Kokoro

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Authors: Natsume Sōseki

Tags: #Clásico

 

Kokoro
es la recreación penetrante y desgarradora de la complejidad moral existente en las relaciones humanas donde hay tanto que queda sin decirse, incluso en los ámbitos más íntimos. En este sentido, los silencios de la obra, más elocuentes que las palabras, y las alusiones indirectas, sirven de puente al corazón de las cosas y de las personas. Un corazón observado tanto desde la especial perspectiva de la cultura japonesa, como desde la condición humana en general.
Kokoro
, que quiere decir precisamente corazón, es una lectura sobre el amor y la vida que se hace inolvidable por su sobria, poética intensidad.

Natsume Soseki

Kokoro

こゝろ

ePUB v1.4

Mística
08.08.12

Colabora lestercori

Título original:
こゝろ

Natsume Soseki, 1914.

Traducción: Carlos Rubio

Editor original: Mística (v1.0 a v1.4)

Aportación del texto digital: lestercori

Corrección de erratas: lestercori

ePub base v2.0

I
NTRODUCCIÓN
Japón en el último tercio del siglo XIX

La transformación de Japón en el último tercio del siglo XIX de una oscura monarquía oriental gobernada por una oligarquía militar a una de las grandes potencias se considera un fenómeno extraordinario en la historia moderna. A prodigiosas zancadas, Japón salió del dominio de un pasado de perfecto aislamiento político, de un feudalismo económico y social, de una ignorancia en lo técnico, y asombró al mundo logrando una victoria militar sobre Rusia a principios de siglo, imponiendo tratados igualitarios a las potencias coloniales de Occidente y revelándose como el líder económico e industrial del Asia oriental en el siglo XX.

«Ética oriental y técnica occidental» (
toyo no dotoku, seiyo no gakugei
) era una de las muchas consignas que circulaban en el Japón de mitad de siglo XIX, cuando se debatía la conveniencia de poner punto final a la política de aislamiento que, durante 250 años, había tenido el país cerrado a cal y canto a todo contacto e influencia extranjera.

La consigna expresaba los temores de todo un pueblo. El temor a los aldabonazos con que un desconocido, Occidente, llamaba a la puerta con la arrogancia de su superioridad militar y económica, el temor a seguir el ejemplo de una China humillada por Inglaterra en la Guerra del Opio unos años antes, el temor a romper con «la ley ancestral» del aislamiento (
sakoku
), a exponerse a la «corrupción» de la doctrina cristiana, a perder valores éticos y culturales percibidos como superiores, a quedar en vergonzosa evidencia por un secular atraso tecnológico, a abrir puertas, a romper insularidades.

El realismo se impuso y Japón abrió sus puertas al mundo. En 1868, desaparecido el gobierno militar de los Tokugawa, se restauró el poder imperial a través de la persona del joven emperador Meiji. Precisamente la clase social gobernante del antiguo régimen, la clase de los samuráis, iba, primero, a protagonizar este «golpe de Estado» a la japonesa y, segundo, a erigirse en la clase política e intelectual del nuevo gobierno.

Un país de estructuras sociales que los observadores europeos de la época se complacían en denominar «medievales», resolvió embarcarse en un gigantesco programa de reformas.

Precisamente es en la vida del escritor japonés Natsume Soseki (1867-1916), donde se inserta el reinado del emperador Meiji (1868-1912), el período por excelencia de todas esas reformas, de la gran segunda transformación en la historia del pueblo japonés
[1]
.

En 1892, el entonces estudiante Natsume Soseki caracterizaba el dilema de lo occidental contra lo japonés en los siguientes términos:

A menos que desechemos totalmente todo lo viejo y adoptemos lo nuevo, será difícil que alcancemos igualdad con los países de Occidente. Aunque hacerlo así, va a debilitar el espíritu vital que hemos heredado de nuestros antepasados y nos podrá dejar inválidos
[2]
.

El precio del aprendizaje era perder mucho. Se prescindía de lo tradicional y asiático y se perseguía lo moderno y lo occidental. La transformación, por tanto, obligaba a los japoneses no sólo a abandonar viejas maneras de pensar y de hacer las cosas, sino también a sacrificar una parte de su identidad cultural. La literatura del período Meiji será testimonio de lo entrañablemente caro que sería ese precio y, concretamente, los protagonistas de las obras de Soseki
[3]
sufrirán en carne propia muchas de las secuelas y de las convulsiones de ese sacrificio.

Las reformas introducidas no sólo apuntaban a lo tecnológico, lo político, lo jurídico y lo social. Se estudiaba todo con empeño, se imitaba todo con esmero
[4]
. El programa oficial era que convenía aprender, además, las normas de conducta, la filosofía, la medicina, la religión, las artes de Occidente.

El gobierno de Meiji amplió la definición de lo que debía considerarse útil tomando como modelo el acercamiento de Japón a China en los siglos VI y VII, cuando el objeto había sido comprender una cultura y no sólo adquirir unas determinadas técnicas. En abril del mismo año, 1868, en el que se inicia su gobierno, el emperador promulga una Constitución de cinco artículos. En uno de ellos se decreta el fin de las «prácticas oscurantistas» de épocas pasadas y en otro se anuncia que el nuevo gobierno perseguirá el saber por todo el mundo para promover el bienestar del imperio. Prueba de ello fue la misión de Iwakura Tomomi de 1871-1873 a Estados Unidos y Europa, consistente en más de cincuenta funcionarios, la mayoría antiguos samuráis, y unos sesenta estudiantes que quedarían matriculados en universidades y escuelas de diferentes países occidentales. Le siguieron otras.

