En fin, dudo de que K se quedara satisfecho de nuestro encuentro con el bonzo, pero cuando abandonamos el templo se puso a hablar sin parar sobre Nichiren.
Yo sentía tanto el calor y cansancio que no podía interesarme nada por ese tema. Mis comentarios eran distraídos y por salir del paso. Finalmente, perdí las ganas incluso de hablar y ya no despegué más los labios.
Creo que fue la noche siguiente a ese día cuando, después de haber llegado a la fonda y cenado y a punto de acostarnos, K empezó a discutir conmigo de temas muy difíciles. Él se resentía de mi actitud por no haberle hecho caso la víspera cuando hablaba sobre Nichiren. Dijo que una persona sin voluntad de mejorar espiritualmente era un idiota, y empezó a meterse conmigo y a tratarme de frívolo. Yo, que ya había aceptado en mi corazón las sospechas de K a propósito de la señorita, me había vuelto más sensible de lo normal a las palabras casi insultantes de K. Y, en consecuencia, pasé a defenderme.
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En esa discusión recuerdo haber utilizado una y otra vez la palabra «humano». K me dijo que bajo ese término, yo ocultaba todas mis debilidades. Ahora que lo pienso, K tenía toda la razón del mundo. Sin embargo, a fuerza de insistir en esa palabra para que K entendiese lo que es «no ser humano», me había mostrado agresivo y había perdido la capacidad de ser objetivo en cuanto a mis ideas. Al reafirmarme en mis puntos de vista, él me preguntó en qué sentido yo no le encontraba «humano».
—Eres muy humano —le respondí—. Incluso, demasiado humano, diría yo. Lo que no es humano son tus palabras y esos actos que te impones a ti mismo.
Él me dijo:
—Tienes esa opinión de mí porque, efectivamente, me falta una formación moral sólida.
Y no rebatió más. Yo, más que desánimo, sentí lástima por él. Y me apresuré a dejar el tema.
El ánimo también se le fue bajando. Con aire de tristeza me dijo:
—Si hubieras conocido a aquellas gentes de antes como yo las he conocido, seguro que no te meterías tanto conmigo.
Por «gentes de antes» se refería no a personajes heroicos del pasado, sino a esos ascetas que se flagelaban el cuerpo y hacían penitencia. Me dijo además claramente:
—¡Cómo me gustaría que entendieras todo lo que sufro al recorrer este camino!
Después, nos acostamos.
Al día siguiente, vuelta a caminar y a sudar como si fuéramos buhoneros por los caminos. Mientras caminábamos, recordaba a menudo la conversación de aquella noche, lamentando vivamente haber dejado pasar una estupenda ocasión para haberme confiado a él a pecho descubierto en lugar de haber estado complicándome con abstracciones sobre lo humano y lo inhumano.
A decir verdad, mis sentimientos por la señorita eran los causantes de toda esa palabrería. Hubiera sido más benéfico para mí contarle a K la pura realidad en lugar de meter en sus oídos todas esas teorías destiladas a la fuerza a partir de hechos, por otra parte, reales. No pude hacerlo porque la amistad entre nosotros dos tenía una base intelectual: una base que, lo confieso, por inercia yo no podía socavar. Esta debilidad mía podría atribuirse a afectación o vanidad por mi parte, pero se trataba de una afectación o vanidad algo distinta de la habitual en la mayoría de los mortales. ¡Cómo me gustaría que entendieras esta distinción!
Volvimos a Tokio con la piel muy tostada. Cuando llegamos, mi estado de ánimo había cambiado bastante. De esas teorías de lo humano y lo no humano ya no me quedaba casi nada en la cabeza. K también había perdido totalmente su preocupación religiosa; en su corazón probablemente ya no quedaba nada de esas cuestiones del espíritu y de la carne.
