A pesar de todo, no podía permanecer sin idear un curso de acción con respecto a K. Mentalmente, fabriqué múltiples excusas, ninguna de las cuales, sin embargo, me pareció suficientemente apta para enfrentarme a él. Por ser yo tan cobarde, renuncié, fatigado, a la idea de explicárselo todo.
47
Pasaron dos o tres días igual. Mientras, los constantes remordimientos que sentía hacia K no dejaban de oprimirme el pecho. Sentía que tenía que hacer algo con respecto a él. Además, tanto la actitud de la señorita como el tono de hablar de su madre durante todos esos días eran como pellizcos que me hacían sufrir. De la señora, en cuyo carácter, como he dicho, había rasgos de franqueza masculina, temía que en cualquier momento revelase mi compromiso con su hija mientras estábamos sentados a la mesa.
Recelaba de que el comportamiento de la señorita hacia mí, que parecía haber cambiado tanto desde aquel día, sembrara en la atención de K sospechas que cubrieran su corazón de nubes. Reconocía que K debía ser informado de la nueva relación que yo había establecido con esta familia. Pero la conciencia que tenía de mi propia debilidad moral dificultaba en extremo esta tarea. Impotente, pensé pedirle a la señora que fuera ella quien, naturalmente en mi ausencia, le comunicara a K nuestro compromiso. Pero si se lo contaba tal como había ocurrido, mi honor quedaría igualmente por los suelos, aunque la diferencia estaría en habérselo dicho directa o indirectamente. Por otro lado, si le pidiera a la señora que le dijera una mentira, entonces ella querría saber la razón de querer ocultarle la verdad. Finalmente, si se lo pedía confesándole toda la verdad a ella misma, entonces yo mostraría a mi querida prometida y a su madre toda mi debilidad y miseria. Y esta era una idea intolerable para mí pues equivalía a perder gran parte de la confianza que ellas habían depositado en mí. Y ya antes de casarme, perder, por poco que fuera, la confianza de mi futura esposa me parecía una desgracia insoportable.
En resumen, yo era un tonto que, en lugar de haber andado firmemente un camino recto, había estado resbalando. O tal vez, era un bribón. Sólo el cielo y mi corazón lo sabían. Era evidente que para enderezar el camino y dar el primer paso, tenía que descubrir a todos mi falta, una falta que yo deseaba ocultar a toda costa. Al mismo tiempo, me veía metido en un verdadero atolladero en el cual estaba de pie pero incapaz de poder dar un solo paso, incapaz de moverme.
Al cabo de cinco o seis días, la señora me preguntó de sopetón:
—Bueno, supongo que ya le habrás contado a K lo de tu compromiso matrimonial, ¿verdad?
—Pues, no, todavía no —repuse yo.
—Pero, ¿cómo es posible? —me dijo en tono de reproche.
Sentí que la rigidez invadía todo mi cuerpo. Entonces, lo recuerdo aún perfectamente, sus siguientes palabras me cayeron como una verdadera sorpresa:
—¡Claro! Ahora entiendo por qué puso K esa cara cuando se lo dije yo… ¡Qué malo eres! ¡No haberle dicho nada siendo tan amigo suyo!
—¿Y qué dijo él? —acerté a preguntarle.
—Nada, nada especial.
Pero yo no pude contener mi deseo de saber más e insistí en que me diera más detalles.
Ella, por supuesto, no tenía nada que ocultar. Diciendo que no había nada realmente importante que contar, me describió la reacción de K al decírselo. Resumiendo las palabras de la señora, parece que K recibió este último golpe con sorpresa controlada y compostura. Al saber la nueva relación establecida entre la señorita y yo, K se limitó a exclamar:
—¿Ah, sí?
Pero cuando la señora le dijo: «¡Vamos, hombre! ¡Alégrate tú también!», K, mirando por primera vez a la cara a la señora, esbozó una sonrisa y dijo:
—¡Enhorabuena! —y se levantó para irse.
