La primera novela occidental completa conocida en Japón fue la obra de Bulwer-Lytton,
Ernest Maltravers
, traducida en 1878 por Oda Yunichiro. Una historia inocua, pero titulada en la versión japonesa
Un Cuento de Primavera de Flores y Sauces
(
Karyuu
Shunwa
). La oriental lindeza del título pudo haber sido necesaria para vender el libro, aunque lo que hizo de él un éxito arrollador fue, primero, que servía como fuente de información sobre las relaciones familiares y políticas y sobre la buena educación en Occidente, aspectos no incluidos en los manuales de reforma oficiales; y, segundo y más importante, que los japoneses descubrieron en esta novela que los hombres y mujeres de Occidente tenían también un corazón, un lado tierno. El énfasis en la superioridad material de Occidente había sido tan insistente que las facetas más espirituales de la vida europea aparecieron como una sorpresa para la mayoría de los japoneses.
Además de traducir palabras, había que trasladar al entendimiento del japonés nuevos conceptos, algunos tan serios como «derechos humanos», «constitución», «universidad», «deporte», «vacuna», etc. Había que inculcar en la imaginación de los japoneses actitudes culturales, emociones, incluso gestos que en muchos casos les podían dejar estupefactos. Hay dos ejemplos, además graciosos, que ilustran tanto la enormidad de la dificultad de la tarea traductora como el esfuerzo de aprendizaje de aquellos lectores japoneses. Uno es la versión japonesa de una ingenua frase de Bulwer-Lytton en la mencionada obra, «
if I could get one kiss from those coral lips
». Probablemente en un diccionario inglés-japonés de la época existía para la palabra
kiss
un término representado por un complejo ideograma chino, desconocido para la mayoría y cuyo significado podría parecer a la vez altisonante y grotesco. Ante este aprieto el traductor japonés se decide por el término popular, y tan vulgar antes como ahora, de
hitoname
, que quiere decir simplemente «un lametazo». ¿Qué efecto podría producir una frase así en el lector japonés de entonces, un lector sin duda ajeno a la codificación de esa forma de expresión del amor realizada a golpe de siglos por el mundo occidental?
El otro ejemplo es cuando Alice, uno de los personajes de la novela, en el mismo pasaje de la frase comentada, oculta su cara con las manos («
hid her face with her hands
»). El traductor, sabedor del valor emocional de este gesto entre los occidentales y de que tal valor era desconocido en la sociedad japonesa, viste imaginariamente a Alice a la japonesa y traduce «
Arisu sode wo motte kao wo…
», es decir, «Alicia se ocultó la cara con su manga…». ¡Una Alice convertida, pues, en dama japonesa con quimono de anchas mangas!
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Tampoco hay que pasar por alto el papel de los misioneros cristianos, especialmente protestantes, en este despertar entre los japoneses del interés por la literatura de Occidente. En el siglo XIX, y no solamente en Japón, la evangelización había sido la bandera de la autoconfianza con que se movía Occidente por el ancho mundo. Los misioneros habían entrado por los puertos japoneses casi tan pronto como los comerciantes y, aunque en principio iban a atender a las diferentes comunidades extranjeras, especialmente la británica y la norteamericana, aprovecharon todas las ocasiones para propagar la fe cristiana entre los nativos. En 1873 ya era legal hacerlo así, debido a que la presión diplomática extranjera había puesto fin al veto de los Tokugawa contra la «secta malvada» proscrita desde comienzos del siglo XVII. En la Constitución de Meiji de 1889 por fin se permite la libertad religiosa «dentro de límites no perjudiciales para la paz, ni antagónicos a los deberes de todo ciudadano».
Había una curiosa disparidad entre los motivos por los que los japoneses se dejaban cristianizar, pero es indudable que muchos de los que se acercaban al cristianismo lo hacían porque eso les ofrecía una «ventana al Occidente», accesible a los que no podían darse el lujo de viajar fuera.
Otros japoneses, en contacto con las nuevas creencias religiosas, sintieron un nuevo sentido de la individualidad y el aguijón para expresarla. A diferencia de la concepción tradicional japonesa en la que la naturaleza, el ser humano y las deidades forman parte de un todo, el cristianismo infundió en muchos intelectuales una nueva conciencia del yo, del individuo, como ente ajeno a la naturaleza y a lo divino, y, en consecuencia, un insólito respeto por la persona, por su individualidad. Habrá poetas, como Kitamura Tokoku e Ishikawa Takuboku que, gracias a su formación cristiana, van a comulgar con el romanticismo y a predicar una especie de emancipación de las emociones.
La
Biblia
, por otro lado, fue el primer libro occidental conocido para muchos japoneses y sus palabras sirvieron, tal vez entre otras cosas, para convencerles de que en Occidente había algo más que «técnicas» para fabricar barcos de hierro que no se hundían.
