalén, al regreso de Tierra Santa tomó en la catedral de Tours el bastón de peregrino de Santiago y comenzó el camino de Compostela a fines del invierno de 1224. Llegó hasta la tumba del apóstol, y de regreso se acercó a Toledo, donde el rey Fernando preparaba su campaña contra los almohades. Apenas un mes después, el rey de Jerusalén se casaba con la hermana de don Fernando. La boda se celebró en Burgos y la ofició el obispo don Mauricio en presencia del arzobispo de Toledo, don Rodrigo Ximénez de Rada, que también bendijo la unión. Don Mauricio pudo mostrar orgulloso a toda la Corte los avances en las obras de la catedral, aunque don Rodrigo aprovechó la ocasión para anunciar que la nueva catedral de Toledo, cuyos cimientos ya habían comenzado a ser excavados, tendría cinco naves y sería la más grande y hermosa de toda Castilla, y tal vez de toda la Cristiandad.