Read Johnny cogió su fusil Online
Authors: Dalton Trumbo
Decidió seguir con su cabeceo a pesar de ellos para fortalecer su voluntad hasta el punto de que aun cuando la droga le venciera aun cuando cayera completamente dormido los efectos de su fuerza de voluntad pudieran trasladarse a su sueño y le permitieran seguir cabeceando de la misma forma que una máquina que sigue funcionando después de que te has marchado.
Pero la bruma se alojó en su cerebro una parálisis se apoderó de su carne y le pareció que cada vez que alzaba la cabeza de la almohada debía levantar un enorme peso. El peso se hizo cada vez más intenso el cabeceo más lento su carne se convirtió en la carne de un muerto su mente pareció encogerse y marchitarse a medida que le vencía el sueño. Su último pensamiento fue ganaron otra vez pero no podrán ganar siempre no podrán ganar siempre oh no no para siempre…
Las cosas empezaron a cambiar lentamente a consumirse en amplios círculos brumosos para disolverse unas en otras. Le parecía relajarse en cada músculo de su cuerpo relajarse en su cerebro. La cama era más blanda que nunca. La almohada bajo su nuca era como una almohada de nube. Las mantas encima de su vientre y de su pecho eran mantas de seda de suave telaraña de tenue aire tibio. No había nada debajo de él ni encima de él ni a su derecha ni a su izquierda. La piel se había vuelto lacia y perezosa y hasta su sangre parecía detenida y no impulsada por su corazón sino cálida y líquida e inmóvil en sus venas.
Y no obstante en medio de esta magnífica quietud había movimiento. Esa cosa perfectamente laxa que era él su cuerpo y su mente se desplazaba lentamente a través de un mundo sin aire. Sólo que no era el mundo. Era meramente un espacio fulgurante en el que se movía ora rápida ora lentamente no sabía porque no había aire que se agitara a su paso. Era esa suerte de movimiento que debe hacer una estrella. Una estrella carente de atmósfera o vida al completar su órbita constante a través de la nada.
Y había colores por todas partes. No colores bruscos o violentos sino esos matices que asume el cielo al amanecer y los rosados y los azules y alhucemas del interior de una caracola que de pronto crecía hasta abarcar el cielo y todo cuanto éste contenía. Los colores flotaban hacia él flotaban dentro de él se disolvían en las partículas de su cuerpo y después se marchaban para dar paso a nuevos colores cada vez más y más maravillosos tan hermosos y grandes. Había colores fríos colores que olían a perfume dulce colores que componían una débil y desvaneciente melodía. Podía escuchar la música en todas partes y sin embargo no era estridente. Era una especie de música tan tenue que apenas emitía un sonido. Era simplemente una parte del espacio un sonido que era lo mismo que el espacio y el color un sonido que no era nada y al mismo tiempo era más real que la carne la sangre y el acero. La música era tan suave tan tintineante que parecía formar parte de él tanto como las pequeñas fibras de su cuerpo. La música era como un fantasma blanco a la luz del día. El y el espacio y los colores y la música eran la misma cosa. Su cuerpo a la deriva se había confundido con ellos como el humo en el cielo y ahora tanto él como ellos eran una parte del tiempo.
Luego cesó la melodía y sobrevino el silencio. No era el simple silencio que llega a veces cuando estás en el mundo el silencio que es sólo ausencia de ruido. No era siquiera el silencio de los sordos. Se parecía al silencio que se oye cuando te llevas una caracola al oído el silencio del tiempo mismo que es tan grandioso que hace ruido. Era un silencio que parecía un trueno en la distancia. Era silencio tan denso que ya no era silencio. Cambiaba de una cosa a un pensamiento y por fin sólo era miedo.