Con el aire de pertenecer a otra raza, contemplábamos el ajetreo de la gran ciudad. Nos detuvimos en Ryogoku y, a pesar del calor, comimos carne de gallo de pelea. Con esa energía íbamos a continuar a pie desde allí hasta donde vivíamos, en Koishikawa. Tal fue, efectivamente, el comentario que hizo K y al que yo, de constitución más robusta que él, asentí rápidamente.
Al llegar a casa, la señora se sorprendió de nuestro aspecto. No solamente estábamos muy morenos, sino además muy delgados por el esfuerzo de haber caminado tanto. A pesar de eso y, recuperada de su sorpresa, dijo:
—¡Qué sanotes parecéis!
Su hija, la señorita, se rió de la contradictoria reacción de su madre.
Antes del viaje, me irritaba a veces esa risa burlona de la señorita, pero ahora me alegré de escucharla, primero, porque realmente había motivos, segundo, porque hacía mucho tiempo que no la había oído.
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Me di cuenta también de que ahora la actitud de la señorita hacía mí era algo diferente. Después del largo viaje y hasta que recuperamos nuestra rutina habitual, necesitábamos la asistencia de estas mujeres en muchos detalles. La señora nos cuidaba con la misma solicitud, pero la señorita parecía prestarme más atención a mí que a K. Si esta preferencia hubiera sido ostensible, seguro que me habría causado cierto malestar o disgusto. Pero su actitud era discreta y sutil, y eso me hacía feliz. Con una delicadeza que sólo yo observaba, me concedía a mí una mayor dosis de su amabilidad. K no daba señales de molestarse por ello. Yo, en mi corazón, cantaba secretamente victoria.
Pronto pasó el verano y desde mediados de septiembre volvimos a clase. Nuestro horario, por no tener las mismas clases, volvió a ser distinto. Tres días a la semana yo volvía después que K, pero nunca me encontraba con la sombra de la señorita en el cuarto de K. Invariablemente, me lanzaba su mirada y su pregunta de siempre:
—¿Ya has vuelto?
Yo también le respondía maquinalmente con un saludo breve y sin mucho significado.
Creo que fue a mediados de octubre cuando un día me levanté tarde y por eso fui a clase apresuradamente, sin haber tenido tiempo de cambiarme a la ropa occidental. Tampoco tuve tiempo de calzarme esas botas de cordones, sino que a toda prisa me puse las chancletas y salí corriendo. Ese día me tocaba a mí volver a casa antes que K. Pensando en esto mientras regresaba a casa, abrí la puerta corredera de la entrada. En ese preciso instante, oí la voz de K, el cual, por su horario, no debía haber vuelto ya. Al mismo tiempo, en mis oídos sonó la risa de la señorita. Como no llevaba puestas las botas y, por tanto, no tenía que entretenerme en quitármelas en la entrada, subí
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rápidamente y corrí la puerta del cuarto. A K lo vi sentado a su mesa de estudio como siempre, pero la señorita ya no estaba allí. Tan sólo pude vislumbrar su espalda en el instante en que abandonaba el cuarto, como si saliera huyendo. Le pregunté a K:
—¿Cómo es que has vuelto hoy tan pronto?
—Me sentía mal y ni siquiera he ido a clase.
Pasé a mi habitación y me quedé sentado sin más. Enseguida, vino la señorita con un té y me saludó. Yo no era alguien con la franqueza suficiente para preguntarle riendo por qué había salido huyendo poco antes. Dejé ese incidente en mi corazón para después rumiarlo dolorosamente… Así era yo. La señorita se fue enseguida por el pasillo exterior, deteniéndose un momento frente al cuarto de K para intercambiar con él unas palabras desde el pasillo. Debía de ser sobre el tema de antes, pero como yo no había seguido su conversación anterior, no entendí nada.