Cuando estaba a punto de abrir la puerta de la sala de estar, se volvió y preguntó:
—¿Y cuándo será la boda? —Y añadió—: Me gustaría ofrecerles algo, pero como no tengo dinero, me temo que no podré regalarles nada.
Yo, mientras escuchaba estas palabras de K relatadas por la señora, sentí una angustia que parecía ahogarme el corazón.
48
Hacía dos días que K conocía mi compromiso matrimonial; sin embargo, no mostraba hacia mí una actitud distinta a la de antes. Aunque su indiferencia sólo fuera aparente, merecía todo respeto, pensaba yo. Puestos los dos en una balanza de méritos, K parecía más digno de estima que yo. Me decía a mí mismo: «Le he vencido por la astucia; pero, como hombre, me ha ganado». Esta idea giraba como un torbellino en mi cabeza; sólo de imaginar cuánto debía despreciarme, hasta me puse colorado. A estas alturas, sin embargo, presentarme ante K y acusarme a mí mismo era un golpe demasiado mortificante para mi amor propio.
Indeciso como estaba entre dar un paso adelante o quedarme donde estaba, tomé el partido de esperar al día siguiente. Eso fue un sábado. Justo esa noche, K se suicidó. El recuerdo de aquella escena me sigue produciendo escalofríos.
Yo siempre dormía orientando mi almohada al este, pero aquella noche cuando fui a acostarme coloqué por pura casualidad la almohada en dirección al oeste
[104]
. Es posible que esto traiga mala suerte. Lo cierto es que una ráfaga de aire frío que soplaba alrededor de la almohada, me despertó.
Al abrir los ojos, vi que la puerta que daba al cuarto de K estaba entreabierta como el otro día. Pero su oscura silueta esta vez no estaba allí. Me incorporé sobre los codos mirando hacia su cuarto, como obedeciendo un presentimiento. La lámpara iluminaba débilmente. Distinguí su lecho y me fijé en que el edredón estaba doblado en la parte de los pies. K yacía con el cuerpo boca abajo mirando al otro lado.
—¡Eh! ¡Oye! —exclamé.
Pero no hubo respuesta.
—¿Qué te pasa? —volví a decir.
Pero su cuerpo permanecía inmóvil. Al punto, me levanté y fui hasta la puerta de su cuarto. Desde ahí, observé el interior a la luz indecisa de la lámpara.
Mi primera impresión fue igual que cuando escuché de sus labios aquella súbita confesión de amor. De un solo vistazo al cuarto, mis ojos, como dos bolas de cristal, perdieron su capacidad de moverse. Me quedé de pie, inmóvil. Pasado el impacto inicial y súbito como el rayo, pensé: «¡Todo está perdido!». Una negra luz, que me decía que todo era ya irremediable, lanzó un destello sobre todo mi futuro, iluminando de modo sombrío y por un instante la vida entera que espantosamente se extendía ante mí. Me puse a temblar.
Pero no me podía olvidar de mí mismo. Reparé enseguida en una carta puesta encima de la mesa. Tal como había supuesto, iba dirigida a mí. Abrí el sobre con impaciencia… Su contenido, sin embargo, no era el que yo había imaginado. Había supuesto que habría graves acusaciones contra mí. Temía, en efecto, que si la señora y la señorita se enteraban del contenido, me despreciarían. Una ojeada me bastó para disipar mis temores y pensar: «¡Estoy salvado!». (De hecho, lo que había salvado eran las apariencias, algo que para mí era sumamente importante en todo este asunto).
El contenido de la carta era simple. Todo se explicaba en términos más bien generales. Decía:
He decidido quitarme la vida a causa de la debilidad de mi voluntad y por haber perdido la esperanza de llegar a ser lo que deseo. Te agradezco que te hayas ocupado de mí y te ruego que dispongas de mi cuerpo sin vida encargándote de todo, que me disculpes ante la señora por todas las molestias causadas y que informes de esta muerte a mi familia.