La existencia de todos esos contactos con ideas y creencias occidentales, aunada con las visitas a Europa de autores individuales, dentro de la caldeada atmósfera de absorción de lo occidental en que vivía el país, fermentaron en una generación de novelistas japoneses con un concepto de su arte totalmente diferente del de sus predecesores de la era del aislamiento. Cómo ejercer ese arte se ofrecía a sus ojos lo mismo que a los de un diligente tallista desprovisto de herramientas se ofrece un espléndido bloque de madera. «La literatura de Meiji fue la explosión de las ansias de libertad de un pueblo harto de las cadenas de la censura, harto de la mazmorra del aislamiento»
[11]
. Estos literatos tenían que expresar inquietudes sociales, nuevas sensaciones íntimas, nuevas problemáticas vitales, y tenían que hacerlo en moldes nuevos, en nuevos géneros y en un lenguaje literario que había que inventar. El reto era formidable. Hubo visionarios, hubo pioneros. Unos y otros prepararían el terreno a los grandes creadores.
La urgencia de expresar las nuevas inquietudes era fundamental para que brotase a borbotones una nueva literatura. Sin ella, de poco servía tanto acopio de información sobre Occidente. No había razón para que los relatos de cotilleo sobre los moradores de los burdeles del
gesaku
precedente no hubieran podido continuar dominando la escena literaria. Lo que los ejemplos extranjeros hicieron fue dar cauce para que los japoneses más inquietos y mejor dotados literariamente expresaran sus nuevas ideas y su conciencia de ser ciudadanos del ilustrado período Meiji.
Pero esto no quiere decir que los escritores de fines del siglo XIX y principios del XX fueran completamente occidentales en sus técnicas y convenciones literarias. Un rasgo definidor de muchos autores nacidos en el tiempo de la Restauración de Meiji, en 1868, era que poseían una conciencia mucho más viva del cambio cultural que los que vinieron antes o después. No era infrecuente que hubieran tenido una educación sino-japonesa en sus primeros años, como el propio Natsume Soseki, después otra de corte occidental en la universidad o incluso, como los más afortunados (el propio Natsume Soseki y Mori Oogai), en algún país europeo, y que se ganaran la vida como intelectuales urbanos. Esa experiencia formativa les hizo excepcionalmente sensibles a la discordia entre su identidad cultural japonesa y la occidental. Varios de ellos realizaron esfuerzos considerables por mantener un vínculo con la tradición histórica (Mori Oogai, Koda Rohan y Akutagawa Ryonosuke, aunque algo posterior este último), geográfica (Nagai Kafuu), esteticista (Shiga Naoya) de su país o con temas y argumentos (sociales, en los casos de Futabatei Shimei y Shimazaki Tooson, naturalistas, en el caso de Tokuda Shuusei, o psicológicos, en el de Natsume Soseki) de algunas de sus novelas.
Esos nueve autores y algunos más tienen mucho en común. En primer lugar, todos se embarcan en una nueva narrativa como respuesta a los desafíos de una sociedad en galopante cambio; todos expresan en sus obras un despertar del individualismo desconocido antes en Japón, una conciencia con sus secuelas de soledad, aislamiento y confusión; casi todos, en tercer lugar, ya desde los primeros años del siglo XX, escriben obras que por su finura psicológica y capacidad expresiva siguen siendo todavía hoy leídas con admiración.
Hay que hacer observar, en relación con la segunda característica, que a diferencia de Occidente, en el arte literario de Japón no ha existido una polaridad marcada entre el hombre y la naturaleza, entre el individuo y la sociedad. Por tradición, sólo hasta los años que estamos presentando, los sentimientos y las ideas de una persona se expresaban casi tan sólo en calidad de representantes de los sentimientos y las ideas del grupo, con lo cual el individualismo estaba ausente. Eran por lo general autores «expresivos-afectivos». Solían buscar la identificación con el grupo social al que su estado en la vida les hace pertenecer sin fisuras ni reservas.
Ahora esto cambia. El grupo de escritores de Meiji, como se les llama, protagonizan la aparición insólita del individualismo en la literatura japonesa, la erupción de una polaridad que en Europa se constata claramente al final de la Edad Media y a cuya presencia literaria, y no sólo literaria, estamos perfectamente acostumbrados aquí. En el Japón en estos años de fines del siglo XIX se comprueba cómo un ancestral rasgo definidor del arte literario japonés se debilita en contacto con Occidente. La polaridad no va a ser tan fuerte, sin embargo, como en el mundo occidental. Y en obras de autores destacados de este período, como Tanizaki Junichiro, no mencionado antes por haber publicado con posterioridad a los autores citados, y en el mencionado Nagai Kafuu, la armonía de hombre y naturaleza se percibe todavía claramente.