Poco a poco, la actitud de la señorita se fue haciendo más desenvuelta. A menudo, aunque K y yo estábamos en nuestras habitaciones, ella se acercaba por el pasillo al cuarto de K y lo llamaba por su nombre. Después entraba en su cuarto y pasaba con él un buen rato. A veces, era para llevarle el correo o la ropa lavada. Razones como esas para verse son normales cuando se vive en la misma casa. Pero a mí, que deseaba tanto acaparar la compañía de la señorita, me parecían razones innecesarias. En alguna ocasión, incluso, tuve la impresión de que ella, cuando iba a visitar a K, evitaba entrar en mi habitación.
Te preguntarás por qué no le pedía a K que abandonara la casa. Pero recuerda que fui yo quien había insistido en que viniera a vivir con nosotros. Pedirle ahora que se fuera no tendría ningún sentido. No, no podía hacerlo.
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Era un día lluvioso y frío de noviembre. Con el abrigo mojado regresaba yo a casa pasando como siempre por el templo Konniaku Enma y subiendo después por una estrecha cuesta que me llevaba a casa. El cuarto de K estaba vacío, pero en su brasero brillaban ascuas recién puestas. Con el deseo de calentarme las manos en mi propio brasero, abrí rápidamente la puerta de mi habitación. Pero me encontré con un brasero en donde sólo había frías y blancas cenizas, y ni una sola brasa. Me invadió un repentino malestar.
Al oír mis pasos, la persona que se acercó fue la señora. Al verme de pie y callado en medio de la habitación, me ayudó a quitarme el abrigo y a ponerme el quimono de casa. Le dije que tenía frío y sin pérdida de tiempo me trajo el brasero del cuarto de K.
—¿Todavía no ha vuelto K? —le pregunté.
—Sí, pero ha vuelto a salir.
Me extrañó porque aquel día también él debía haber vuelto más tarde que yo.
—A lo mejor tenía que hacer algo fuera —dijo la señora.
Pasé un rato sentado y leyendo. La casa estaba muy silenciosa. No se oía voz alguna y empezaba a sentir mi cuerpo penetrado por el frío y la tristeza del inicio del invierno. Cerré el libro y me levanté. De repente sentí ganas de salir a un lugar animado.
Había dejado de llover, pero el cielo todavía parecía frío y plomizo. Por si acaso, tomé un paraguas, me lo eché al hombro y salí cuesta abajo en dirección al este, bordeando la tapia de adobe de una fábrica de armas. En aquel tiempo, las calles todavía no estaban bien pavimentadas y las cuestas eran mucho más empinadas, estrechas y curvas que ahora. Por si fuera poco, la zona del sur estaba ocupada por altos edificios y la calle de la bajada tenía una canalización muy deficiente por lo que estaba llena de barro. El paso era especialmente difícil entre el estrecho puente de piedra y la calle de Yanagicho. Aunque uno fuera calzado con
geta
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o con botas, había que caminar con sumo cuidado al dar cada paso. Todos los transeúntes caminaban por la estrecha senda más elevada del medio de la calle, evitando los lados en donde se acumulaba el barro blando. Esta senda seca apenas tenía unos treinta centímetros de ancho; era como una cinta extendida a lo largo de la calle dispuesta para que la gente pudiera andar en fila y con cuidado. Mientras caminaba por esa senda, me encontré de repente con K. Como iba atento a dónde ponía cada pie, no supe que era él hasta tenerlo delante de mis narices. Cuando me di cuenta de que alguien me bloqueaba el camino, alcé la vista y supe que allí estaba K.
—¿Dónde has ido? —le pregunté.
—Hasta ahí nada más —me contestó con su sequedad habitual.
K y yo nos habíamos cruzado en este sendero, estrecho como un cinturón. Entonces reparé en que a sus espaldas estaba una mujer joven. Como soy algo miope, no supe bien quién era, pero nada más pasar K, me fijé en la cara de la mujer y descubrí asombrado que se trataba de la señorita. Me saludó, poniéndose algo colorada. Las mujeres de entonces no se peinaban con el pelo alzado sobre la frente, sino que se lo enrollaban como una serpiente sobre el centro de la cabeza. Me había quedado absorto mirando su cabeza. Entonces me di cuenta de que uno de los dos tenía que apartarse para dejar pasar al otro. Sin vacilar, me moví a un lado y metí un pie en el barro para poder dejarla pasar.