Se quedó suspendido en el silencio aguardando que ocurriera algo. No sabía qué pero sabía que algo ocurriría. Era como si ya hubiese vislumbrado la bocanada de humo de una carga de dinamita y ahora estuviese esperando el estruendo. Su caída rompió el silencio. La presión del aire a través del cual caía le devolvió a la fuerza la respiración a los pulmones. Caía un millón de veces más velozmente que un meteorito más veloz más veloz que la luz que atraviesa diez mil años y diez mil mundos y las cosas se volvían más sonoras más ligeras y más terribles. Grandes globos redondos más voluminosos que el sol más grandes que toda la vía láctea se aproximaban a él con tanta rapidez que parecían los naipes arrojados de una baraja. Llegaban y le golpeaban en pleno rostro y estallaban como pompas de jabón para dar paso al siguiente y al siguiente. Su cerebro trabajaba con tanta rapidez que tenía tiempo de retroceder ante cada uno y cuando estallaba prepararse para el siguiente impacto.
Empezó a girar con más velocidad que la hélice de un avión y ese girar producía ruidos en su cabeza. Oía voces todas las voces del mundo voces que tenían brazos y piernas voces que se extendían para atraparle y voces que pateaban a su paso. Las cosas pasaban tan rápidamente ante sus ojos que sólo podía ver la luz. Cuando vio la luz supo que nada era real porque las cosas reales hacen sombras e interceptan la luz.
Y después todo el sonido pareció concentrarse en una voz que llenaba el mundo entero. Prestó atención a la voz porque ella le había detenido en su caída. Se había convertido en todo el mundo y el universo y la nada que les circundaba. Era la voz de una mujer que lloraba y que él había oído antes.
¿Dónde está mi hijo dónde está mi hijo? Es menor de edad ¿no lo ve usted? Hace una semana llegó de Tucson. Le tuvieron preso por vagabundo y yo he recorrido todo el camino hasta aquí para recuperarle. Le permiten salir de la cárcel si se une al ejército. Sólo tiene dieciséis años pero es grande y fuerte para su edad. Siempre fue así. Es demasiado joven. Es una criatura. ¿Dónde está mi niño? Acaba de llegar de Tucson y he venido para llevarle a casa.
La voz se desvaneció pero ahora él sabía de qué se trataba. Ese niño era Cristo. No cabía duda alguna. El muchacho era Cristo y venía de Tucson y ahora su madre le buscaba y lloraba por él. Podía ver a Cristo que venía de Tucson temblando por las ondas del calor del desierto con túnicas flotantes que surgían de él como en un espejismo. Cristo venía a la estación de ferrocarril y se sentaba junto a ellos.
Le pareció que debía haber un pequeño cuarto cerca de la estación y que allí jugaban a las cartas hasta que el tren se pusiera en marcha. No conocía a los otros y ellos no le conocían a él pero eso no parecía importante. Fuera aullaban las multitudes y tocaban las bandas y él con cuatro o cinco muchachos en un pequeño compartimiento tranquilo jugaba a las cartas cuando Cristo llegó de Tucson y se les acercó. El tío pelirrojo levantó la mirada y preguntó ¿juegas a las cartas? y Cristo respondió por supuesto y el tío que parecía un sueco dijo acerca una silla. La mesa apuesta exclamó el pelirrojo y recuerda antes de la primera carta debes apostar. Cristo dijo bueno metió la mano en el bolsillo sacó una moneda de un cuarto de dólar y la puso sobre la mesa.
El pelirrojo empezó a repartir las cartas y todos las miraron salvo el sueco que gruñía y exclamaba ¡Cristo! qué bien nos vendrían unas bebidas. Cristo le sonrió y dijo ¿por qué no bebes si tienes tantas ganas? El tío que parecía sueco miró a Cristo y después a la mesa y realmente había un vaso de whisky junto a su mano derecha. Entonces todos miraron su mano derecha y había un vaso de whisky junto a cada uno. Todos miraron a Cristo y el pelirrojo dijo ¿cómo diablos lo has hecho? Cristo se limitó a sonreír y dijo puedo hacer cualquier cosa pero no me exijáis demasiado. El que repartía las cartas le tiró una y Cristo la miró como si fuese una mala noticia. Luego empujó el dinero hacia el que repartía. Nunca pude hacer un doce dijo con voz compungida. No entiendo por qué un doce debe ser más difícil que un trece ¿verdad? No debería serlo pero lo es dijo el pelirrojo. No hay ningún misterio dijo el tío que parecía sueco es cuestión del azar un doce es como cualquier otro número más alto pero mejor y el que diga otra cosa es un supersticioso. Diablos dijo un muchachito que iba ganando y probaba el whisky esto es lo mejor del mundo probadlo. Tiene que ser bueno dijo Cristo mirando su dinero sobre la mesa porque tiene dieciséis años.