El proceso de aprendizaje comprendió también la contratación de asesores y expertos extranjeros para trabajar en Japón. Estos
o-yatoi
, como se les llamaba, eran caros y apreciados —Hazel Jones los llama «máquinas vivas»
[5]
—, pero no estaban autorizados a ser reformadores por su cuenta.

Una variedad creciente de informes de los observadores japoneses que volvían de sus misiones por Europa y Estados Unidos, libros sobre Occidente y artículos periodísticos fueron otras formas de facilitar el proceso oficial de aprendizaje
[6]
.

A un nivel diferente, estaba el simple deseo de saciar una curiosidad. Durante doscientos cincuenta años de aislamiento, Japón había estado sediento de información sobre el misterioso Occidente. Después de 1868 se aprestó a saciar esa sed celebrando su libertad de beber en una oleada de moda por la comida, indumentaria, música, literatura y todos los aspectos culturales de la vida occidental. Sí, también la literatura.

La nueva literatura japonesa

En este ambiente oficial de «aprender de Occidente para alcanzar a Occidente» o, según otra consigna mucho más cruda de la época, «utilizar al bárbaro para dominar al bárbaro», es necesario enmarcar la literatura de la época.

Cuando Occidente irrumpe en Japón en la década de los sesenta del siglo XX, el estado de la literatura japonesa era bastante triste.

Dejando aparte la gran tradición de literatura oral, la tradición del teatro
noh
y del
kabuki
, especialmente este último de la mano del Kawatake Mokuami, y la de cierta prosa de ficción modelada al estilo de
ukiyo zoshi
de Saikaku
[7]
, la prosa creativa estaba en un estado de marasmo total. No había más de media docena de novelistas activos, casi todos absorbidos por las frivolidades del género del
gesaku
o «prosa ligera», que no han dejado huellas duraderas. Poetas había muchos, es cierto, pero muy pocos cuyas obras hayan merecido ser recordadas hoy ni siquiera por los especialistas. Al cabo de más de 250 años de aislamiento, ninguna obra literaria ni de China ni de Occidente había llegado a Japón y los recursos nativos parecían haber quedado exhaustos. Era una literatura, la practicada a mediados de siglo en Japón, apenas inteligible fuera de Japón; una especie de
family jokes
[8]
sólo de interés para la gran familia que vivía recluida en sus cuatro mil islas.

La doble rapidez con que los autores del
gesaku
abandonaron su ejercicio literario y con que se acogió la multitud de traducciones de literatura europea da fe de la falta de vitalidad de la literatura japonesa del momento precedente a la llegada de los occidentales. Los mismos literatos japoneses, una vez expuestos a la influencia occidental, habrían de denunciar la frivolidad de esa prosa o
gesaku
del Japón anterior al nuevo periodo Meiji y distanciarse deliberadamente de ella.

Pero en el espacio de los cuarenta años que van desde la Restauración de Meiji hasta la guerra ruso-japonesa, la literatura japonesa va a moverse de las burlas fáciles a las rarezas de Occidente a una poesía simbolista, de las trilladas anécdotas de burdeles de Edo a las complejidades de la novela psicológica, a la fría disección de la novela naturalista.

Los cambios en literatura, de cualquier modo, no se produjeron con el frenesí con que los japoneses de los primeros veinte años del período de Meiji construían ferrocarriles y sistemas de telégrafo, imprimían periódicos o, independientemente de su antigua clase social, se interesaban activamente en la política por primera vez en su historia. En literatura los cambios eran más lentos. Y no debe extrañar, pues había que saber mucho más de Occidente para escribir una buena novela psicológica que para conducir un tren.

Naturalmente ya iba habiendo en la literatura japonesa de aquellos años huellas de aquella omnipresente marea de lo occidental. Hasta los escritores más conservadores se refieren a bancos, a periódicos y, en expresión de Aizawa Seishisai, erudito confuciano, a otros «artefactos novedosos». El mencionado dramaturgo Kawatake Mokuami escribió una obra sobre un aeróstata británico que cautiva a los habitantes de Tokio al descender de su cielo. En una obra de teatro de marionetas, género de peculiar dignidad literaria en Japón, estrenada en el año 1891, se representaba una escena de amor entre una geisha y un occidental en la que se emplean retazos de inglés.

Aprender lenguas extranjeras, en efecto, era la moda. Y tras el aprendizaje de lenguas llegaron las traducciones. Los japoneses se movieron en veinte años del
Self-Help
de Samuel Smiles, traducido por Nakamura Keiu en 1871 y que vendió cientos de miles de copias, a las novelas políticas de Disraeli y las naturalistas de Zola. La versión de
La vuelta al mundo en ochenta días
, de Julio Verne, estuvo muy de moda como especie de manual anotado para viajar al extranjero. Aparecieron fragmentos de traducciones de
El Quijote
, de
Robinson Crusoe
, de
Las mil y una noches
, de
El viaje del peregrino desde este mundo al futuro
, de J. Bunyan, de
La libertad
, de J. S. Mill, de
El contrato social
, de
La utopía
, de
El alcalde de Zalamea
en 1889, y muchas otras. Antes de fin de siglo, el japonés intelectualmente curioso, y el pueblo japonés lo es en extremo, sin tener conocimiento de lenguas europeas podía tener acceso a muchas de las grandes obras de la literatura universal. Muchas traducciones, sobre todo al principio, eran parciales; a veces aparecían separadamente y, sobre todo al principio también, serialmente en periódicos y revistas. Esta literatura en traducción no hubiera prosperado sin un público voraz. El nuevo gobierno ponía gran empeño en la educación pública, y Japón, en muy pocos años, iba a tener uno de los índices de alfabetización más altos del mundo, y eso pese a la complejidad del sistema japonés de escritura
[9]
.

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