Una cuarta característica de la nueva literatura que hay que agradecer igualmente a la lectura de las obras literarias europeas es el descubrimiento del amor romántico. No sólo se trataba de comprender la banalidad del gesto del beso, la graciosa torpeza de cuya traducción en 1878 hemos comentado, sino de describir las emociones producidas en torno al sentimiento amoroso. Por supuesto que numerosas obras literarias japonesas han descrito, y desde fechas más tempranas y con más soltura que en muchos países occidentales, las penas y alegrías del amor. El amor, opuesto a la pasión carnal, naturalmente que había sido tema literario. Pero este amor del que ahora leen los japoneses en novelas europeas, expresado con libertad y como afirmación del yo, es nuevo para ellos. E inventan, naturalmente, un término, un término al que dará carta de naturaleza literaria Mori Oogai en una novela de 1890 de la que hablaremos aquí. Lo van a llamar —y lo siguen por cierto llamando—
rabu
, deformación fonética del inglés
love
. Este nuevo amor definía cabalmente los singulares fenómenos «occidentales» producidos cuando mortales se enamoraban de diosas o de musas, súbditos con realezas. En él encajaban conceptos como el amor cortés y el platónico. Un amor platónico que, venerado por estos románticos japoneses, ciertamente no estaba en su tradición literaria.
Por otro lado, si el romanticismo se define en términos del acento que en él se pone en la vertiente emocional de los sentimientos humanos, podemos decir que la mayoría de las obras de literatura japonesa son «románticas».
Algunos críticos han considerado escritores románticos al poeta Yosa Buson o al escritor de cuentos Ueda Akinari
[12]
. Específicamente los elementos románticos de la literatura japonesa se distinguen de obras anteriores «románticas» a causa de la influencia directa de la literatura europea. Es decir, no sólo ahora se pondrá de relieve el aspecto emocional de los sentimientos, sino además la importancia del individuo y de la libertad. Serán tres temas prominentes en el nuevo y fugaz romanticismo japonés que reconocerá su deuda con la cultura europea y particularmente con el cristianismo.
Las novelas autobiográficas, tan en boga en los años de la vida de Soseki, tuvieron sus raíces en un hallazgo romántico, aunque fueron desarrolladas como descripciones naturalistas de la vida ordinaria realizadas por hombres ordinarios. Si en Europa el naturalismo había sido una reacción al romanticismo de muchos años antes, en Japón romanticismo y naturalismo se presentan, son servidos —generalmente en el plato del realismo—, se ingieren y se digieren en la misma década. Incluso en una misma obra, como precisamente en esta que presentamos, según veremos muy pronto.
Si buscamos una definición del vehículo en que expresan el nuevo individualismo estos autores, sobre todo en oposición a la literatura de la primera mitad del siglo XIX, comprobamos que no es fácil evitar juicios aparentemente arbitrarios sobre grados de verosimilitud en sus obras, sobre «realismo psicológico» y otros conceptos literarios. Sin embargo, es cierto que en la atenta descripción de la sociedad que les rodea, de los conflictos de lo nuevo y lo viejo, de los valores individuales y de las convenciones tradicionalmente aceptadas, en su preocupación por el trazado veraz de las reacciones y pensamientos del individuo, en su rechazo a las explicaciones de conductas sancionadas por la tradición, en la precisión y modernidad de su lenguaje, las obras más distinguidas de los autores que publican a finales del siglo XIX y en las dos primeras décadas del XX muestran una sustancial diferencia con respecto a obras anteriores. En resumen, la prosa de ficción, fuera relato breve o fuera novela, fue elevada del
status
de entretenimiento popular al de un arte serio.
Y de la seriedad de su arte tenían ellos mismos conciencia cuando ya en la década de los noventa censuraban abiertamente por frívola e insustancial la prosa narrativa anterior a Meiji, postulando «seriedad» en una literatura que debía por encima de todo ser «sincera»: incluir confesiones «abiertas» y francas, descripciones «veraces» de las emociones y sensibilidades, y tratamientos de «problemas» serios
[13]
.
Pero para llegar a esa literatura, hoy generalmente admirada, fueron necesarios pioneros que allanaron un camino nada fácil.
La plena madurez que la nueva literatura logra en la obra de Natsume Soseki, el más perdurable y leído de la pléyade de autores de Meiji, no fue gratuita. Antes del excepcional período de creatividad entre 1905 y 1915, en el que Soseki y otros como Oogai y Toson publican tal vez sus mejores obras, hubo producciones de hombres entusiastas, a veces visionarios, de la nueva literatura. Hubo obras de tratadistas y críticos sobre la nueva narrativa, hubo pruebas y vacilaciones de «novelas» de corte occidental. Producciones, en fin, muy estimables porque partían de poco y había que decir mucho.