De pronto el pelirrojo bajó las cartas y se puso en pie desperezándose y bostezando. Bueno dijo llaman al tren debo marcharme. Todos debemos marcharnos. Me matarán el veintisiete de junio y debo despedirme de mi mujer y de mi hijo. El niño sólo tiene un año y ocho meses pero es muy listo diablos quisiera verle cuando tenga cinco. Me doy cuenta con claridad que me matarán. Acaba de amanecer y todo es fresco y bello con el sol espléndido y el aire huele bien. Vamos a las trincheras y como soy sargento debo saltar primero. Apenas asomo la cabeza por el borde una bala me golpea como un martillazo. Caigo hacia atrás por encima de la trinchera y trato de decirles a los otros que se marchen sin mí pero no puedo hablar y ellos salen de todas maneras. Me quedo tendido allí mirando sus piernas que pasan velozmente y trepan y desaparecen. Pataleo y me retuerzo un rato como un pollo. Luego me aprieto contra el barro. Esa bala me dio en la garganta así que me acurruco allí en paz y veo cómo brota la sangre. Después estoy muerto. Pero mi mujer no lo sabe de modo que tengo que decirle adiós como si pensara en regresar.
Mierda dijo el muchachito que iba ganando hablas como si fueses el único. Nos matarán a todos para eso estamos aquí. Cristo ya está muerto y ese sueco corpulento va a coger una gripe y morirá en el campamento y tú que estás en el rincón te harán volar tan alto que no vas a dejar ni para recuerdo y yo quedaré sepultado en el derrumbe de una trinchera y luego me asfixiaré ¿no es una muerte horrible?
De pronto se quedaron en silencio escuchando y el pelirrojo dijo ¿qué es eso? En alguna parte en el aire muy arriba sonaba una música. Era música tenue e intensa como un fantasma bajo la luz del sol. Era música pálida blanca tan hermosa tan tenue y sin embargo tan intensa que todos la escuchaban. Era música como una brisa suave lenta que encuentra su camino más allá del aire donde sólo hay espacio. Era música tan lánguida tan trémula tan dulce que todos se estremecieron mientras se ponían de pie y escuchaban. Es la música de la muerte dijo Cristo. La tenue e intensa música de la muerte.
Todos se quedaron en silencio un instante y después el muchachito que iba ganando dijo ¿qué diablos hace éste aquí? Este no va a morir. Y entonces todos le miraron. En ese momento no supo qué decir se sentía como quien llega a una fiesta sin invitación y entonces dijo carraspeando a lo mejor tienes razón pero seré igual a un muerto. Me volarán los brazos y las piernas y me borrarán el rostro de modo que no podré ver ni oír ni hablar ni respirar y viviré aunque esté muerto.
Entonces todos le miraron y por fin el tío que parecía un sueco dijo Jesús está más jodido que nosotros. Hubo otro rato de silencio y todos parecían contemplar al pelirrojo como si fuera el patrón. Diablos dijo el pelirrojo después de mirarle fijamente tiene razón dejadle en paz. Y todos subieron al tren.
En el camino hacia el tren el muchachito que iba ganando le dijo a Cristo ¿Cristo y tú vienes con nosotros? Y Cristo respondió sólo os acompañaré un trecho pero no muy lejos porque tengo que esperar muchos trenes recibir montones de muertos no os imagináis cuántos. De forma que subieron al tren y Cristo dio un pequeño salto y cayó encima de la locomotora. Cuando el tren arrancó todos pensaron que el ruido era el silbato de la locomotora pero no era. Eran los gritos de Cristo encaramado allí arriba. Así avanzaba el tren gritando con Cristo sobre el techo de la locomotora sus ropas flotando detrás y gritando con toda su voz. El tren iba tan rápido que lo único que se podía ver por la ventanilla era una línea entre el cielo y la tierra y nada más.