Todo lo necesario se expresaba con claridad y llaneza. En ninguna parte de la carta encontré el nombre de la señorita, algo que, después de leer hasta el final, comprendía que había sido evitado deliberadamente. La frase que más me afectó de toda la carta fue la última, escrita a modo de apostilla final, con la última gota de tinta que le quedaba, y que decía:
¿Por qué he vivido hasta ahora? Hace tiempo que tenía que haber muerto.
Doblé la carta y con manos temblorosas la metí en el sobre. La puse sobre la mesa, tal como estaba, a la vista de todos. Luego me volví y por primera vez me fijé en la superficie del
fusuma
[105]
salpicada de sangre.
49
Con las dos manos, levanté la cabeza de K. Deseaba echar un vistazo a su rostro sin vida. Me incliné para mirarlo desde abajo, pero bruscamente retiré las manos y solté la cabeza. No solamente había sentido escalofríos al ver el rostro, sino también había sentido el espantoso peso de la cabeza. Me quedé contemplando un rato las orejas frías recién tocadas y el pelo espeso y corto de mi amigo. No tenía ningún deseo de llorar. Sólo sentía horror. No un horror corriente ante aquella escena, sino un horror hondo ante las líneas de mi propio destino que este amigo, frío y sin vida, acababa de trazarme.
Incapaz de pensar, volví a mi cuarto. Me puse a dar vueltas y vueltas en mi habitación de ocho
tatami
. Aunque lo que estaba haciendo no tenía ningún sentido, mi mente me ordenaba moverme así. Pensé que debía hacer algo. Pero ¿qué podía hacer? Era sencillamente incapaz de hacer otra cosa que no fuera moverme inquieto como un oso encerrado en su jaula.
A veces, me acometía el impulso de ir a la habitación del fondo y despertar a la señora. Pero me frenaba en seguida la idea de que no podría enseñar esta terrible escena a una mujer. Sin pensar en la señora, me oprimía la fuerte voluntad de no asustar por ningún motivo, sobre todo, a la señorita. Y, otra vez, me ponía a dar vueltas en la habitación.
Entretanto, había encendido la lámpara de mi cuarto y de vez en cuando miraba el reloj. Nada me ha parecido más lento que el movimiento de las manecillas del reloj de aquella noche. No podría precisar la hora en que había sido despertado, pero era cerca del amanecer. Dando vueltas y vueltas, ¡cómo anhelaba que rompiera el día…! Creía que la noche no iba a acabar nunca.
Teníamos la costumbre de levantarnos poco antes de las siete, costumbre necesaria para llegar con tiempo a nuestras clases, que solían empezar a las ocho. Por esa razón, la criada se levantaba hacia las seis. Pero no eran todavía las seis cuando yo salí de mi cuarto y fui a despertarla.
—Hoy es domingo, ¿verdad?
Era la voz de la señora, sin duda despertada por mis pasos. Yo le pedí desde el pasillo:
—¡Por favor, venga a mi habitación un momento si está despierta!
Se echó el
haori
[106]
de casa sobre su quimono de noche, salió de su dormitorio y me siguió. Cuando entramos en mi cuarto, cerré la puerta del cuarto de K, me volví a la señora y le dije:
—Algo terrible ha pasado.
—¿Qué ha sido?
Con el mentón le señalé hacia el cuarto de K diciendo:
—No se asuste.
Se puso pálida. Yo añadí:
—K se ha suicidado.
La señora se quedó callada, petrificada, y me miró.
Yo, bruscamente, me eché al suelo, arrodillado, puse las manos en el
tatami
y me postré ante ella.