Alcancé finalmente la calle de Yanagicho, pero una vez allí ya no sabía dónde quería ir. Sentía que dondequiera que fuera, iba a ser poco interesante. Caminé malhumorado sin preocuparme de pisar el barro y salpicarme. Luego, volví a casa.
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—¿Es que has salido con la señorita? —le pregunté a K.
—No —contestó—. Me la he encontrado por casualidad en Masagocho y hemos vuelto juntos.
No tenía tampoco derecho a exigir más detalles.
A la hora de la cena, sin embargo, tuve el impulso de preguntarle lo mismo a ella. Se rió de esa manera que tanto me disgustaba. Al final, me dijo:
—A ver si adivinas dónde he ido.
En esa época, yo era aún muy susceptible y me molestó ser objeto de las bromas de una jovencita. La única persona entre todos los que estábamos a la mesa que reparó en ello, era la señora. K, por su parte, mostraba su indiferencia habitual. En cuanto a la señorita, no podría decir si su actitud era deliberada o simplemente producto de su inocencia. Para ser tan joven, era bastante considerada, aunque había también rasgos en su carácter, comunes a chicas de su edad, que no me gustaban. Y esos rasgos de su carácter que me desagradaban, solamente había empezado a percibirlos desde que K se había instalado en la casa. No estaba seguro de si, tal vez, todo esto eran sólo figuraciones mías causadas por los celos que sentía hacia K o si eran producto de la coquetería de esta joven. No voy a negar los celos que sentía entonces. Como ya he repetido varias veces, era muy consciente de la presencia de esos celos detrás del sentimiento amoroso. Me ponía celoso por motivos tan pequeños que, para los demás, parecerían insignificantes. Sé que me salgo del tema, pero creo que los celos son la otra cara del amor. Después de estar casado, he visto cómo ese sentimiento de los celos poco a poco iba perdiendo intensidad y el amor ya no tenía la fuerza de antes.
Empecé a pensar en poner mi corazón en las manos de ella de una vez por todas. Por supuesto, con «ella» no me estoy refiriendo a la señorita, sino a la señora, su madre. Tenía ya la intención de pedirle la mano de su hija y, aunque estaba resuelto a hacerlo, día tras día fui aplazando la ejecución de mi decisión. Te parecerá que era un hombre muy irresoluto, pero no me importa que lo pienses. En realidad, esa irresolución no era debida a falta de fuerza de voluntad. Antes de venir K a vivir con nosotros, mi voluntad estaba inmovilizada por la posibilidad de ser engañado por ellas; y no podía dar ni un paso. Después de venir K, la duda de que la señorita amara a K me paralizaba constantemente. Si el corazón de ella se inclinaba hacia K más que hacia mí, entonces había decidido que no valía la pena declarar mi amor.
No pienses que era por temor a sentirme humillado. Simplemente, no deseaba estar con una mujer, por mucho que la amara, que miraba a otro hombre con ojos enamorados. En el mundo hay hombres felices por haberse casado con mujeres que les gustan, pero no se preocupan de si el gusto es recíproco. Yo opinaba, sin embargo, que esos hombres eran o bien unos cínicos maleados por el mundo o bien unos tontos ignorantes de la psicología del amor. Esa teoría de que, una vez casadas, las mujeres deben sentirse a gusto pase lo que pase, no me convencía en absoluto; tal era el ardor de mi amor entonces. En otras palabras, yo era un idealista del amor y, al mismo tiempo, a la hora de actuar, era en asuntos de amor el joven más irresoluto y torpe del mundo.