Muy pronto el tren se encontró en medio de un gran desierto de un amarillo ardiente que temblaba bajo el sol. Más lejos había una nube una neblina que flotaba entre el cielo y la tierra pero más cerca de la tierra. Y de la neblina venía Cristo de Tucson. Cristo flotaba sobre el desierto arrastrando unas túnicas púrpuras mientras las ondas de calor nadaban en torno suyo.
Al mirar a Cristo allí arriba sobre el desierto no pudo soportar más el tren. Hombres muertos iban en ese tren. Hombres muertos u hombres vivos y él no era ni una ni otra cosa así que nada tenía que hacer allí. No tenía nada que hacer en ninguna parte no había lugar para él había sido olvidado y abandonado y estaba solo para siempre. Entonces saltó por la ventanilla y empezó a correr hacia Cristo.
El tren de pesadilla seguía avanzando bajo la luz del sol su silbato ululando y los muertos dentro reían. Pero él estaba solo en el desierto corriendo corriendo hasta que sus pulmones dejaron oír un chirrido mientras corría en dirección a Cristo que flotaba en el calor con sus túnicas púrpuras. Corrió y corrió y corrió y por fin llegó hasta Cristo. Se arrojó sobre la arena ardiente a los pies de Cristo y empezó a llorar.
Despertó como quien despierta de una borrachera con el cerebro confundido y brumoso nadando lenta y dolorosamente hacia la realidad. Despertó golpeando la cabeza sobre la almohada. Ese cabeceo ya formaba parte de su despertar de tal modo que el primer fulgor de conciencia le sorprendía ya cabeceando y más tarde cuando le venció el agotamiento y su mente comenzó a nublarse y el sueño trepó por su cuerpo seguía cabeceando. Yacía sin pensar en nada. Le dolía y palpitaba el cerebro y su cabeza golpeaba contra la almohada. SOS. Socorro.
Luego cuando su mente se aguzó y comenzó a pensar en lugar de sentir solamente detuvo el cabeceo y se quedó quieto. Algo muy importante había ocurrido. Tenía una nueva enfermera de día.
Lo adivinó apenas se abrió la puerta y ella empezó a recorrer la habitación. Sus pasos eran ligeros mientras que los de la enfermera habitual la vieja eficiente rápida enfermera de día eran pesados. La nueva enfermera marcó cinco pasos para llegar junto a su cama. Eso significaba que era más menuda que la otra y seguramente más joven porque la vibración de sus pasos parecía alegre y vivaz. Por lo que podía recordar era la primera vez que la vieja enfermera no aparecía a atenderle.
Se quedó muy quieto y muy tenso. Esto era como conocer un nuevo secreto como abrirse a un nuevo mundo. Sin un momento de vacilación la nueva enfermera le quitó las mantas. Y después como casi todas las otras que le habían precedido se quedó un instante inmóvil junto a su cama. Supo que le estaba mirando. Imaginó que seguramente ya le habían advertido. Sin embargo el espectáculo era posiblemente mucho peor que cualquier descripción de modo que en el primer momento no pudo hacer otra cosa que mirarle. Pero después en lugar de volver a cubrirle apresuradamente con las mantas como hacían algunas o salir huyendo de la habitación o quedarse de pie sollozando y humedeciendo su pecho con las lágrimas le puso la mano en la frente. Nadie había hecho eso de esa forma. Quizá nadie había podido hacerlo. Era como posar la mano cerca de un cáncer abierto algo tan terrible y enfermante que nadie podía soportar la idea y mucho menos el acto. Sin embargo esta nueva enfermera de pasos livianos y felices no tenía miedo.