—¡Perdóneme! Ha sido mi culpa. Lo siento tanto por usted y por la señorita…
Así fue como yo pedí disculpas. Hasta haberme hallado cara a cara con la señora, no se me había pasado por la cabeza disculparme. Pero cuando la vi ante mí, me brotaron irresistiblemente esas palabras de perdón. Podrás pensar que por no poder ya disculparme ante K, tuve que hacerlo ante la señora o la señorita. Es decir, mi conciencia me hizo abrir la boca y realizar esta confesión engañando a mi yo de siempre. Por suerte para mí, la señora no llegó a captar el sentido profundo de mis disculpas y con tono de consuelo me dijo:
—Pero ¿qué podías haber hecho tú? ¡No ha sido más que un accidente!
Se veía, sin embargo, claramente que la conmoción y el miedo tenían agarrotados los músculos de su cara.
50
Lamentando que la señora tuviera que ver la escena, me levanté de nuevo y abrí la puerta que había acabado de cerrar. El aceite de la lámpara de K se había agotado y en el cuarto reinaba una oscuridad casi total. Volví a por mi lámpara y sujetándola en la mano, puesto de pie en la entrada del cuarto de K, volví la cabeza a la señora. Detrás de mí, como ocultando su cuerpo, se asomó al pequeño cuarto. Pero no entró. Me dijo:
—Abre el
amado
[107]
y no toques nada.
A partir de ese instante, el comportamiento de esta mujer fue de una precisión y entereza admirable, como cabría esperar de la viuda de un militar. Obedecí sus órdenes en todo: fui al médico y luego a la policía. Hasta que acabaron todos estos trámites, no permitió la entrada de nadie en el cuarto.
K había tenido una muerte inmediata al haberse cortado la arteria carótida. Aparte de esa incisión en el cuello, no presentaba otras heridas. Me enteré de que las manchas de sangre con que había salpicado el
fusuma
, observadas por mí a media luz como en un sueño, fueron producidas por efusión de sangre proyectada desde el cuello. Las vi otra vez, ahora a la luz del día, y me maravillé de la violenta fuerza de la sangre humana.
La señora y yo limpiamos el cuarto con los recursos más ingeniosos de que pudimos disponer. La mayor parte de su sangre había sido absorbida por el colchón, de modo que no había manchado mucho los
tatami
del suelo. No fue, por lo tanto, una tarea demasiado pesada. Entre los dos llevamos el cadáver a mi habitación y lo depositamos en posición yacente. Después, salí a enviar un telegrama a su familia.
Cuando volví, vi que ya ardía incienso en la cabecera del lecho mortuorio. Nada más entrar en la habitación, me sorprendió este olor del humo y en medio de él reconocí la existencia de dos mujeres sentadas: Entonces vi a la señorita por primera vez desde la víspera. Estaba llorando. También su madre tenía los ojos enrojecidos. Desde que ocurrió este accidente, yo había olvidado llorar. Ahora, por fin, podía sumergirme en la tristeza. ¡Y qué alivio soberano me dio esta tristeza! ¡Y cómo me relajó! Esta tristeza, como una gota bienhechora de rocío, liberó mi alma aprisionada por el sufrimiento y el miedo.
Permanecí sentado en silencio al lado de ellas. La señora me invitó a que ofreciera yo también una varita de incienso. Hice la ofrenda de incienso y volví a sentarme en silencio. La señorita no decía nada. Cuando a veces tenía que decirle algo a la señora, eran sólo palabras sobre asuntos apremiantes del momento. La señorita aún no tenía la suficiente calma para hablar de K, de cuando estaba vivo. Me sentí aliviado de haberle ahorrado el espectáculo de aquella terrible escena de la noche. Temía que al mostrar a una persona joven y bella algo horroroso, esa belleza se estropeara. Incluso sintiendo el miedo en las puntas del pelo erizado por el horror, yo no podía actuar sin pensar de ese modo. Exponer la belleza a tal horror me parecía tan cruel como imaginar un látigo golpeando sin cesar unas bonitas e inocentes flores.